Sobre la castidad, el documento final del Sínodo de 2014 sobre la familia se ha quedado corto. La palabra solo aparece una vez, en el n. 39, donde, hablando de la preparación de los novios se dice que “es preciso recordar la importancia de las virtudes”. Y se añade: “entre estas, la castidad resulta condición muy valiosa para un crecimiento genuino del amor interpersonal”. Está muy bien dicho. Pero es muy poco. Muchas personas no saben qué es la castidad. Y muchos que sí saben, piensan que es una “virtud imposible”. Por ese motivo, creo conveniente ofrecer varios artículos al respecto.
Una virtud en dificultades
¿Es duro ser castos en nuestro tiempo? Indudablemente. ¿A qué se debe la dificultad? En parte al desorden interior que cada uno de nosotros arrastra desde el nacimiento y sobre todo a la potenciación que desde afuera recibe ese desorden.
El problema interior procede del pecado original. Lamentablemente muchos no creen hoy en el pecado y menos en un pecado “de origen”. Y digo “lamentablemente” porque la negación del pecado no lo suprime; “eppur si muove”, dicen que pronunció Galileo cuando sus objetores lo obligaron a afirmar que la Tierra está quieta mientras el Sol gira a su alrededor: “y sin embargo se mueve”. Sí, se puede afirmar que la Tierra está inmóvil, incluso en una junta científica, pero esto no la detendrá. Tenía razón Galileo (en esto, aunque no en todas las cosas) y la Tierra, cuyo movimiento él defendía, avanzaba y avanza en torno al Sol a una velocidad de 2,5 millones de kilómetros por día —¡100.000 kilómetros por hora, 30 kilómetros por segundo!— arrastrando en su movimiento a la Luna, su satélite que se mueve a 1 kilómetro por segundo en torno a ella.
“Eppur si muove”. Del mismo modo pueden juntarse todos los filósofos, los políticos, los literatos, los militares, los psicólogos, los psiquiatras, los moralistas y hasta los estibadores del puerto, para declarar que no existe el pecado, y sin embargo, éste existe, crece, se propaga y arrastra la historia de los hombres hacia un trágico final. A menos que se desmonten a tiempo del caballo desbocado y admitan que hay cosas que están mal, no porque nos hayamos puesto de acuerdo entre todos para no darles cabida en la sociedad (el único sentido del “pecado” que se admite en algunas sociedades modernas) sino porque así lo tenemos grabado en nuestra naturaleza. “Eppur si muove”. Nos pueden enseñar, con Freud en la mano, que la fornicación o la masturbación forman parte del proceso de maduración de la persona (cosa que ni siquiera Freud aceptaba) y sin embargo, los que fornican, aun pensando que no hacen nada malo, no aprenden con su comportamiento a amar sino a usar a los demás para su placer, y los que se masturban se encierran paulatinamente en un movimiento de ensimismamiento típico de toda neurosis. Si alguien nos dice que se puede martillar un clavo con un jarrón de porcelana, con su teoría no salvará al jarrón, ni tampoco lo pagará; el que paga las consecuencias es siempre el dueño del jarrón.
Hay un pecado en el origen de nuestra historia humana. Lo cometieron nuestros primeros padres y se transmite a cada hombre y a cada mujer que llega a este mundo, junto con la naturaleza que sus progenitores le dan al concebirlos. Nosotros, los que aceptamos la tradición bíblica (y los creyentes de otras religiones que también aceptan esta verdad) creemos que este pecado fue cometido en el Paraíso terrenal. Y también creemos que Dios tuvo piedad de los hombres y les prometió un Salvador, y que por su obra, y por medio del bautismo que el Salvador nos dejó, ese pecado se nos borra verdaderamente. Pero también afirmamos que algo queda como resabio de ese pecado: la inclinación desordenada al pecado. Con el bautismo, Dios nos da la gracia que nos hace hijos de Dios, y ésta no se pierde del alma sino cuando un nuevo pecado (personal) destruye nuestra relación con Dios; pero la gracia no impide que cada una de nuestras potencias (inteligencia, voluntad, afectos, instintos) busquen por su cuenta los bienes que las perfeccionan (el conocimiento a la inteligencia; el bien a la voluntad; a los afectos los bienes sensibles), sin mirar si ese bien es un bien para toda nuestra persona o solamente para esa potencia. Son nuestras potencias superiores (inteligencia y voluntad) las que tienen que velar para que tanto ellas como las demás facultades —que son inferiores y les deben estar sometidas— sólo busquen y alcancen los bienes que nuestra persona necesita para su perfección y sólo en la medida en que realmente nos perfeccionan. Cuando tenemos hambre queremos comer; pero nuestro apetito no “sabe” instintivamente si tal o cual alimento nos hace bien o mal, o en qué medida nos beneficia y en cuál nos perjudica; esto lo regulamos con la razón; si nos dejásemos llevar por nuestra inclinación, comeríamos mucho más o mucho menos de lo que necesitamos, haciéndonos daño. Lo mismo se diga del instinto sexual. Cuando éste se despierta, es la razón la que debe guiarlo para saber de qué modo, cuándo y con quién su satisfacción perfeccionará a nuestra persona; y en algunos casos, la razón deberá decirnos que no se debe ejercer esa inclinación con nadie.
Esta herida que ha dejado el pecado original no es igual en todas las potencias. Podemos decir que, en cierto modo, mientras más abajo entramos en la naturaleza humana, más caótica se vuelve la herida. Así, es más fácil conocer la verdad (inclinación de la inteligencia) que hacer el bien espiritual (inclinación de la voluntad); y más difícil que el regular nuestra inclinación al bien espiritual es dominar el instinto de poder y de lucha (inclinación irascible), y mucho más difícil todavía el dominar y encauzar nuestro instinto de placer sensible (apetito concupiscible).
Difícil no significa imposible; sólo quiere decir que es algo trabajoso.
Pero este dominio o señorío es necesario, pues aunque sea la parte más baja de la naturaleza humana, y por tanto no la que se corrompe de modo más grave (de hecho es peor la perversión de la inteligencia por el error y la mentira y la de la voluntad por el odio y el egoísmo), sin embargo, ocurre con ella como con la estatua de Daniel, cuya cabeza era de oro puro, su pecho y sus brazos de plata, su vientre y sus lomos de bronce, sus piernas de hierro, sus pies parte de hierro y parte de arcilla; pero una piedra golpeó la estatua en sus pies de hierro y arcilla, y los pulverizó y toda la estatua se vino abajo (me refiero al sueño del rey Nabucodonosor que el profeta Daniel le interpreta en su libro: Dan 2,31-45). También en nuestro caso muchos se derrumban por sus pies de barro mezclados de mal fraguada arcilla.
Sin embargo, más grave que nuestra inclinación desordenada es el esfuerzo encarnizado por precipitarnos en el desorden que nos viene de afuera. En la Biblia existe una sugestiva imagen de los enemigos que empujan una tapia ruinosa para desplomarla (Salmo 62,4). Así parece el asedio al que nos somete nuestra cultura. Cuando escribí estas páginas por vez primera (ya han sido reeditadas varias veces, formando parte, incluso, de un libro titulado “La castidad ¿posible?”) era noticia que en la “Millais School”, de West Sussex, Inglaterra, se había prohibido a varias jóvenes llevar un anillo de plata en su mano por ser “contrario a las reglas de vestimenta”; este anillo simbolizaba para esas adolescentes el compromiso que habían asumido de guardar la castidad y la pureza hasta el matrimonio. Al mismo tiempo, el mismo colegio no consideraba contrario al uniforme el velo de las adolescentes musulmanas, ni los brazaletes de las jóvenes sikhs. Es la pureza y la opción por ella, la que no puede ser simbolizada en nuestra sociedad (la noticia apareció en Aciprensa 22/06/2006).
La televisión y el cine están casi totalmente genitalizados; es muy poco lo que puede verse hoy en día en estos medios sin que se exija un estado de alerta. Las propagandas comerciales, las películas, los programas de entretenimiento, los argumentos de las novelas y hasta las mismas noticias cotidianas encierran imágenes cargadas de contenido erótico cuando no explícitamente pornográfico. ¡Y la imagen visual es un elemento impactante y condicionante en la psicología humana, que difícilmente se borra y que vuelve una y otra vez a la memoria sensitiva de la persona!
Internet —el elemento más simbólico de nuestra cultura actual— se ha convertido en un terreno privilegiado por la industria de la pornografía. Ésta es, de hecho, el tercer sector económico en la web, moviendo más de mil millones de dólares anuales. Lo cual significa que un sector gigantesco de los que usan Internet reciben y buscan pornografía. ¡Y no estamos hablando aquí de la erotización encubierta que caracteriza a muchísimas páginas que no están comprendidas en la categoría de pornográficas!
Algo análogo se debe decir de las demás artes y de otras manifestaciones culturales como la literatura, la pintura, la música, y los medios de comunicación gráficos (periódicos y revistas) y orales (radio), etc., que hacen constante referencia al sexo y más propiamente a la lujuria. En muchos casos se usa el pretexto de incursionar en temas “maduros” y en “problemas” actuales; pero en el fondo se pone de modo insidioso y porfiado el tema sexual ante los sentidos.
De esta manera la sexualidad desordenada se ha convertido en una verdadera obsesión para muchas personas. Es una idea obsesiva y agotadora. Y hay que reconocer que es heroico mantenerse firmes ante tantas arremetidas diarias. Y muchos no lo logran, terminando no solo con una vida sexual desordenada (masturbación, pornografía, homosexualidad, relaciones no matrimoniales) sino con auténticos problemas de adicción al sexo (o sea, a la lujuria).
Esta ofensiva contra la castidad no sería tan efectiva, como lo es, si no fuera por el terreno que le preparan las ideas culturales en que se asientan nuestras cabezas. De hecho hacen tanto daño (o tal vez más) las ideas contrarias a la castidad que las mismas imágenes pornográficas (de la naturaleza que sean) que se presentan a nuestros sentidos.
La falta de reacción ante el hostigamiento diario (o la reacción equivocada de algunos) se debe en gran medida a haber aceptado algunas ideas distorsionadas sobre la sexualidad. Teorías que sostienen, por ejemplo, que la castidad es imposible, o que no se debe ligar la actividad sexual al ámbito del matrimonio, o que toda manifestación de amor debe estar abierta a la expresión genital, y muchas otras que están en la base de las actuales propuestas “educativas” que se denominan ambiguamente “educación sexual”.
Esto es lo que principalmente trunca de raíz toda lucha a favor de una vida afectiva ordenada según los mandamientos de Dios y de la ley natural.
¡Todos golpean como a una pared ruinosa que termina por derrumbarse quejosamente!
La castidad no es…
De muchas cosas es más fácil decir lo que no es que lo que es. No es el caso de la castidad; pero igualmente viene bien aproximarse de este modo indirecto porque tocamos así la idea que muchos tienen de esta virtud.
A raíz de un artículo donde yo había escrito sobre la castidad conyugal, una mujer con más buena voluntad que seso, me objetó: “¿De dónde ha sacado la Iglesia que un hombre y una mujer, creados por Dios con deseo y atracción maravillosos, casados de forma sacramental, unidos por el amor, los hijos, la fidelidad, etc., tienen que abstenerse de relaciones sexuales?”. Ella pensaba que castidad significaba “abstención” y consecuentemente, castidad conyugal equivaldría a vivir el matrimonio sin relaciones sexuales. No todas las cosas que parecen obvias lo son para todos.
La castidad no es abstención de actos sexuales. Puede equivaler a abstención de actos sexuales plenos entre quienes no están casados, y ciertamente equivale a evitar el uso de la genitalidad fuera del matrimonio, ya sea para usarla (buscando el placer) solo o con otros. Dentro del matrimonio la castidad no se vive necesariamente en la abstención sexual (tal vez sea necesario hacerlo en algún momento de la vida conyugal) sino en usar de la sexualidad sin separarla deliberada y positivamente de su capacidad procreativa. La abstención por sí sola, no hace a una persona casta. Así como los abstemios no son sobrios sino accidentalmente (pues la sobriedad es virtud y el ser abstemio puede ser una cuestión de gustos y no de virtudes) del mismo modo, evitar todo contacto sexual puede ser signo de insensibilidad o impotencia y no necesariamente una cuestión de virtudes. Se abstienen tanto los que pueden pero no quieren, como los que quieren pero no pueden; y la diferencia entre unos y otros es la que va del día a la noche.
La castidad tampoco es mojigatería ni pudibundez. Mojigato es el beato que finge escrúpulo de todo. No es casto quien se escandaliza del sexo; menos aún quien se avergüenza de él cuando es lícito. Nada tiene que ver la castidad con la “onesta a un punto tale”, que cuenta Trilussa, “che spesso inciampicava pe’ le scale / pe’ nun volesse tirà su la veste”. Una falda larga no es siempre manifestación de castidad, porque para la imaginación no hay faldas ni paredes y la castidad es más una cuestión de mirada interior que de ojos externos: si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso (Mt 6,22). De nuestros primeros padres se ha escrito que “estaban desnudos y no se avergonzaban”. La vergüenza empezó con el pecado, y el pecado con la rebeldía a la voluntad de Dios, no con una cuestión de sexo.
Menos aún es maniqueísmo. El maniqueísmo es la doctrina que sostiene que el cuerpo es malo y todo lo que depende de él, incluido el sexo. Cuando esta doctrina intentó infiltrarse entre los primeros cristianos tomó inmediatamente la forma de negación de la Encarnación. La Encarnación, en efecto, es la aprobación de la materia; Dios no la rechaza, la asume y la redime. Para el maniqueísmo esto es inconcebible, por eso prefirió tergiversar la verdad de Jesucristo afirmando de él que sólo es Dios pero no hombre verdadero; su humanidad no sería más que un vestido transitorio, una apariencia; Dios no puede, para los maniqueos, asumir un cuerpo y un sexo. No debe resultarnos extraño que este aspecto sea deliberadamente omitido entre los modernos reivindicadores de las principales obras del gnosticismo cristiano, como son los evangelios apócrifos, nacidos en este ambiente dualista y maniqueo; los evangelios apócrifos les son útiles en la medida en que presentan una visión del cristianismo distinta de la de los evangelios canónicos; pero se hace incómoda cuando manifiesta su desprecio por el cuerpo, el sexo y la mujer, por eso toman de ellos lo que sirve contra la Iglesia y silencian aquello que explica el rechazo de la Iglesia por estas obras malparidas.
La castidad no es, finalmente, la frialdad o dureza de trato de quien no ha entendido que el afecto sano, la cortesía, la amabilidad, e incluso el cariño, forman parte de las actitudes honestas de las personas sanas. Si la pudibundez es una grotesca caricatura de la castidad, la insensibilidad, dice Santo Tomás, es pecado (Suma Teológica, II-II, 142,1). San Pablo manda a los romanos a alegrarse con los que se alegran y a llorar con los que lloran, y en suma, a tener un mismo sentir los unos para con los otros (cf. Ro 12,15-16); pero esto no es posible sin una fina sensibilidad y un corazón capaz de captar los sentimientos ajenos. Si la castidad apagara la capacidad de afecto hacia el prójimo (como algunos equivocadamente han pensado) sería un obstáculo y no una virtud.
El casto no es ni el estúpido, ni el escrupuloso, ni el impotente, ni el estéril, ni el feo o la fea, ni el solterón o la solterona. Estas son, en todo caso, las grotescas caricaturas que el mundo propone sobre la castidad para ridiculizarla.
Pues a ver si muestra más sensibilidad. Me encantan sus artículos, he leído muchos, pero decir de esa mujer “mas buena voluntad que seso” ha sonado hasta machista, simplemente confundió castidad con abstención, seria inocente o falta de conocimiento, no todos pueden estudiar y saber tanto. Por lo demás brillante el artículo e indignante el episodio del anillo frente al velo en Inglaterra. A pesar de que el mundo se nos presenta cada vez más hostil el Espíritu Santo nos sigue suscitando grandes inteligencias como la suya que iluminadas por El nos dan luz para movernos en este valle tenebroso (Salmo23,4)
Estimado Néstor: si digo que alguien tiene más voluntad que seso, no lo digo porque sea mujer, hombre o loro, sino simplemente porque en ese caso, esa persona concreta, sea macho o hembra, tiene más voluntad que seso. Cuando tengo que elogiar a una mujer,lo hago como corresponde. Mi último libro se titula: “Elogio de la mujer fuerte”. “Tutt’altro che contro le donne!” Por tanto, la mía no es una frase machista porque sencillamente no lo es, como tampoco es feminista ninguna de las críticas que hago a las enseñanzas erróneas de teólogos (la mayoría de los que cito son varones). Hay que evitar caer en esas trampas dialécticas que solo dan combustible a los enfrentamientos de clase de tipo marxista. P. Miguel Fuentes