Amor conyugal, amor humano (P. Miguel Ángel Fuentes, ive)

AMOR HUMANO

NOTA DEL BLOG: El amor conyugal es, ante todo, un amor humano. Pero no a todo lo que se le dice amor” es realmente “amor humano”. El amor verdadero tiene notas que lo caracterizan y lo distinguen de las falsificaciones que intentan suplantarlo. Ofrezco a continuación un capítulo de mi libro “Matrimonio cristiano, natalidad y anticoncepción” (San Rafael, 2009).

 

 

Amor conyugal, amor humano

P. Miguel Ángel Fuentes, ive

 

Además de la comprensión del misterio de la Cruz, el amor de los esposos, para ser pleno, debe entenderse a sí mismo; es decir, debe comprender cuál es la naturaleza del amor conyugal. El Dr. John Billings escribió hace varias décadas un libro que en castellano se publicó con el título “Amarse en cuerpo y alma”[1].

El Papa Pablo VI ha insistido en su encíclica Humanae vitae (= HV) en que el amor con­yugal, para ser auténtico, debe ser reflejo de su fuente, el divino. Porque la vocación al amor brota del Amor supremo que es Dios (HV, 8). Si el amor humano se diferencia esencialmente del divino, entonces no es amor auténtico. Por eso todo problema en que esté implicado el amor de los esposos no puede ser considerado al margen de “la visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna” (HV, 7).

Ahora bien, el amor conyugal, cuando se lo considera en todo su conjunto, y a la luz del divino presenta cuatro notas fundamentales: es plenamente humano, total, fiel y fecundo (cf. HV, 9).

Ante todo, es plenamente humano: es decir, al mismo tiempo sensible y espiritual; por tanto, es algo distinto de “una simple efu­sión del instinto y del sentimiento”, porque es también y principal­mente un acto de la voluntad. El hombre ama como hombre cuando ama con todo su ser: es decir, con su cuerpo, su pasión o sensibilidad y con su alma (con su voluntad espiritual).

Desde este punto de vista, el “recorte” de cualquiera de las di­mensiones del ser humano es un terrible enemigo del amor matrimo­nial. Cuando se pretende dar el afecto pero no la capacidad de pro­crear, se está cercenando la entrega; igualmente cuando empiezan a retacearse los afectos; cuando los esposos no se acompañan espiri­tualmente; cuando la unión es sólo corporal pero las almas están dis­tantes… No es, pues, amor auténticamente humano y conyugal el que busca principalmente (menos aún si busca solamente) el goce sexual o carnal.

En segundo lugar, es total: en el verdadero amor conyugal se comparte generosamente todo, “sin reservas indebidas o cálculos egoístas”: “quien ama de verdad a su propio consorte, no lo ama sólo por lo que de él recibe, sino por sí mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí”. La diferencia es esencial: el amor instintivo es posesivo mientras que el voluntario (espiritual) es oblativo. El animal llevado por sus instintos se mueve a satisfacer una necesidad individual; el hombre llevado por el amor espiritual se mueve a satis­facer la necesidad del otro. Pero para esto debe tener gobernado su propio deseo de goce, que debe mantener subordinado a la necesidad del otro.

No es, pues, amor auténticamente humano y conyugal el que teme dar todo cuanto tiene y darse totalmente a sí mismo, el que sólo piensa en sí, o incluso el que piensa más en sí que en la otra persona.

En tercer lugar, es un amor fiel y exclusivo hasta la muerte. “Fi­delidad —dice Pablo VI— que a veces puede resultar difícil, pero que siempre es posible, noble y meritoria”. “Siempre es posible”, in­cluso en los casos de abandono y separación; porque aun en estos ca­sos se puede (y se debe) ser fiel a la palabra empeñada de no amar a ningún/a otro/a que no sea el legítimo cónyuge hasta que la muerte los separe. La fidelidad matrimonial quizá sea, hoy en día, uno de los valores matrimoniales más rebajados; porque no se encara la fideli­dad como un don total. No puede haber fidelidad verdadera mientras no se la entienda como fidelidad cordial, mental y carnal. Fideli­dad cordial, del corazón, quiere decir reservar el corazón exclusiva­mente para el cónyuge, y renovar constantemente la entrega que se le ha hecho la vez primera en que se le declaró el amor. Dice Gustave Thibon: “La verdadera fidelidad consiste en hacer renacer a cada instante lo que nació una vez: estas pobres semillas de eternidad de­positadas por Dios en el tiempo, que la infidelidad rechaza y la falsa fidelidad momifica”. Charbonneau añade: “el marido que deja dormir su corazón ya es infiel”. Fidelidad cordial, positivamente, implica reiterar constantemente la entrega del corazón; negativamente, evitar todo trato imprudente con otras personas. Fidelidad mental, por su parte, es la fidelidad en los pensamientos, en la memoria y en los de­seos. El que maquina, imagina o sueña despierto, “aventuras” con otras personas, aunque no tenga intención de vivirlas en la realidad, ya es infiel, y esto prepara el terreno para la infidelidad en los hechos. Es infiel a su cónyuge quien mira o lee revistas o películas pornográ­ficas o eróticas, quien no cuida la vista ante otras mujeres u hombres, quien asiste o frecuenta ambientes donde no se tiene el mínimo pudor en el vestir o en el hablar. En fin, fidelidad carnal es evitar el trato físico con quien no sea el cónyuge legítimo; la infidelidad carnal es siempre una profanación del cónyuge inocente, porque el matrimonio ha hecho de ellos una sola carne (cf. Mt 19,5); al entregarse uno de ellos a una persona ajena al matrimonio, ensucia y rebaja la persona del cónyuge[2].

Es claro que la castidad matrimonial exige, para poder ser vi­vida, un estilo de vida y un ambiente casto[3]. Y con esto no caemos en ningún purita­nismo; es simplemente lo “normal”, es decir, lo adecuado a la norma. Considero que la falta de seriedad en este punto es la causa principal de las infidelidades matrimoniales, y no se puede poner remedio a este problema si no se empieza por disolver el caldo de cultivo de toda infidelidad que es la falta de castidad en las miradas, en los pen­samientos y en los deseos.

Finalmente, el amor auténticamente humano y conyugal es fe­cundo. Como dice Pablo VI, el amor “no se agota en la comunión entre los esposos, sino que está destinado a prolongarse suscitando nuevas vidas”. Fecundidad no equivale a tener hijos o muchos hijos, sino a estar abiertos a los hijos. Hay matrimonios que no han podido tener hijos a pesar de desearlos ardientemente. Éstos, en su deseo firme y sincero, son fecundos; aunque no logren la fecundidad car­nal[4]. Cada matrimonio debe tener tantos hijos cuantos su conciencia formada según las enseñanzas de la ley de Dios y de la Iglesia les dicte, manteniéndose abiertos a la vida en cada uno de sus actos con­yugales. En contra de cuanto repite la propaganda antinatalista que actualmente nos atonta, en nuestros días, incluso desde el punto de vista demográfico, son cada vez más necesarias las familias numero­sas[5]. Pío XII decía de las familias numerosas que son “las más bende­cidas por Dios, predilectas y estimadas por la Iglesia como pre­ciosísimos tesoros… En los hogares donde hay siempre una cuna que se balancea florecen espontáneamente las virtudes… La familia nu­merosa bien ordenada es casi un santuario visible… son los planteles más espléndidos del jardín de la Iglesia en los cuales como en terreno favorable, florece la alegría y madura la santidad”[6]. También el Con­cilio Vaticano II alaba a los esposos que son generosos en la transmi­sión de la vida: “Son dignos de mención muy especial los que de co­mún acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente”[7].

Una descendencia numerosa es una bendición para los mismos hijos que son llamados a la vida terrena y a la eternidad; para la Iglesia que crece con sus hijos bautizados y también para la patria terrena. Es un dato de la experiencia que una familia que reúne al mismo tiempo una numerosa descendencia “y” un auténtico espíritu cristiano es siempre un lugar donde reina la alegría, a pesar de las dificultades materiales que puedan pasar. No está de más mencionar que muchas familias numerosas han sido cuna de grandes santos, como las fa­milias de San Francisco Javier (6 hermanos, de los que él fue el úl­timo), San Bernardo (7 hermanos), Santa Teresita de Lisieux (9 her­manas; ella fue la última), Santa Teresa de Jesús (9 hermanos), San Luis Rey (10 hermanos), San Pío X (10 hermanos), San Roberto Be­larmino (12 hermanos), San Ignacio de Loyola (13 hermanos), San Pablo de la Cruz (16 hermanos), Santa Catalina de Siena (25 herma­nos; ella fue la penúltima), etc.

La Iglesia, no obstante, reconoce que en algunas circunstancias es difícil llevar adelante una familia numerosa. Pero no hay que ceder al temor de los muchos hijos; la confianza que se pone en Dios, como dice San Pablo, no defrauda (cf. Rm 5, 5).

A partir de estas cuatro notas podemos inferir que uno de los dra­mas más grandes que afectan al matrimonio y a la familia en nuestro tiempo consiste en el desconocimiento de la misma naturaleza del amor conyugal. Muchos jóvenes que contraen matrimonio establecen, en realidad, una relación afectiva que, cuanto más, puede definirse como una imagen amodorrada del verdadero amor. ¿Cómo podría sorprendernos que al poco tiempo la vida familiar o matrimonial se convierta en un juego de intereses, en una pulseada de dos egoísmos que luchan por no dejarse avasallar o en una carrera material hacia el placer?

No temamos poner la firma a que la inmensa mayoría de los matrimonios que han fracasado al poco tiempo de vida en común no han reunido, de ambas partes (quizá sí alguno de los dos), las características mencionadas por el sabio pontífice.

NOTAS:

[1] Billings, John, Amarse en cuerpo y alma, Buenos Aires (1983).

[2] Esto vale incluso en el caso de que ambos cónyuges sean infieles, e incluso en el caso en que ambos estén de acuerdo en este modo de vida: “Se incurre en la doble malicia del adulterio aun en el caso monstruoso de que el legítimo cónyuge lo autorizase expresamente, ya que no tiene derecho a autorizarlo, por ser absolutamente contrario al derecho natural y a la santidad del matrimonio. La Iglesia condenó una proposición que afirmaba lo contrario” (Royo Marín, A., Teología moral para seglares, Madrid [1984], tomo I, n. 584).

[3] He tratado este tema en: Miguel A. Fuentes, La castidad posible, San Rafael (2006).

[4] A veces se confunde el deseo del hijo con el derecho a tener hijos. Son dos cosas diferentes que no deben confundirse. Dice el Catecismo: “El hijo no es un derecho sino un don. El ‘don más excelente del matrimonio’ es una persona humana. El hijo no puede ser considerado como un objeto de propiedad, a lo que conduciría el reconocimiento de un pretendido ‘derecho al hijo’” (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2378).

[5] Aconsejo la lectura del documento preparado por el Consejo Pontificio para la Familia sobre “la disminución de la fecundidad en el mundo”, publicado en “L’Osservatore Romano” (Cf. L’Osservatore Romano, 27/03/1998).

[6] Pío XII, alocución Tra le visite, 20/01/1958.

[7] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 50.

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