Misericordia, Verdad y Justicia: respondiendo a Kasper (P. Miguel Ángel Fuentes, IVE)

BALANZAEn su alocución al Consistorio de los Cardenales, el cardenal Kasper relacionó sus propuestas con la misericordia divina. Dijo cosas importantes como el hecho de que la Iglesia “no puede abandonar o disolver la fe vinculante de la Iglesia apelando a una comprensión superficial de la misericordia a bajo precio”[1]. Destacó bien una parte del problema al afirmar que “la pregunta es, pues, cómo la Iglesia puede corresponder a este binomio inseparable de fidelidad y misericordia de Dios en su acción pastoral respecto de los divorciados vueltos a casar con un rito civil”. Pero al momento de plantear soluciones, nos parece que traiciona las premisas antedichas presentando aplicaciones de la misericordia que contrarían la verdad y la justicia. La interpretación de Kasper fue criticada inmediatamente por varios autores, señalando, entre otras cosas que su propuesta distaba mucho de contener el concepto católico de la misericordia. Razón por la cual, aquél respondió con un artículo titulado Misericordia y verdad, publicado en L’Osservatore Romano[2].

También la Relatio Synodi mencionó repetidamente la cuestión de la misericordia con las personas en situaciones difíciles. Habló del “dinamismo de la misericordia y de la verdad” (n. 11), también de la interpretación pastoral de la misericordia dada por el mismo Cristo en sus actitudes con los pecadores (n. 14); y dedicó un apartado a la “misericordia hacia las familias heridas y frágiles” (nn. 23-28).

 

  1. La interpretación de Kasper

En su artículo de L’Osservatore Romano, Kasper comenzaba diciendo: “La misericordia está vinculada a la verdad; pero también viceversa: la verdad está vinculada a la misericordia. La misericordia es el principio hermenéutico para interpretar la verdad. Significa que la verdad se debe realizar en la caridad (Ef 4,15)”.

Aunque resulta difícil saber a dónde quiere llegar con estas afirmaciones, no puede dudarse que admiten una correcta interpretación, a condición de que también se admita la validez de la formulación inversa, es decir, si aceptamos que “la verdad es el principio hermenéutico para interpretar la misericordia, y por tanto, no puede haber misericordia donde no hay verdad”. Creo que el artículo del cardenal Kasper contiene varias imprecisiones y afirmaciones discutibles, pero su análisis me sacaría del tema que me he propuesto tratar. Me limito, pues, a subrayar algunas afirmaciones principales de este escrito y de la exposición al Consistorio para hacer, más adelante, su crítica. En síntesis, destaco cinco cuestiones discutibles.

  1. Sostiene, ante todo, que no puede haber principios morales universales por los que se puedan juzgar a todos los seres humanos: “Ningún ser humano es sencillamente un caso de una esencia humana universal ni puede ser juzgado sólo según una regla general”. De ahí que no se pueda dar un principio moral para “los divorciados vueltos a casar”, sino que hay que juzgar caso por caso: “En otras palabras: no existen los divorciados vueltos a casar; existen más bien situaciones muy diferenciadas de divorciados vueltos a casar, que se deben distinguir con sumo cuidado. No existe tampoco «la» situación objetiva, que se opone a la admisión a la Comunión, sino que existen muchas situaciones muy diferentes”.
  2. Parece indicar que hay situaciones en que una mujer está obligada en conciencia a buscarse un hombre o un padre para sus hijos: “Si, por ejemplo, a una mujer la deja el marido sin culpa de su parte y, por amor a los hijos, necesita un hombre o un padre, trata de vivir honestamente una vida cristiana en el segundo matrimonio contraído civilmente y en una segunda familia, educa cristianamente a los hijos y se compromete ejemplarmente en la parroquia (como sucede muy a menudo), entonces también esto forma parte de la situación objetiva que se distingue esencialmente de la que lamentablemente se constata con mucha frecuencia, o sea, uno que, más o menos indiferente desde el punto de vista religioso, contrae un segundo matrimonio civil y vive así más o menos distante de la Iglesia. No se puede, por lo tanto, partir de un concepto de la situación objetiva reducida a un único aspecto”.
  3. Sostiene también que los célibes no pueden juzgar adecuadamente esta situación, para lo cual parecen mejor capacitados los fieles, teniendo ellos –para esto– el “sensus fidei” del que parecen carecer los pastores. Así, tras recordar el pasaje de Newman en que, en su famoso ensayo On Consulting the Faithful in Matters of Doctrine, sostiene que durante la crisis arriana (siglos IV-V) no fueron los obispos, sino los fieles quienes conservaron la fe en la Iglesia, añade: “Es necesario considerar seriamente este sensus fidei de los fieles precisamente en nuestra cuestión. Aquí en el Consistorio somos todos célibes, mientras que la mayor parte de nuestros fieles viven la fe en el evangelio de la familia, en situaciones concretas y a veces difíciles. Por ello, nosotros deberíamos escuchar su testimonio y también lo que tienen que decirnos los colaboradores y colaboradoras pastorales y consejeros en la pastoral de las familias. Ellos tienen algo que decirnos”.
  4. Propone como modelo de esta misericordia, según ya hemos expuesto, la oikonomía de las Iglesias ortodoxas: “Las Iglesias orientales, con su principio de oikonomía, han desarrollado un itinerario más allá de la alternativa entre rigorismo y laxismo, del que nosotros podemos ecuménicamente aprender (…) En la oikonomía no se trata primariamente de un principio del derecho canónico, sino de una fundamental actitud espiritual y pastoral, que aplica el Evangelio según el estilo de un buen padre de familia, entendido como oikonómos, según el modelo de la economía divina de la salvación”.
  5. La variante católica para la oikonomía sería, según él, la epiqueya: “En Occidente conocemos la epiqueya, la justicia aplicada al caso particular, que según Tomás de Aquino es la justicia mayor”. “Para estos casos individuales, es verdad, la tradición católica no conoce el principio de la oikonomía, pero conoce el principio análogo de la epiqueya, del discernimiento de los espíritus, del equiprobabilismo (Alfonso María de Ligorio), o bien la concepción tomista de la fundamental virtud cardinal de la prudencia, que aplica una norma general en la situación concreta (cosa que, en el sentido de Tomás de Aquino, no tiene nada que ver con la ética de la situación)”[3].

 

  1. Misericordia, verdad y justicia

Antes de responder a estas propuestas, es necesario que aclaremos teológicamente los conceptos de misericordia y justicia y la relación de éstas con la verdad.

Misericordia es “entristecerse por la miseria ajena como si fuera propia, intentando desterrarla como si fuera propia”[4]. A Dios se le aplica este atributo, dice Santo Tomás, “en grado sumo”, pero solo en su segundo aspecto: en cuanto intenta desterrar la miseria ajena, entendiendo por miseria “cualquier defecto”. No se le aplica, cambio, en el primer sentido, de “entristecerse”, porque Dios es inmutable. Consiste, pues, en “otorgar una perfección a alguien que carece de ella”. Esto, en realidad, puede atañer tanto a la misericordia, cuanto a la justicia, a la bondad y a la liberalidad, pero por razones diversas:

  • a la justicia pertenece el conceder a las cosas las perfecciones de modo proporcional;
  • a la generosidad, el darlas no por su utilidad sino por su bondad;
  • a la misericordia, en cuanto destierra algún defecto.

Justicia significa, por su parte, “dar a cada uno lo que corresponde”, pero por extensión indica también la rectitud moral, es decir, el estado en que cada cosa ocupa su lugar correspondiente. Así se habla de “estado de justicia original”, o de un “varón justo”, como llama la Sagrada Escritura a los hombres santos (se dice de Noé: Gn 6,9; de José: Mt 1,19; de Simeón: Lc 2,25; del Mesías, llamado “Germen Justo”: Jr 23,5). En este caso “justicia” se toma como “santidad”, porque indica a la persona que ocupa el lugar que le corresponde ante Dios (creatura sometida a sus leyes y amante de Dios), y porque tiene ordenadas sus potencias (su voluntad está ordenada respecto de Dios –sumisión– y respecto de su vida afectiva –de la que es dueña–). La justicia es, pues, armonía, belleza, equilibrio, tanto en sí, como –y éste suele ser el sentido principal– en su trato hacia los demás; por eso se plasma no solo en el respeto por el bien del prójimo (justicia conmutativa), de los súbditos (justicia distributiva) y del bien común (justicia legal), sino también en el respeto hacia Dios (religión), hacia los padres y la patria (piedad), hacia la verdad (veracidad), hacia los superiores (obediencia), hacia los benefactores (gratitud), hacia el que delinque (justo castigo), en el trato (afabilidad), en el uso de los bienes materiales (generosidad), con la aplicación de la ley (epiqueya). Se entiende que Santo Tomás haga suyo el magnífico encomio de Aristóteles: “la más preclara de las virtudes, tanto que ni el lucero de la mañana ni la estrella vespertina son tan admirables como ella”[5]; y el de Cicerón: “en la justicia, el esplendor de la virtud es máximo”[6].

Da, pues, impresión de que cuando se contrapone justicia a misericordia se está tomando justicia como sinónimo de inflexibilidad, rigorismo y minimalismo, lo que sería una falsificación de la justicia, incompatible con Dios y con los “justos” bíblicos, o simplemente con los hombres buenos “ex qua boni viri nominantur” (por ella son llamados buenos los hombres), como dice Cicerón.

La tradición católica no ha tenido reparo en llamar, a la zaga de san Pablo, “justicia” al estado que vulgarmente denominamos “de gracia”; y “justificación” al paso del estado de pecado o impiedad al de justicia. Habla, en efecto, el Apóstol, de la “la justicia de la fe” (Rm 4,11), del “don de la justicia” que nos ha conseguido Cristo (Rm 5,17); habla de una “esclavitud de la justicia” que es fruto de la “liberación del pecado” (Rm 6,18); afirma que “el espíritu es vida a causa de la justicia” (Rm 8,10), etc.

La misericordia, pues, no se opone, ni puede oponerse, a la verdad ni a la justicia, incluso tomada ésta en su sentido de dar a cada uno lo que le corresponde.

No se opone a la verdad sino que la supone, pues la misericordia implica el reconocer el defecto que padece la creatura y la necesidad de ser socorrida. No hay misericordia si se llama bien al mal, pues, en tal caso, llamándolo “bien”, en vez de socorrerlo, se lo deja tal cual, es decir, mal. La misericordia, como mera redefinición de malos estados o actos, es una “misericordia nominalista”: en efecto, quien se limita –“misericordiosamente”– a llamar a un pecado “ocasional desliz”, o “debilidad humana”, o “flaqueza comprensible”, etc., no experimenta el imperativo de poner remedio a esa situación. La misericordia, pues, necesita la verdad como punto de partida. Solo ante el dolor verdadero y ante el peligro indudable, el corazón se mueve a socorrer y a poner remedio. Por eso dice también el Aquinate: “Es necesario que en todas las obras de Dios se encuentren misericordia y verdad”[7].

No se opone tampoco a la justicia. Santo Tomás dice explícitamente que “Dios, al obrar misericordiosamente, no actúa contra sino por encima de la justicia”. “Si a quien se le deben cien denarios se le dan doscientos, quien hace esto no es injusto, sino que obra libre y misericordiosamente. Lo mismo sucede cuando se perdonan las ofensas recibidas. Pues quien algo perdona, algo da. Por eso el Apóstol, al perdón lo llama don cuando dice en Ef 4,32: «Daos unos a otros como Cristo se dio a vosotros». Queda claro, así, que la misericordia no anula la justicia, sino que es como la plenitud de la justicia. Por eso se dice en St 2,13: «La misericordia hace sublime el juicio»”[8]. Ciertamente, hay una supremacía de la misericordia sobre la justicia, porque “la obra de la justicia divina presupone la obra de misericordia, y en ella se funda”[9]. Esto significa que toda obra de justicia divina hacia los hombres se funda en un acto misericordioso originante, porque Dios no es deudor de nadie. Como ejemplifica el Aquinate: “Como si dijéramos que tener manos es algo debido al hombre por tener alma racional; tener alma racional, por ser hombre; ser hombre, por bondad divina. De este modo, en cualquier obra de Dios aparece la misericordia como raíz. Y su eficacia se mantiene en todo, incluso con más fuerza, como la causa primera, que actúa con más fuerza que la causa segunda. Por eso, también lo que se debe a alguna criatura, Dios, por su misma bondad, lo da con más largueza que la exigida por lo debido. Pues para mantener un orden justo se necesita mucho menos de lo que la bondad divina otorga y que sobrepasa toda proporción exigida por la criatura”[10].

La relación de la misericordia con la justicia está en que la misericordia es raíz de la justicia, y tiene como fin una justicia altísima, que es la recta relación del hombre con Dios, razón por la cual se llama “justicia original” al estado original del hombre, estado de armonía interior del hombre y de amistad del hombre con Dios. Pero esta relación de amistad y amor del hombre con Dios no puede existir:

(a) Limitándose a tolerar el mal, a menos que sea provisoriamente y en orden buscar un bien más alto (ésta es la razón por la que Dios tolera temporalmente el pecado del hombre, para darle la oportunidad de convertirse y volver a Él).

(b) Menos aún en la aceptación del mal, que es, por el contrario, inmisericordia, porque es no reconocer que el mal hace mal, lo que llevará a aceptar el mal en el otro. Pero el pecado hace daño al pecador, porque lo degrada, lo esclaviza, lo hace vivir en una situación de reducción “ontológica” (con mucha audacia, santo Tomás dice en un pasaje de sus obras: “Es constitutivo de la creatura que el separarse de Dios sea un decaer de lo que ella es”[11]).

(c) Solo puede ser misericordia el procurar reparar el mal, quitándolo si es posible. Ahora bien, si la situación de convivencia “al modo conyugal” entre quienes no están casados es un mal, únicamente puede ser misericordioso el intentar remediarla ayudando a que cese ese mal.

San Pablo, al hablar de la actitud misericordiosa de Dios que justifica al impío sin mérito de éste, cita en favor de su tesis el texto del Salmo 32 que dice: “Bienaventurados aquellos cuyas maldades fueron perdonadas, y cubiertos sus pecados. Dichoso el hombre a quien el Señor no le toma en cuenta culpa alguna” (Rm 4,7-8). Notemos como, tanto el Salmo como el Apóstol que lo cita, toman como equivalentes las expresiones “cubrir” (ἐπικαλύπτω, epikalýpto), “tomar en cuenta” (λογίζομαι, logízomai), y “perdonar” (ἀφίημι, afíemi), que es, esta última, la que nos enseña Jesús en el Padre Nuestro para pedir el perdón de nuestros pecados (Mt 6,12), la que usa Él mismo para indicar que perdona los pecados al paralítico (Mt 9,2-6), la que emplena para pedir al Padre que perdone a sus verdugos (Lc 23,34), etc. Todas, pues, expresan siempre la eliminación del pecado, que es el obstáculo para la rectitud humana ante Dios. Como indica Fitzmyer, “las palabras del Salmo no significan necesariamente que los pecados permanezcan, de manera que la benevolencia de Dios se limite a cubrirlos. Son metáforas de la remisión de los pecados”[12]. Y en el mismo sentido Huby: “son maneras de decir que los pecados no existen más en el alma”. De hecho, la palabra hebrea vertida al griego por ἀφίημι (afíemi) significa “pecados quitados”[13].

La misericordia divina, pues, derrama la justicia en el hombre pecador, volviéndolo justo, recto, ante Dios, y esto lo hace infundiendo la gracia y, al mismo tiempo, borrando el pecado. La justicia no se opone a la misericordia ni ésta a aquélla. Se imbrican, siendo una (la misericordia) la raíz de la otra (la justicia).

En síntesis, “justicia con el pecador” no significa, entonces, exclusivamente “tratarlo como pecador” sino “deseo de hacerlo justo”, de ayudarlo a que alcance la justicia divina y que pueda recibir, en sí, la justificación de la gracia.

 

  1. Respuesta a las ideas de Kasper

Teniendo en cuenta los elementos antedichos, podemos tratar de responder a los principios indicados por Kasper que hemos destacado más arriba.

 

a) Principios universales y situaciones particulares

Ante todo, debemos estar de acuerdo en que “no existen los divorciados vueltos a casar; existen más bien situaciones muy diferenciadas de divorciados vueltos a casar, que se deben distinguir con sumo cuidado”. Es indudable que las situaciones concretas pueden ser numerosas, unas más culpables que otras, algunas con personas que han sufrido un abandono injusto sin culpa de su parte; y la escala del dolor puede recorrer todo tipo de peldaños. Pero de ahí no puede deducirse que “no existe tampoco «la» situación objetiva, que se opone a la admisión a la Comunión, sino que existen muchas situaciones muy diferentes”. Esto es como decir que porque todos los alemanes son individuos distintos, no se puede definir qué es ser “alemán”; algo objetivo hace que todos los nacidos en territorio alemán puedan ser llamado, con justicia, alemanes, y que deban atenerse a las comunes de la leyes alemanas. De modo análogo, toda persona que elige libremente, como fin o como medio, una convivencia sexualmente activa con alguien que no es su legítimo cónyuge, se encuentra en una situación objetiva de pecado. Tanto la Sagrada Escritura, como la ley natural y el Magisterio, la califican de “adulterio”. Si en algún caso concreto, no se verifican las condiciones subjetivas para el acto libre (por algún impedimento del acto voluntario), entonces simplemente estamos ante un caso de falta de libertad, y no habrá pecado grave por esta razón, pero no porque no existan situaciones objetivas. La afirmación de Kasper corre el riesgo de ser entendida en la línea de las doctrinas teleológicas, consecuencias y proporcionalistas,  que niegan la existencia de actos intrínsecamente injustos (comportamientos que, por su objeto moral, independientemente de las circunstancias y del fin que se pretenda al obrar, son siempre injustos); teorías condenadas por Juan Pablo II en la Veritatis splendor (VS, 80).

 

b) La obligación de volver a juntarse al modo conyugal

Kasper también da a entender que pueden darse situaciones en que haya “obligación” de formar una “segunda familia”. Sólo aduce el ejemplo de la mujer con hijos abandonada por su marido. Su expresión “necesita (ha bisogno di) un hombre o un padre”, parece indicar dos causas diversas por las que se une a un hombre: por necesidad afectiva (“necesita un hombre”) o por razón de los hijos (“necesita… un padre”). Debemos entender que, en la mente de Kasper, este bisogno, “necesidad”, conlleva una “justificación”, y por tanto, no habría pecado. Sabemos que en el aula consistorial expresiones semejantes del Cardenal fueron duramente criticadas.

Podemos preguntarnos si una persona puede “necesitar” un comportamiento pecaminoso. Me refiero a una necesidad de orden moral y teológico; porque necesidades físicas –si entendemos, como vulgarmente se usa– tales necesidades como “ansias intensas”, éstas las experimentan hasta los santos, los cuales se hacen santos no claudicando ante esta “ley de la carne” o “de los miembros”, de la que ya habla san Pablo (Rm 5-6). Si tomamos tal necesidad como una imposición moral a libertad –no sería lícito decidir en contrario– se estaría afirmando que es Dios quien obliga a tal persona a elegir ese comportamiento, la cual, en consecuencia, no puede ser responsabilizada de hacer lo único que puede y debe hacer. Ahora bien, esto no puede aceptarse si hablamos de la libertad entre obrar y no obrar[14]. Hablar del modo en que se expresa Kasper es dar a entender que la persona que se encuentra en la situación descrita tiene que elegir un comportamiento prohibido por la ley de Dios como obligación de conciencia, o sea, entendiendo que es Dios mismo quien se lo manda[15]. Lo cual significa que, aunque esta persona  pudiese negarse a iniciar una convivencia, prefiriendo las consecuencias de la soledad, del abandono, y del “morir antes que pecar”…, su conciencia le dice que, por el bien de su integridad afectiva o la educación de sus hijos, debe buscarse una persona con la que convivir como si fueran esposos.

Pero ¿podría encontrarse una persona en una situación en que el heroísmo –llegado el caso de que no hubiese realmente alternativas menos arduas– no pueda ser la opción que Dios le pide? Para Kasper es posible porque, según ya hemos citado, el “heroísmo no es para el cristiano promedio”. Pero esto es contrario a la doctrina de la Iglesia e incoherente con el momento histórico que estamos viviendo, en el que Dios está pidiendo a enteros pueblos cristianos que vivan cotidianamente –¡no de modo extraordinario!– el sufrimiento heroico de la deportación, de la persecución, de la separación de sus seres queridos, del riesgo de la muerte y de la esclavitud; razones por las que el Papa Francisco ha llamado a la nuestra, “Iglesia de los mártires”[16].

De todos, considero que Kasper no se refiere aquí a una necesidad debida a que el heroísmo es una exigencia excesiva para nuestra debilidad, sino a algo más inadmisible aun, es decir, por un “deber de conciencia” hacia un bien que sería más importante que la fidelidad matrimonial y que justificaría el adulterio, a saber: el propio bienestar (¿físico, psíquico?) o el de los hijos. Pero, ¿es lícito afirmar esto tan ligeramente? Si somos capaces de entender que haya personas que, psíquicamente quebradas, sean incapaces de mantenerse en una situación penosa; y que otras, por su debilidad moral, no sean capaces de llevar una vida heroica y cedan por flaqueza moral a una situación de la que solo Dios puede ser juez en última instancia, pasar de ahí a afirmar que siendo capaz de un acto sustancialmente moral, alguien se sienta moralmente obligado a iniciar una convivencia adulterina y recurrir a un matrimonio civil es salirse del cauce del Evangelio.

 

c) Los célibes: malos jueces en esta cuestión

En su artículo, el cardenal Kasper afirma, también, que los pastores célibes no son los mejores jueces de estas situaciones, y que al respecto el sensus fidei puede estar mejor encarnado en los “fieles laicos”: “Es necesario considerar seriamente este sensus fidei de los fieles precisamente en nuestra cuestión. Aquí en el Consistorio somos todos célibes, mientras que la mayor parte de nuestros fieles viven la fe en el evangelio de la familia, en situaciones concretas y a veces difíciles. Por ello, nosotros deberíamos escuchar su testimonio y también lo que tienen que decirnos los colaboradores y colaboradoras pastorales y consejeros en la pastoral de las familias. Ellos tienen algo que decirnos”.

No dudo de que los fieles laicos tengan mucho que aportar a los consagrados; ¡cuántas veces el ejemplo de la fidelidad matrimonial –quizá de sus propios padres– ha sido el acicate para que muchos religiosos y sacerdotes resistan a pie firme borrascosas pruebas! Pero de esta verdad no se sigue que los célibes no entiendan lo que es el amor, la fidelidad, la fecundidad, o el dolor de la ruptura y el abandono, la dificultad del amor traicionado y las angustias de la crianza. A decir verdad, no siempre quien tiene una experiencia más directa es el mejor juez de la misma. Es indiscutible que la persona herida conoce el dolor que ella causa mejor que el médico que la observa, pero de allí no se sigue que pueda juzgarla mejor, o sepa qué corresponde hacer para curarla. El médico, sin comprender –salvo teóricamente– el tormento de una enfermedad, conoce mejor que el enfermo su diagnóstico, su pronóstico y la terapia que conviene seguir.

Los pastores célibes no juzgan del matrimonio en razón de sus propias experiencias, sino a la luz de la Revelación divina y de los principios del Magisterio plurisecular de la Iglesia; y de allí nace la Pastoral. Las reglas áureas pastorales las ha dado Jesucristo. Por otra parte, en el mismo nivel de la experiencia personal, tampoco parecen ser las cosas tan simples como las pinta Kasper, porque también entre quienes enseñan lo contrario del cardenal, encontramos personas casadas[17]. El mismo san Agustín, a quien el cardenal atribuye –erróneamente– el giro rigorista en materia de indisolubilidad matrimonial, tenía experiencia muy directa de lo que es vivir more coniugali, y de las turbaciones que significaba tener que cortar una situación de este tipo y comenzar a vivir de modo abstinente y perseverar en ello hasta la muerte.

 

d) La oikonomía de las Iglesias ortodoxas, modelo de misericordia

Ya hemos hablado de la praxis de la oikonomía en las Iglesias ortodoxas, que el cardenal pone como modelo (“del que nosotros podemos ecuménicamente aprender”), y presenta como “itinerario más allá de la alternativa entre rigorismo y laxismo”, mostrando que es una experiencia no tan feliz como la quieren hacer parecer sus partidarios occidentales. Solamente añado que en los dos únicos casos en que Jesús se dirige a personas que se encuentran en situaciones irregulares, no vemos que haya aplicado este principio. En efecto, a la adúltera sometida a su juicio, le dice: “yo no te condeno [pero] vete y no peques más” (Jn 8,11). Puede ser que su caso no fuese una convivencia sino un adulterio ocasional, y por tanto, que el ejemplo no ilumine los de las convivencias estables. Pero la samaritana sí era una conviviente (Jn 4,7-26), y a ella Jesús le dice con toda crudeza: “has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo” (Jn 4,18). Evidentemente se trata de una separada vuelta a juntar, y, para mejor, de una mujer que parecía incapaz de vivir sin un hombre al lado, pues iba por el sexto; y sin embargo, Jesús no le propone ninguna oikonomía para legalizar su situación sino que la enfrenta con la verdad: “no es tuyo”. Y no sabemos si le hubiera impuesto también el “no volver a pecar” si ella lo hubiera dejado, puesto que se encargó de desviar rápidamente la conversación hacia otros lares menos espinosos. Tampoco san Juan Bautista era partidario de proponer soluciones oikoménicas a Herodes, cuando, a riesgo de perder de la cabeza, exigió al monarca la separación de su cuñada.

 

e) La epiqueya: la oikonomía católica

Kasper sostiene que en Occidente tenemos, en la doctrina sobre la epiqueya, una posibilidad de plasmar lo que los ortodoxos han logrado con su doctrina de la oikonomía: “En Occidente conocemos la epiqueya, la justicia aplicada al caso particular, que según Tomás de Aquino es la justicia mayor”. Y también: “Para estos casos individuales, es verdad, la tradición católica no conoce el principio de la oikonomía, pero conoce el principio análogo de la epiqueya, del discernimiento de los espíritus, del equiprobabilismo (Alfonso María de Ligorio), o bien la concepción tomista de la fundamental virtud cardinal de la prudencia, que aplica una norma general en la situación concreta (cosa que, en el sentido de Tomás de Aquino, no tiene nada que ver con la ética de la situación)”[18].

Con esta afirmación, que contiene una ecléctica y confusa mezcolanza de temas y autoridades que no pueden armonizarse como se intenta hacerlo de modo superficial[19], Kasper, deja entrever que entiende que la epiqueya puede aplicarse a la ley natural y a la ley divina, pues el matrimonio sacramental pertenece a las dos, a menos que se refiera a los casos en que el fiel está convencido subjetivamente de que su anterior matrimonio fue inválido y ha podido obtener la sentencia de nulidad; en tal caso, la estaría aplicando a la ley canónica que prohíbe contraer nuevo matrimonio mientras el primero no haya sido declarado nulo. Por la importancia que este tema tiene, analizaré detenidamente este punto, resumiendo un pormenorizado estudio de Ángel Rodríguez Luño publicado por la Congregación para la Doctrina de la Fe[20].

La epiqueya, como la define Cayetano en pos de Aristóteles y de santo Tomás, es “la dirección de la ley donde es defectuosa a causa de su universalidad”. “El hombre bien formado no sólo sabe cuáles comportamientos son ordenados o prohibidos, sino que también comprende el porqué. Ahora bien, como la ley habla de modo universal, puede suceder algo que, a pesar de las apariencias, no entre en la norma universal, y el virtuoso se da cuenta de ello, puesto que comprende que en ese caso la observancia literal de la ley daría lugar a un comportamiento perjudicial para la «ratio iustitiae» o la «communis utilitas», que son los supremos principios inspiradores de toda ley y de todo legislador. Cuando el legislador humano ha descuidado alguna circunstancia y no la ha percibido por haber hablado en general, es obligatorio dirigir la aplicación de la ley, y considerar prescrito lo que el legislador mismo diría si estuviera presente, y que habría incluido en la ley si hubiera podido conocer el caso en cuestión. Y todo esto se hace no porque no se pueda hacer algo mejor, sino porque, de lo contrario, el comportamiento sería injusto y perjudicial para el bien común. La epiqueya no es algo que pueda invocarse benévolamente, y no tiene nada que ver con el principio de tolerancia; cuando se presenta el caso, se convierte en regla que hay que seguir necesariamente”.

“Santo Tomás considera incluso que la justicia se predica per prius que la epiqueya, y per posterius que la justicia legal, ya que ésta está dirigida por aquélla; es más, añade que la epiqueya «es como una regla superior de los actos humanos»[21]. Esto no significa, obviamente, que la epiqueya esté por encima del bien y del mal, sino simplemente que cuando faltan los criterios comunes de juicio por las razones antes indicadas, el acto que hay que realizar tiene que ser percibido por un juicio directivo, que santo Tomás llama «gnome»[22], y que debe inspirarse directamente en principios más elevados («altiora principia»): la misma «ratio iustitiae» y el bien común, saltando la mediación del precepto que aquí y ahora es defectuoso. La epiqueya es «regla superior» en cuanto que, para juzgar casos excepcionales, se remite directamente a los principios morales de nivel más elevado”.

Ahora bien, ¿puede la epiqueya corregir la ley natural y la ley divino-positiva? Santo Tomás no se preguntó la posible aplicación a la ley natural, pero sí lo hicieron sus comentadores y seguidores, y todos los moralistas posteriores. “Cayetano, los teólogos carmelitas de Salamanca y san Alfonso responden que sí; Suárez, por el contrario, responde que no. Pero todos sostienen en realidad una tesis esencialmente idéntica” porque consideran la cuestión desde ángulos diversos viniendo a decir, a la postre, lo mismo. Cayetano observa que las leyes humanas pueden contener dos tipos de elementos de derecho natural. Algunos son universalmente válidos, de modo que no pueden dejar de estar presentes, y menciona entre ellos la mentira y el adulterio (son, en definitiva, las acciones intrínsecamente malas[23]); en estos comportamientos no hay lugar para la epiqueya. Otros, en cambio, son exigencias generalmente válidas, pero que pueden faltar: es el caso, por ejemplo, del precepto de restituir lo que ha sido dejado en depósito; la aplicación de este tipo de preceptos deberá ser regulada a veces por la epiqueya, en el sentido de que la epiqueya, ordenando que no se observe la ley, permitirá realizar un acto virtuoso y excelente cuando, por la infinita variedad de las circunstancias humanas, se crea una situación que evidentemente no puede entrar en la ratio legis”. Cayetano está entendiendo “por ley natural la moral natural, o sea, el ámbito de los comportamientos regulados por las virtudes morales, muy diferente del regulado por la ley divino-positiva. Más concretamente, cuando afirma que la epiqueya tiene por objeto también la ley natural, quiere referirse a las leyes positivas que expresan, mediante fórmulas lingüístico-normativas humanas, consecuencias derivadas de las virtudes, pero no sus exigencias esenciales o los actos que las contradicen (actos intrínsecamente malos). En este sentido, es evidente que la epiqueya se aplica en el ámbito de la ley natural”. En cambio, no puede decirse que hay epiqueya en la ley natural, como Cayetano precisa explícitamente, “si por ley natural entendemos las normas que prohíben los actos intrínsecamente malos, esto es, los actos que en virtud de su identidad esencial son contrarios a la recta razón”.

Suárez también “utiliza la distinción de Cayetano: la ley moral natural puede considerarse en sí misma, es decir, en cuanto juicio de la recta razón, o en cuanto contenida y determinada ulteriormente por una ley humana. La tesis de Suárez es que ningún precepto natural considerado en sí mismo puede llegar a necesitar la dirección de la epiqueya. Para fundar inductivamente su tesis, Suárez recuerda la distinción entre preceptos positivos y preceptos negativos. Los preceptos negativos son de tal índole, ut semper et pro semper obligent, vitando mala quia mala sunt [obligan en toda situación, evitando lo que es malo porque es malo]. La epiqueya no puede de ningún modo corregir estos preceptos. Por el contrario, puede acontecer que un cambio del objeto o de las circunstancias intrínsecas dé lugar a un acto moral esencialmente diverso («mutatio materiae»). Se pone el ejemplo del robo en caso de extrema necesidad y el del depósito. En estos casos, el cambio de valoración moral responde al cambio experimentado por el acto en el genus moris [el género del acto moral], y no propiamente a la epiqueya (…) Suárez piensa que puede afirmar, con certeza absoluta y universal, que un acto prohibido por un precepto natural negativo, «stante eadem materia» [mientras permanezca el mismo objeto moral del acto], nunca podrá llegar a ser moralmente lícito en virtud de la epiqueya”.

En esta misma línea debemos entender lo que afirman los teólogos carmelitas de Salamanca y san Alfonso que se basa en ellos en este punto[24]. Esto es lo que debe entenderse cuando san Alfonso afirma que la dirección de la epiqueya será necesaria a veces en el ámbito de la ley moral natural, cuando una acción concreta esté privada de su negatividad moral a causa de las circunstancias («ubi actio possit ex circunstantiis a malitia denudari»). San Alfonso piensa en la acción de no devolver un depósito, que en sí misma sería mala, pero que en ciertas circunstancias no sólo llega a ser buena, sino también virtuosa y obligatoria. Por este motivo, creo que no es correcto el uso que hace Kasper de la autoridad de san Alfonso, ni la que hace Häring[25].

Por tanto, la epiqueya solo tiene aplicación en las leyes humanas[26]. Rodríguez Luño sostiene que cuando se invoca la doctrina de la epiqueya, y la autoridad de san Alfonso, aplicada a las normas morales negativas que prohíben las acciones intrínsecamente malas, se tergiversa la doctrina alfonsiana y la tradición teológico-moral católica en general. En el fondo se sostiene que las normas morales “que determinan qué corresponde concretamente a la justicia, a la castidad, a la veracidad, etc., son normas simplemente humanas”, error refutado en la Encíclica Veritatis splendor (cf. VS 36). Además, “se agrupan bajo una misma norma acciones físicamente semejantes (genus naturae), pero moralmente heterogéneas (genus moris)”, es decir, diversas por su objeto moral, concluyendo que toda norma moral negativa tendría múltiples excepciones. De ahí que algunos digan, para ejemplificar su aserto, que la legítima defensa es una excepción al quinto mandamiento, o sea, una aplicación de la epiqueya entendida como excepción a la ley, cuando en realidad lo que hace la prudencia es juzgar que ese caso no es el mandado por la ley, puesto que tiene un objeto moral diverso. Como dice Rodríguez Luño, “la misma lógica los llevaría a sostener la tesis ridícula de que la santidad de las relaciones conyugales es una excepción a la norma «no fornicar»”.

Volviendo a nuestro tema, es absolutamente impertinente tratar de aplicar la epiqueya al caso de los divorciados vueltos a casar civilmente (que es la propuesta de Kasper, en la línea de Häring) como una vía de lograr algo análogo a la oikonomía ortodoxa. De hecho, esto puede pretenderse en dos casos bien diversos, ninguno de los cuales es viable.

El primero, es el de los divorciados cuyo primer matrimonio fue válido y ellos son conscientes de esto. La epiqueya pretendería en este caso aplicarse a una ley natural y divino-positiva. Al respecto ha escrito el cardenal Müller: “Igualmente, la doctrina de la epiqueya, según la cual, una ley vale en términos generales, pero la acción humana no siempre corresponde totalmente a ella, no puede ser aplicada aquí, puesto que en el caso de la indisolubilidad del matrimonio sacramental se trata de una norma divina que la Iglesia no tiene autoridad para cambiar. Ésta tiene, sin embargo, en la línea del Privilegium Paulinum, la potestad para esclarecer qué condiciones se deben cumplir para que surja el matrimonio indisoluble según las disposiciones de Jesús. Reconociendo esto, [la Iglesia] ha establecido impedimentos matrimoniales, reconocido causas para la nulidad del matrimonio, y ha desarrollado un detallado procedimiento”[27].

El segundo es el del fiel convencido de que su primer matrimonio fue nulo, pero que no ha logrado obtener la declaración de nulidad. Éste, según Häring y Kasper, sobre la base de la epiqueya, podría contraer una segunda unión canónica y, siempre sobre la misma base, la Iglesia debería permitirlo. Tal es la explícita posición de Häring, quien afirma que, incluso en el caso en que la nulidad “haya sido negada porque no estaban disponibles todas las pruebas (…) el pastor de almas puede presidir, con gran discreción, a la celebración de las nupcias”[28]. ¿Éste es el trasfondo de la propuesta de Kasper? En todo caso, la ley a la que se pretendería aplicar la epiqueya es la formulada en el § 2 del canon 1085, según el cual “aun cuando el matrimonio anterior sea nulo o haya sido disuelto por cualquier causa, no por eso es lícito contraer otro antes de que conste legítimamente y con certeza la nulidad o disolución del precedente”. Es cierto, como explica, Rodríguez Luño, que “en realidad, sólo la validez del primer matrimonio según la veritas rei puede determinar el impedimento del vínculo”, y que la ley formulada en el § 2 del canon 1085 no es una ley divino-positiva, ni una ley irritante, pero “la condición sine qua non para poder recurrir legítimamente a la epiqueya es que exista una situación en la que el § 2 del canon 1085 deficiat propter universale aliquo modo contrarie. En otras palabras, debe tratarse de un caso concreto, no previsto y no previsible por parte del legislador y al que, por consiguiente, no puede aplicarse el § 2 del canon 1085, y que el legislador mismo no habría aplicado si hubiera podido tenerlo presente. Según la tesis más amplia, la de Suárez, se verificaría una hipótesis de este tipo si la observancia del § 2 del canon 1085 del Código de derecho canónico en ese caso concreto: (a) resultara contraria al bien común de los fieles; (b) impusiera una carga pesada o intolerable, sin que lo exija el bien común; (c) fuera evidente que el legislador, aun pudiendo obligar también en dicho caso, no quiso hacerlo”. Veamos estas tres hipótesis:

(a) En cuanto a la primera, “no se ve ningún caso en que la observancia del § 2 del canon 1085 pueda perjudicar contrariamente el bien común de los fieles. Ese canon quiere asegurar que, en una materia de suma importancia, por derecho natural y por derecho divino se alcance la veritas rei [la verdad objetiva], de modo que se eviten uniones adúlteras. Además, ese canon garantiza el sacramento y muchas veces también el derecho de la otra parte y de los hijos frente a la arbitrariedad subjetiva, asegura la certeza del derecho en una materia de gran influencia social y, por último, con él la Iglesia cumple el deber de tutelar una realidad eclesial y pública como es el matrimonio cristiano”.

(b) En cuanto a la segunda hipótesis, “según la cual podría no aplicarse la ley a un caso concreto, si su observancia implicara un daño muy grave, frente al cual se cree comúnmente que una ley humana no obliga, o un daño personal notable no exigido por el bien común. Aquí hay que hacer algunas aclaraciones. Para que sea moralmente posible recurrir a la epiqueya, el defecto de la ley debe provenir de su universalidad, y únicamente de ésta, o sea, del hecho de que la generalidad de los términos de la ley hace que algunos casos realmente existentes no puedan encuadrarse en ella. Esto significa que no es posible alegar que en un caso concreto la unidad y la indisolubilidad del matrimonio tienen exigencias difíciles. Ni siquiera basta que la falta de sentencia de nulidad por parte de un tribunal eclesiástico no responda a las expectativas del actor o de la defensa: esto sucede siempre, puesto que de lo contrario ni el actor comenzaría la causa ni el abogado aceptaría el papel de defensor. Sólo sería posible recurrir a la epiqueya si, a causa de circunstancias excepcionales, se negara a una persona hábil el ejercicio del ius connubii [derecho a casarse], de modo no previsto y no previsible por parte del legislador y sin que lo exija el bien común de los fieles, bien común que –quizá hoy más que nunca– requiere una cuidadosa tutela de la indisolubilidad del matrimonio. Situaciones de este tipo podrían crearse en países donde, a causa de circunstancias políticas excepcionales, los católicos permanecieran aislados, sin poder comunicarse con las autoridades eclesiásticas”. Pero no parece ser esta la situación planteada por Kasper, ni, antes que él, por Häring, sino la de personas en situaciones dolorosas pero, dentro de todo, ordinarias.

(c) En cuanto a la tercera hipótesis, “considerado el § 2 del canon 1085 en su expresión literal y en su inserción en el ordenamiento canónico, no parece que la intención del legislador eclesiástico haya sido o sea la de dejar en ningún caso la certificación de la validez del primer matrimonio al juicio privado”. Por el contrario, Juan Pablo II, dirigiéndose a la Rota romana en 1995, sostuvo que “se situaría fuera e, incluso, en posición antitética con el auténtico magisterio eclesiástico y con el mismo ordenamiento canónico quien pretendiera infringir las disposiciones legislativas concernientes a la declaración de nulidad de matrimonio”[29]. Por eso, añadía, es preciso “evitar dar respuestas y soluciones casi «en el fuero interno» a situaciones quizá difíciles, pero que únicamente pueden afrontarse y resolverse en el respeto a las normas canónicas vigentes”[30]. “Debemos, pues, concluir –sigue diciendo Rodríguez Luño– que la intención del legislador es absolutamente clara a este respecto, y la claridad de las palabras usadas pone de relieve que se trata de una cuestión de máxima importancia para el bien común de los fieles.”

 

  1. Conclusión

“Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”, ha escrito el Papa Francisco en su Bula Misericordiae vultus. Y añadía, “[la misericordia del Padre] se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret”[31]. Debemos, por tanto, mirar a Jesús para ver en qué consiste propiamente la misericordia. Ya he aludido a los únicos dos episodios donde Jesús encuentra personas que viven irregularmente, una quizá solo de modo esporádico –la mujer sorprendida cometiendo adulterio–, pero otra viviendo establemente de modo pecaminoso. En los dos casos su disposición al perdón no ha colisionado ni con la verdad, dicha con toda franqueza a la segunda, ni con la justicia, impuesta claramente a la primera.

En la referida Bula, después de insistir en que, como dice repitiendo las palabras de Santo Tomás, “especialmente [en la misericordia] se manifiesta la omnipotencia divina”, en que “la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor”, “en [Dios] todo habla de misericordia”, “en las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia”, y así “como [Dios Padre] es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser misericordiosos los unos con los otros”, y por tanto, “la misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia” y “todo en su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes”, el Papa dedica un párrafo a la relación entre la misericordia y la justicia[32]. Allí afirma que la justicia y la misericordia “no son dos momentos contrastantes entre sí, sino un solo momento que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor”. Es cierto que la visión de la justicia como “la observación integral de la ley y como el comportamiento de todo buen israelita conforme a los mandamientos dados por Dios (…) ha conducido no pocas veces a caer en el legalismo, falsificando su sentido originario y oscureciendo el profundo valor que la justicia tiene”, pero la superación de la perspectiva legalista se alcanza, si no malinterpreto el sentido último de las palabras del Pontífice, no en la oposición entre justicia y misericordia, sino en ver la misericordia como un ir más allá de la mera justicia, pero supuesta la justicia. Entiendo que el Papa da por admitido que “ir más allá” indica que se presume que se ha realizado la exigencia de la justicia, pero la misericordia no se detiene en ella; es, como dice el Pontífice, “una ulterior posibilidad [ofrecida al pecador] para examinarse, convertirse y creer”. Lo deja en claro la lectura que hace del texto de Oseas: “La experiencia del profeta Oseas viene en nuestra ayuda para mostrarnos la superación de la justicia en dirección hacia la misericordia. La época de este profeta se cuenta entre las más dramáticas de la historia del pueblo hebreo. El Reino está cercano de la destrucción; el pueblo no ha permanecido fiel a la alianza, se ha alejado de Dios y ha perdido la fe de los Padres. Según una lógica humana, es justo que Dios piense en rechazar el pueblo infiel: no ha observado el pacto establecido y por tanto merece la pena correspondiente, el exilio. Las palabras del profeta lo atestiguan: «Volverá al país de Egipto, y Asur será su rey, porque se han negado a convertirse» (Os 11,5). Y sin embargo, después de esta reacción que apela a la justicia, el profeta modifica radicalmente su lenguaje y revela el verdadero rostro de Dios: «Mi corazón se convulsiona dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas. No daré curso al furor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no un hombre; el Santo en medio de ti y no es mi deseo aniquilar» (11,8-9). San Agustín, como comentando las palabras del profeta dice: «Es más fácil que Dios contenga la ira que la misericordia»”.

La relación entre misericordia y justicia en Dios implica un no detenerse en las exigencias de la justicia, sino ir más allá (“Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón”). Pero “esto no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que éste no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior donde se experimenta el amor que está a la base de una verdadera justicia”.

Y el mismo Papa deja entender el claro sentido de esta relación cuando, ofreciendo la misericordia de Dios y de la Iglesia a los criminales, les dice: “Mi invitación a la conversión se dirige con mayor insistencia a aquellas personas que se encuentran lejanas de la gracia de Dios debido a su conducta de vida (…) Por vuestro bien, os pido cambiar de vida. Os lo pido en el nombre del Hijo de Dios que si bien combate el pecado nunca rechaza a ningún pecador… Para todos, tarde o temprano, llega el juicio de Dios al cual ninguno puede escapar”. Y luego hablando explícitamente a los que han caído en el vicio de la corrupción política y económica: “¡Este es el tiempo oportuno para cambiar de vida! Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón… El Papa os tiende la mano. Está dispuesto a escucharos. Basta solamente que acojáis la llamada a la conversión y os sometáis a la justicia mientras la Iglesia os ofrece misericordia”[33]. En ambos casos, el ofrecimiento de la misericordia va de la mano con la “conversión”, el “cambio de vida”, el “someterse a la justicia”. En ningún momento se trata de una misericordia que legalice una situación pecaminosa sin exigir ningún cambio radical en el pecador.

Este es el sentido que tiene la expresión del Apóstol Santiago: “superexaltat misericordia iudicium” (St 2,13), la misericordia supera el juicio. No puede haber, pues, oposición entre justicia y misericordia, como dice Santo Tomás: “la justicia sin misericordia es crueldad; la misericordia sin justicia es la madre de la disolución”[34].

 

NOTAS

[1] Kasper, W., Il Vangelo della Familia, 42.

[2] Cf. Kasper, Misericordia y verdad, en: L’Osservatore Romano (lengua española), 28 de marzo de 2014, 6-7. También retomó lo central de este artículo en Considerazioni conclusive sul dibattito, en: Il Vangelo della Familia, 65-70. Cito según el texto de L’Osservatore Romano.

[3] Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 68.

[4] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, 21, 3.

[5] “Praeclarissima virtutum videtur esse iustitia, et neque est Hesperus neque Lucifer ita admirabilis” (Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, 58, 12; Aristóteles, Ética a Nicómaco, V).

[6] “In iustitia virtutis splendor est maximus,” (Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, 58, 12 sed contra; Cicerón, De officiis, I).

[7] Santo Tomás, Suma Teológica, I, 21, 4.

[8] Santo Tomás, Suma Teológica, I, 21, 3 ad 2.

[9] Santo Tomás, Suma Teológica, I, 21, 4.

[10] Santo Tomás, Suma Teológica, I, 21, 4.

[11] “Mutabilitas illa, quae competit omni creaturae, non est secundum aliquem motum naturalem, sed secundum dependentiam ad Deum, a quo si sibi deserentur, deficerent ab eo quod sunt (Santo Tomás de Aquino, Super De Trinitate, pars 3 q. 5 a. 2 ad 7).

[12] Fitzmyer, Carta a los Romanos, en: Comentario Bíblico San Jerónimo, t. IV, Madrid (1972), 132.

[13] Huby,  G., Epistola ai Romani, Roma (1961), 153.

[14] Una persona puede no tener alternativas para elegir si tiene uno solo pretendiente con quien casarse (libertad de especificación); pero siempre puede elegir entre casarse y no casarse (libertad de ejercicio), y si la casan a la fuerza, siempre puede no dar su consentimiento y hacer nulo y violento el acto de quien la fuerza. Ésta es la realidad a la que fueron sometidos muchos mártires cristianos.

[15] Si lo entendiéramos en el sentido de que la persona no puede hacer otra cosa porque ha perdido la capacidad psíquica de oponerse a lo que las circunstancias que vive, como ocurre a una persona psíquicamente quebrada, no sería necesario plantearlo ya que no estaríamos en presencia de actos realmente humanos e imputables. Pero entendemos que el cardenal Kasper no se refiere a situaciones patológicas o a personas psíquicamente inimputables.

[16] “Hoy la Iglesia es la Iglesia de los mártires: ellos sufren, ellos dan la vida y nosotros recibimos la bendición de Dios por su testimonio” (Papa Francisco, Homilía del 21 de abril de 2015).

[17] Valga como ejemplo el libro contestando a Kasper escrito por Rainer Beckmann (casado, divorciado y no vuelto a casar por mantenerse fiel a la enseñanza de la Iglesia), Il Vangelo della fedeltà coniugale. Risposta al Card. Kasper. Una testimonianza, Solfanelli, Chieti, 2015.

[18] Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 68.

[19] En efecto, al respecto de este párrafo dicen Pérez-Soba y Kampowski: “Se trata tal vez del máximo ejemplo de mescolanza de referencias que tienden a reforzar la idea de la distancia que existe entre la norma general y el caso concreto. Naturalmente, el modo de plantear la cuestión es muy diverso en los varios casos y en los autores a los que se alude. De hecho, en el modo en que presenta la prudencia en santo Tomás como si se tratase de una mera aplicación de normas a casos concretos, el Cardenal comete un error en cuanto no tiene en cuenta los numerosos estudios que, en estos últimos cuarenta años, se han llevado a cabo, muchos de ellos en lengua alemana. Esto hace dudar sobre su auténtico fundamento sobre el Aquinate, más allá de las buenas palabras” (Pérez-Soba – Kampowski, Il Vangelo della familia, 170-171). Y antes, hablando de los enfoques de santo Tomás y san Alfonso, habían dicho: “Son dos modos completamente diversos de comprender la acción: el primero parte de la virtud de la prudencia, el segundo de la aplicación de una norma. Se trata por tanto de una diferencia fundamental que podemos destacar entre santo Tomás de Aquino y san Alfonso María de Ligorio respecto del conocimiento moral. Por tanto, antes de indicar a ambos como fuentes del mismo argumento, Kasper habría debido aclarar en qué modo entiende a cada uno de ellos, porque es difícil pensar un mayor irenismo [conciliación forzada] en una cuestión moral tan delicada” (169-170).

[20] En lo que sigue resumo el trabajo de Ángel Rodríguez Luño, La epiqueya en la atención pastoral a los fieles divorciados vueltos a casar, en: Congregación para la Doctrina de la Fe, Sobre la atención pastoral de los divorciados vueltos a casar. Documentos, comentarios y estudios, 81-96. Todo lo que en este apartado está entre comillas está tomado literalmente del referido texto. Además de este trabajo, es muy claro y complementario el de Piero Giorgio Marcuzzi, sdb, Aplicación de “Aequitas et epikeia” a los contenidos de la carta de la Congregación para la doctrina de la fe, del 14 de setiembre de 1994, en el mismo volumen, págs. 97-109; este último autor, además de sostener, basándose en varios autores, que no se puede aplicar la epiqueya al caso planteado, también aborda la temática de la “aequitas canonica”, llegando a la misma conclusión de que no se aplica al tipo de leyes al que pertenece la indisolubilidad del matrimonio y sus consecuencias derivadas (como las condiciones para recibir los sacramentos de la penitencia y la eucaristía).

[21] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, 120, a. 2.

[22] La “gnome”, mencionada aquí por Rodríguez Luño, es una parte o virtud potencial de la prudencia. Perfecciona el juicio prudencial en las acciones que salen fuera de las reglas o leyes comunes, es decir, en los casos más particulares. Es el juicio sensato en las acciones excepcionales, que deben juzgarse por principios superiores, no fáciles de aferrar por el común de la gente. Toca, pues, a un hábito especial el perfeccionar este juicio. Por este motivo, es la gnome la que dirige la epiqueya, o sea, la interpretación del espíritu de la ley y de la voluntad del legislador en los casos excepcionales, en los que la materialidad de la ley resultaría dañina al súbdito.

[23] Interrumpo la cita de Rodríguez Luño para recordar que mencioné, en el punto (a) de las ideas de Kasper, que algunas de sus afirmaciones me llevan a pensar que no comparte plenamente la doctrina de Juan Pablo II en la Veritatis splendor sobre los actos intrínsecamente malos, o actos malos “por su objeto”, lo que no debe extrañarnos si toma como guía a Häring y a otros moralistas alemanes de la segunda mitad del siglo XX.

[24] Cf. San Alfonso, Theologia moralis, lib.I, tract. II n. 20; Compendio Moral Salmaticense, Pamplona (1805), tr. III, cap. 5. Éste es un compendio en dos tomos, elaborado por Antonio de San José, que resume los seis volúmenes del Cursus Theologicus Moralis Salmanticensis, de los carmelitas descalzos del Colegio de San Elías de Salamanca.

[25] Häring, B., Pastorale dei divorziati, 74 ss; La Ley de Cristo, Barcelona, Herder (1968), I, 298-299, nota 8.

[26] Royo Marín: “la epiqueya sólo tiene aplicación a las leyes humanas, y hay que ser muy parsimonioso en su empleo, para no convertirla en un verdadero abuso” (Royo Marín, A., Teología moral para seglares, Madrid 1986, I, n. 116, b). Y el mismo autor en otro lugar: “Con lo dicho, ya se comprende que no cabe en la ley natural la epiqueya, que es, como ya vimos, la benigna interpretación de la mente del legislador en los casos no previstos por la ley. La ley natural, como dada por el supremo y sapientísimo legislador, no falla nunca ni deja ningún cabo por atar. Nunca puede ser nocivo lo que manda, ni bueno lo que prohíbe. De donde la epiqueya es en ella del todo imposible y absurda” (I, n. 129).

[27] Müller, Testimonio a favor de la fuerza de la gracia, en: AA.VV., Permanecer en la verdad de Cristo, 178-179.

[28] Häring, B., Pastorale dei divorziati, 78.

[29] Juan Pablo II, Discurso a la Rota romana, L’Osservatore Romano (edición en español), 17 de febrero de 1995.

[30] Estas palabras de Juan Pablo II, pronunciadas a inicios de 1995 parecen aludir expresamente a lo afirmado poco más de cuatro años antes –y muy difundido en aquellos momentos– por Häring. Éste, en su libro ya citado, Pastoral de los divorciados, dedicaba un apartado precisamente a lo que aquí el Papa critica, con el título “Soluciones en el «fuero interno»” (pp. 80-83).

[31] Francisco, Misericordiae vultus, 1.

[32] Francisco, Misericordiae vultus, 20-21.

[33] Francisco, Misericordiae vultus, 19.

[34] Santo Tomás, Lectura super Mattheum, n. 429.

Un comentario

  1. Es muy importante este diálogo para este año y los siguientes para el porvenir de la Iglesia y la sociedad mundial bajo la flagelación del ataque al matrimonio y a los valores cristianos. Hay un libro que salió recientemente del cardenal Kasper, el cual tiene reacciones diferentes. Me parece excelente la discusión de estos temas para resolver tantos malentendidos en la Iglesia, y tanta ignorancia sobre la doctrina proveniente del desorden cultural de hoy. La Misericordia empieza desde lo básico, dando catequesis que incorpore estos temas frecuentemente y consistentemente. Gracias

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