Continúo desarrollando el tema de la castidad, la virtud que ha perdido su carta de ciudadanía en los programas y sistemas de educación (afectiva, psíquica y sexual), que es como decir que en los programas de la facultad de medicina no se hable más de la salud, o que a los futuros marineros no les enseñen a nadar. En fin, no nos quejemos que probablemente nos arreglemos para estar todavía peor. Pero, al fin de cuentas, ¿qué es la castidad? Ante todo, no es una mala palabra. Incluso si al pronunciarla todos se dan vuelta para mirarnos con el ceño fruncido como si hubieramos preguntado por la salud del muerto en medio del velorio.
La castidad es una cuestión de correcta antropología
Tenemos alma y cuerpo, e inclinaciones naturales. Entender estas últimas es clave para nuestro tema. Somos un pequeño universo, o un resumen del cosmos, como decían los antiguos (microcosmos). Esto significa que tenemos algo en común con todas las cosas (somos sustancias, como todas ellas), algo en común con los animales y algo específico de los racionales. Y tenemos inclinaciones que se derivan de cada una de estas dimensiones.
Como sustancias tendemos a conservarnos en el ser (todos los seres se resisten a dejar de existir); de aquí surge el instinto de conservación individual: no queremos morir ni que nos maten. Este instinto se manifiesta en nuestra inclinación a comer, beber, defendernos de los ataques externos, de las inclemencias del tiempo: cuando nos caemos instintivamente protegemos nuestra cabeza con las manos; cuando nos amenazan cubrimos nuestro cuerpo, cuando el bebé siente hambre llora, cuando nos infectamos el cuerpo avisa subiendo la temperatura y temblando. Tenemos factores de conservación individual como es nuestro sistema linfático que nos defiende de los enemigos que se introducen en nuestro cuerpo, el hambre y la sed que mandan señales al cerebro de la falta de comida o de bebida (o sea, de fuentes de energía e hidratación) que pone en riesgo nuestra conservación, etc.
Como animales tendemos a conservar nuestra especie; de aquí surge el instinto a unirnos sexualmente con quien puede colaborar en la procreación de nuevas vidas. Esto da origen a la institución del matrimonio y al amor de los padres a sus hijos y de estos a sus padres.
Como seres racionales tendemos a conocer la verdad (especialmente la verdad sobre nosotros mismos y sobre Dios, es decir, sobre nuestro origen y destino), a buscar y descansar en el bien espiritual y a vivir en sociedad. Esta inclinación funda el instinto religioso y de superación espiritual.
Cada uno de los “fines” que están al término de estas inclinaciones (conservación, placer, verdad, bien, religión, etc.) son los bienes que perfeccionan nuestra naturaleza. Sin ellos quedaríamos truncados en nuestro deseo natural de perfección.
Pero no somos como las montañas de piedra formadas por la acumulación de capas heterogéneas con el transcurrir de siglos y milenios. Todas estas dimensiones no están en nosotros como estratos superpuestos y aislados, como vemos en los cortes de la tierra en los cañones y quebradas. Somos un todo unificado. Somos personas; tenemos un “yo” que nos unifica. No tengo un aspecto sustancial; soy una sustancia. No tengo una dimensión animal; soy un animal (y algunos pueden decirlo con cierto temor de no poder añadir nada mejor). Y no sólo poseo una razón y una voluntad, sino que soy un ser racional y volitivo. Esto quiere decir mucho. Porque si antes mencionábamos que cada una de nuestras dimensiones tiende al bien propio que la perfecciona, debemos también añadir que hay un bien que es de toda la persona; es el “bien integral” de la persona. Esto que llamamos bien integral de la persona es algo análogo al “bien común” de la sociedad, del que participan todos los miembros de la sociedad pero que supera el bien individual de cada uno de esos miembros. Al modo del bien común, hay un bien integral propio de la persona humana, superior al de cada una de las partes de esa persona. Este bien y esta perfección integral exigen que cada uno de los bienes propios de las dimensiones particulares de nuestra naturaleza, se procuren sólo “en la medida” en que lo exige el bien integral; y al hablar de medida, hablamos de restricciones. No todos los bienes que se presentan ante cada una de las inclinaciones son bienes que perfeccionan nuestro bien integral; pueden entrar accidentalmente en colisión con otros bienes. El deseo sexual que despierta en un hombre una mujer puede colisionar con su inclinación a vivir en sociedad si esa mujer no es esposa suya sino de otro. El bien de la comida que excita nuestras ganas de comer, puede ser contraproducente para nuestra inclinación a mantener la salud, si alguno de los alimentos que tenemos delante nos hiciese mal.
¿A quién corresponde velar por esta “integridad” del bien? A la razón, perfeccionada por la prudencia. No son las inclinaciones por sí mismas las que pueden discernir cuáles bienes son bienes “en sí”, pero no “para mí”, es decir, son bienes pero “no son convenientes” para uno. Un alimento humeante y perfumado estimula mi apetito; pero sólo mi razón puede darse cuenta si es bueno o contraproducente para mi salud (o en qué medida me hará bien). Una persona del otro sexo puede resultarnos atractiva, pero no es nuestra afectividad la que puede discernir si esos afectos son ordenados o no, porque no es el afecto sino la razón la que capta los atributos de “casada”, “soltera”, “comprometida”, etc., que pueden hacer que ciertos sentimientos atenten contra los compromisos contraídos.
De lo dicho puede comprenderse cómo, de modo espontáneo, nuestra razón capta ciertas leyes (grabadas en la naturaleza de las cosas y particularmente en nuestra misma naturaleza) que protegen el bien integral de la persona humana y de la sociedad de las personas. Esas leyes forman el conjunto de lo que denominamos “ley natural” precisamente porque la razón las descubre en el fondo de las inclinaciones y de la estructura de la naturaleza humana.
Además, Dios nos ha hecho la gracia de revelar esas mismas leyes, debido a la debilidad que aqueja a nuestra razón para descubrirla por sí misma (debilidad derivada de la oscuridad que ha dejado en ella el pecado original). Esa es la sustancia de los mandamientos de Dios, que en forma de decálogo (diez preceptos fundamentales) custodian esos bienes fundamentales de nuestra persona y su perfecta asociación en el bien integral de la persona humana.
De ahí que no podrá alcanzar el bien integral de su persona quien no respete los diez mandamientos (los diez; no siete, ni cinco, ni nueve). Quien deja de respetar el legítimo derecho del prójimo a su propiedad (robándole) destruye las relaciones sociales; lo mismo hace el que miente. El que atenta contra su vida o contra la del prójimo, quita el bien fundamental en el que se sostienen todos los demás (la vida). Quien busca el placer sexual desmochando la capacidad procreativa de nuestra actividad sexual, atenta contra el bien de la especie, etc.
Pero nuestra realidad no se agota en esta dimensión natural. Somos, además, imagen de Dios y templos del Espíritu Santo. Tanto en el alma como en el cuerpo. Al comienzo de la Biblia nos dice el relato del Génesis que Dios hizo al hombre y a la mujer “a su imagen y semejanza” (Gen 1,26). Esta prerrogativa consiste fundamentalmente en la espiritualidad de nuestra alma; es decir, en la capacidad racional de conocer y de amar; y, en el fondo, en nuestra capacidad de Dios: de conocer a Dios, amarlo y unirnos a Él por la gracia (“capax Dei”, “capax gratiae”).
San Pablo escribe por el mismo motivo que somos “templos del Espíritu Santo”: “¿No sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados! Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo” (1Co 6,19-20).
Por tanto, la castidad…
Si se entiende correctamente lo que venimos diciendo, se comprenderá de modo adecuado la naturaleza y función de la castidad. La castidad es un hábito que asegura la perfección (o sea, el recto uso) de nuestro apetito genésico (la capacidad de engendrar y sus actos propios).
Es un hábito. Es decir, una cualidad estable, permanente; una buena inclinación o energía para obrar de un modo determinado; en este caso, para obrar en el plano de la sexualidad, según el recto criterio de la razón (perfeccionada por la prudencia y por la fe).
En una oportunidad escuché a una persona de pocas luces intelectuales, hablando de los religiosos, decir que estos hacían “voto de pobreza, castigo y obediencia”. No estaba tan lejos de la idea original de la castidad, pues castitas (castidad) y castigare (castigar) tienen raíces emparentadas; y la castidad tiene como función secundaria el “refrenar”, “sujetar”, o “castigar” el apetito sexual; o sea, reprimirlo para que no se salga de sus cauces. Pero ésta no es su única función; más importante es la de encauzar la energía de este apetito hacia un amor auténtico.
El fuego es una energía con la que se pueden lograr efectos buenos y malos, según se maneje. En manos de un herrero el fuego transforma el hierro duro en materia incandescente y maleable, y con él forja obras de arte. Pero el fuego sin control es destructivo y mortal. También el eros o tendencia sexual de la persona puede ser constructivo cuando la razón lo domina y encauza y la caridad lo sublima en donación; pero puede destruir cuando consume a uno mismo o al “otro” como objeto de pasión.
El amor humano tiene dos caras que se distinguen pero no pueden separarse totalmente: el amor de concupiscencia y el amor de benevolencia. El primero es el “querer para sí”; el segundo el que “se dona al otro”. No hay que confundir estos dos aspectos del amor con las especies del amor: el amor sexual (eros, en griego) y el amor de amistad (philía, en griego), ni este último con el amor de caridad sobrenatural (en griego agapé).
El amor de concupiscencia y el amor de benevolencia están presentes en las especies de amor mencionadas. Son aspectos que no pueden separarse totalmente porque en nuestros movimientos están presentes tanto la donación como la posesión, aunque en alguno parezca mostrarse más uno que otro. Para hablar con exactitud hay que decir que no podemos tener un amor de entrega o benevolencia que no implique cierto interés por uno mismo; aunque sí podríamos tener un amor de deseo, amor de posesión, sin elementos de generosidad (porque lo primero es lo natural; lo segundo una corrupción). En el amor de amistad por el que las personas amigas ponen en común los bienes que poseen, también hay cierto amor de sí mismos, porque al amigo se lo ama porque eso nos perfecciona, y esto manifiesta que el deseo de perfección de la propia naturaleza no puede lograrse sino — ¡paradójicamente!— en la entrega total a los demás. Por eso, aun cuando uno da la vida por los demás (amigos, cónyuge, hijos, desconocidos, o incluso enemigos) busca (tal vez inconscientemente) y alcanza su plena madurez, su perfección. Tenía mucha razón aquel esposo que exclamó, viendo el sacrificio —que terminó en la muerte— de su esposa por su pequeño hijo (ella había rehusado el tratamiento de un tumor para no dañar al hijo que llevaba en su seno): “¡Me has enseñado a ser hombre!”. Sí, y también ella alcanzó en ese acto su perfección de mujer y de madre.
Pero podría darse todo lo contrario: un amor que sólo se busca a sí mismo, sin importarle nada los demás. Como dijo Agustín del amor mundano: “amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios”. Tal es el amor egoísta o egocéntrico: que gira sobre uno mismo. Todos los amores destructores son así.
Tanto el movimiento de verdadero amor natural como el sobrenatural, incluyen ambos aspectos, pero integrados y subordinados: es decir, el amor de concupiscencia sometido al de benevolencia. Jesucristo lo expresó al decir: el que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará (Mt 10,39). ¿Dar la vida es encontrarla? ¿Buscarla equivale a perderla? Sólo a la luz de los párrafos anteriores se entiende esta paradoja de pérdidas que son encuentros, y hallazgos que son pérdidas.
Pero no puede dudarse que estamos ante una fuerza que, como el fuego o como la energía atómica, puede construir o destruir; asolar o madurar. Esas dos caras (deseo y entrega) no son separables en el amor verdadero; pero pueden sublimarse en una entrega total que sólo manifestará el término del deseo (del amor de sí) en una dimensión más alta y sublime (el que da su vida por los demás se perfecciona pero en un plano muy superior; como el que dona su sangre o un riñón, sólo obtiene un beneficio para sí en el orden espiritual, en la perfección social y en el plano de la caridad, no en el físico en el que pierde “algo”), o pueden desintegrarse ambas arrastrándose hacia abajo en la búsqueda de sí mismo, en el egoísmo más exacerbado (como se ve en el lujurioso, el violador o el pornógrafo).
En todo caso, lo dicho evidencia que es necesario un hábito, una cualidad eficaz capaz de contener y encauzar esta energía hacia el bien. El instinto sexual verdaderamente canalizado puede plenificar a la persona de la que emana, a la persona que lo recibe, y a la vida en la que puede fructificar: el hijo.
Dominio de sí
La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2339). La libertad humana exige como pedagogía el dominio de sí por parte del ser humano; y la castidad es uno de los ámbitos donde se aplica dicho dominio (tal vez uno de los más importantes). La falta o ausencia de la castidad comporta la falta de dominio del hombre sobre las fuerzas más poderosas que experimenta en su interior; falta de dominio o falta de control equivale a esclavitud, y esclavitud es sinónimo de postración, derrota y desgracia.
“La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados” (Gaudium et spes, n. 17).
La castidad, de algún modo, nos hacer recuperar (en la medida en que esto es posible) la armonía original, es decir, del dominio de las potencias afectivas inferiores por parte de la inteligencia y de la voluntad. San Agustín enseña: “La castidad nos recompone; nos devuelve a la unidad que habíamos perdido dispersándonos” (San Agustín, Confesiones, 10, 29, 40). En nuestro estado actual, esta unidad no se logra, como en el Paraíso, por un don preternatural venido de Dios, sino por la virtud de la castidad humana adquirida elevada al orden sobrenatural por la gracia o bien acompañada por una virtud infusa complementaria.
Sexualidad integrada en la persona
El Catecismo enseña que “la castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2337). Esto quiere decir que sin la castidad la sexualidad forma parte de la vida de una persona (incluso puede ocupar gran parte de la vida de esa persona), pero no está “integrada” en su persona. Al no estar integrada, se convierte en un elemento “desintegrador”. La sexualidad debe ser “humana”; lo propio de la sexualidad humana es la capacidad de ser un puente de “relación” con las demás personas y de “donación total” en la relación particular del hombre y la mujer. Esto diferencia la sexualidad “humana” de la sexualidad “animal”. La sexualidad animal es instintiva, es posesiva, no libre, responde a estímulos puramente biológicos (hormonales, es decir: a los períodos de celo) y es por naturaleza ajena a la fidelidad (aunque se conozcan casos de cierta fidelidad y estabilidad en algunas especies animales, esto no responde a un amor propiamente dicho sino a una necesidad de la misma especie y en particular a la necesidad de la prole). El ser humano no puede ejercitar su sexualidad de modo al mismo tiempo libre, fiel, total, regulado, etc., a menos que sea dueño de sus instintos.
¿Por qué produce esta integración?: “La persona casta mantiene la integridad de las fuerzas de vida y de amor depositadas en ella. Esta integridad asegura la unidad de la persona; se opone a todo comportamiento que la pueda lesionar. No tolera ni la doble vida ni el doble lenguaje” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2338). La falta de castidad implica desintegración porque la lujuria es una descomposición de las fuerzas de la persona. La castidad permite al hombre encauzar todas sus fuerzas hacia un mismo punto: la persona amada. La lujuria derrama las fuerzas de la persona en múltiples objetos (para el lujurioso no hay personas amadas sino personas convertidas en objetos).
Castidad es capacidad
La castidad y la pureza son, por eso, una “capacidad”; es decir, algo positivo, no algo negativo (está mal, o al menos es incompleto, el definirlas como mera “ausencia de mancha moral”). Es una energía interior que da al que la posee el poder de realizar algo; esta capacidad es poder de ordenar la facultad del apetito concupiscible, con toda su fuerza y brío, y encauzar toda su potencia ya sea hacia un objeto concupiscible que “debe” ser amado con toda la fuerza de la persona, incluida la fuerza sexual (como en el caso de los esposos), o bien concede la capacidad de transformar esas fuerzas (“sublimar”) integrándolas en la energía espiritual de la persona (sea en la búsqueda de la verdad, en el amor de misericordia hacia el prójimo, en el amor a Dios, etc.).
Es interesante a este respecto lo que escribía Juan Pablo II: “la pureza es una ‘capacidad’, o sea, en el lenguaje tradicional de la antropología y de la ética: una actitud. Y en este sentido, es virtud. Si esta capacidad, es decir, virtud, lleva a abstenerse ‘de la impureza’, esto sucede porque el hombre que la posee sabe mantener el propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso. Se trata aquí de una capacidad práctica, que hace al hombre apto para actuar de un modo determinado y, al mismo tiempo, para no actuar del modo contrario. La pureza, para ser esta capacidad o actitud, obviamente debe estar arraigada en la voluntad, en el fundamento mismo del querer y del actuar consciente del hombre. Tomás de Aquino, en su doctrina sobre las virtudes, ve de modo aún más directo el objeto de la pureza en la facultad del deseo sensible, al que él llama apetito concupiscible. Precisamente esta facultad debe ser particularmente ‘dominada’, ordenada y hecha capaz de actuar de modo conforme a la virtud, a fin de que la ‘pureza’ pueda atribuírsele al hombre. Según esta concepción, la pureza consiste, ante todo, en contener los impulsos del deseo sensible, que tiene como objeto lo que en el hombre es corporal y sexual. La pureza es una variante de la virtud de la templanza” (San Juan Pablo II, La pureza del corazón según San Pablo, Catequesis del 28 de enero de 1981).
Un texto importante para entender este aspecto es lo que dice San Pablo en 1Tes 4,3-5: Porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os alejéis de la fornicación, que cada uno de vosotros sepa poseer su cuerpo con santidad y honor, y no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios. En este texto se puede observar la dimensión de “contención” que ejerce la pureza sobre las pasiones (es propio de la naturaleza de la pureza o castidad la capacidad de contener los impulsos del deseo sensible, razón por la cual esta virtud es una parte de la virtud de la templanza); pero aquí se subraya también otra función y dimensión –positiva– indicada como capacidad de mantener la santidad y honor del cuerpo. En realidad ambas funciones (“abstención de la pasión libidinosa” y “mantenimiento del orden corporal”) son recíprocamente dependientes porque no se puede “mantener el cuerpo con santidad y respeto”, si falta esa abstención “de la impureza”, mientras que dicho mantenimiento de la santidad y respeto corporal da sentido y valor a la lucha para abstenerse de los desórdenes pasionales.
Parte de la templanza
Pero la castidad es, sin embargo, una parte de la virtud de la templanza. Templanza o temperancia, es la virtud cardinal que regula todos los apetitos del bien deseable. Con lo de “parte”, quiero decir que no puede sostenerse por sí sola. No se mantiene en el aire una mesa a la que le han quebrado la mitad de las patas.
Ante todo, la castidad entendida restrictivamente como virtud que modera el apetito sexual (inclinación a los actos generadores de vida) necesita complementarse con otro hábito que no es una virtud perfecta sino un complemento de la castidad: la pudicicia. Éste es el hábito que regula el “entorno” o “marco” de la sexualidad: las miradas, los tactos, los gestos, los modos. Sin el entorno correcto, la castidad no es posible. Comparamos la castidad con el fuego; el objeto de la pudicia o pudicicia, es el combustible del fuego. De hecho, la batalla por la sexualidad se gana o se pierde en el terreno del pudor. “El que mira a una mujer deseándola, ya pecó con ella en su corazón”, dice Nuestro Señor (Mt 5,28).
Tampoco basta con las virtudes que directamente se relacionan con la materia sexual en las miradas, tactos, pensamientos, etc. También son necesarias otras cualidades que preparan el terreno a la castidad (y evitan que lo socaven sus vicios contrarios). Así, por ejemplo, la generosidad, la capacidad de mortificación, el dominio de sí mismo, la humildad, la capacidad para perdonar, etc. Todas estas cualidades tienen mucho que ver entre sí. No se puede, por ejemplo, ser realmente casto si uno no es manso. Parece que esto tuviera poco que ver con la castidad, y estoy seguro de que muchos no comprenderán fácilmente esta afirmación. Pero ¡qué experiencia tan contraria y triste tienen los (y especialmente las) que sufren violencia dentro de sus matrimonios! Muchas veces he aconsejado a novios y novias que observen el comportamiento sexual o sensual de sus enamorados. Si estos dicen (como varias veces me han comentado) que “no pueden contenerse” o que “necesitan” expresar sus deseos sexuales (o sea, tener relaciones), es una clara señal de que un día tal vez tampoco puedan contener su mano castigadora o sus deseos de vengarse, o simplemente de tirarse “una cana al aire” con una mujer atractiva, del mismo modo que ahora sienten deseo de desfogar su pasión sexual. Y también vale lo contrario: el que no domina el egoísmo de su corazón, su terquedad, sus exigencias injustas, la dureza de sentimientos, etc., ¿cómo podrá contener sus deseos sexuales cuando estos lo empujen a buscar el placer sin respetar los “tiempos” del otro, o exigiéndole actitudes humillantes?, o, por el contrario, ¿qué disposiciones se tendrán para acceder a los pedidos del cónyuge cuando le pida el débito que no se tiene deseos o ganas de dar, o cuando se sientan tentaciones de negarlo por estar enfadado o por guardarle rencor? La vida sexual impone también sus sacrificios y renuncias, tanto para darse sin tener ganas, como para abstenerse cuando se sienten ganas pero no es conveniente al cónyuge. ¿Cómo puede lograrse esto cuando no hay dominio de las pasiones en general?
El que no domina la lengua, la ira, el rencor, la envidia, el egoísmo; ¿cómo dominará su sensualidad? El que no domina su sensualidad, ¿cómo dominará su violencia, su afán de dominio y su soberbia que humilla a los demás?
Los actos son de la persona y revelan a la persona. Una persona mantiene una unidad psicológica a través de las diversas manifestaciones de su vida interior y exterior. Por eso podemos descubrir la conducta que una persona tiene en los campos en que no lo hemos visto actuar, observando cómo se conduce en las dimensiones de su vida que sí conocemos. ¿Cómo será en la vida íntima tal o cual persona? Tal como es en sus otras manifestaciones. Pero cuidado; no basta observar la conducta consciente y refleja de la persona, porque muchos tienden a forjar una imagen para los demás que no responde a la realidad. Algunos esposos violentos son personas amables con el prójimo. Muchas personas que exigen actos degradantes a sus cónyuges, han sido corteses en su noviazgo o son unos caballeros con las esposas de sus amigos. Pero este rostro oculto de todo hombre y de toda mujer, se trasluce cuando observamos, no sólo sus modales y sus actos externos, sino su manera de pensar, de juzgar, su docilidad ante la realidad o su terquedad de juicios, y sobre todo, su relación con Dios. Decía Chesterton que una matrona que recibe un inquilino en su casa, más que saber cuánto gana y en qué trabaja, necesita saber cuál es su filosofía. Ojalá se fijasen en esto los que se preparan para el matrimonio; las cosas serían distintas. Los novios miran muchas veces el aspecto exterior, menos frecuentemente los modos de comportamiento; casi nunca los hábitos mentales de sus enamorados. ¡El amor es ciego! No; sería más sincero decir que el amor muchas veces quiere ser tuerto. En mi experiencia personal, he topado con muchas personas que siendo novios ya conocían ciertos defectos de sus futuros cónyuges, pero prefirieron entornar los ojos antes que morir solteros o solteras o se les escapase el último vagón del tren matrimonial; y el dicho, en muchos casos, se trastocó por “el amor hace ciegos”, porque terminaron “arrancándose los ojos” a picotazos.
Muchos matrimonios que terminan en el fracaso no llegarían a este extremo si estudiaran mejor durante el noviazgo los hábitos de sus posibles futuros cónyuges. Los hábitos tienden a arraigarse más, no a desarraigarse. Una persona con corazón duro, es más fácil que se vuelva violento antes que manso. Una mujer egoísta y frívola, es más probable que se vuelva mundana, derrochadora y alocada antes que asentada matrona de casa.
En el tiempo del noviazgo (y en los primeros años de matrimonio) es necesario, por lo dicho, cultivar las virtudes, y en especial la castidad. Si las “virtudes” les parecen a los jóvenes de hoy, cosa de monjas, entonces que no se asombren de bajar, como Dante, al infierno en esta vida.
Claro testimonio de esta tendencia a agudizarse que tienen los hábitos es la realidad, cada vez más extendida, de aquellos que esperan solucionar algunos dramas sexuales con el matrimonio y terminan descubriendo que durante su matrimonio se han agudizado. Me ha tocado ayudar a personas a quienes, durante su vida matrimonial, la masturbación, la pornografía, la homosexualidad, la infidelidad y el egoísmo, se les han vuelto más ingobernables que en su soltería.
Mi experiencia como sacerdote que ha atendido cientos e incluso miles de consultas de novios, esposos, separados, divorciados, viudos y solteros, es que, sin castidad, no es posible una vida feliz en este mundo.
La castidad sola no hace feliz al hombre: sólo Dios puede satisfacer totalmente el corazón del hombre; las virtudes son sólo medios para llegar a Él.
Pero la lujuria ciertamente hace infelices a sus amadores.
Que buena enseñanza.
Nunca es tarde para aprender, pero cuanto me hubiera haber sabido esto antes.
Me gusta mucho para la crianza de nuestros hijos.
Fundamental para criar nuestros hijos.