Con mucha frecuencia quienes pretenden cambios innovadores afirman que la cuestión dogmática sobre la indisolubilidad del matrimonio parece no se pone en tela de juicio. Kasper, en su relación al Consistorio, decía: “La indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la imposibilidad de un nuevo matrimonio durante la vida del otro partner forma parte de la tradición de fe vinculante de la Iglesia que no puede ser abandonada o disuelta apelando a una comprensión superficial de la misericordia a bajo precio”[1].
Sin embargo, no es tan sencillo como parece pensar el cardenal Kasper. No es suficiente con profesar que queda intacta la doctrina sobre el matrimonio y luego permitirse plantear soluciones hipotéticas de cualquier tipo. Algunas pueden, de hecho, implicar una contradicción con la doctrina del matrimonio. Y precisamente cualquier contradicción verdadera entre una propuesta “práctica” y la doctrina sacramental católica, debería servir de criterio indicador de que se ha emprendido un camino errado.
Ahora bien, la verdadera portada de la propuesta –mal llamada– “pastoral” de Kasper[2] entraña un problema doctrinal, como ha hecho notar el card. Caffarra: “Si la Iglesia admite a la eucaristía [a los divorciados vueltos a casar], debe dar entonces un juicio de legitimidad a la segunda unión”[3]. Y añadía, mostrando las incongruencias del discurso de Kasper: “El segundo [matrimonio], se dice, no puede ser un verdadero matrimonio, visto que la bigamia va contra la palabra del Señor. ¿Y el primero? ¿Está disuelto? Pero los papas siempre han enseñado que el poder del Papa no llega a esto: sobre el matrimonio rato y consumado el Papa no tiene ningún poder. La solución propuesta lleva a pensar que permanece el primer matrimonio, pero que también hay una segunda forma de convivencia que la Iglesia legitima. Por tanto, hay un ejercicio de la sexualidad humana extraconyugal que la Iglesia considera legítima. Pero con esto se niega la columna que sostiene la doctrina de la Iglesia sobre la sexualidad. A este punto uno podría preguntarse: ¿y por qué no se aprueban las libres convivencias? ¿Y por qué no las relaciones homosexuales? La pregunta de fondo es, por tanto, simple: ¿qué ocurre con el primer matrimonio? Pero [a esto] nadie responde”.
Por tanto, no se trata de decir que “la indisolubilidad no se pone en duda”, porque la única posibilidad de una relación legítima entre personas divorciadas o solo separadas, es que su actual relación sea legítima, y esto requiere absolutamente dos cosas: la disolución del anterior vínculo y la legitimación del nuevo.
Para Kasper esta contradicción es posible, porque propone tomar como modelo la praxis de las Iglesias cismáticas orientales, llamada oikonomía, que junto al primer vínculo permiten una especie de vínculo menor. Pero a juicio de todos los entendidos esto es una vía falsa e intransitable que equivale, en la práctica, a postular el divorcio vincular. Por eso vamos a analizar en primer lugar, el valor que tiene la doctrina de la indisolubilidad, y luego la mentada praxis de los cristianos ortodoxos.
I. El matrimonio sacramental es indisoluble
En el matrimonio de dos bautizados, el matrimonio natural es inseparable del matrimonio sacramental. Ha escrito a este propósito la Comisión Teológica Internacional, en su documento La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio:
“La sacramentalidad del matrimonio de los bautizados no lo afecta de manera accidental, como si esa calidad pudiera o no serle agregada: ella es inherente a su esencia hasta tal punto que no puede ser separada de ella… [La] Iglesia no pued(e), en modo alguno, reconocer que dos bautizados se encuentran en un estado conyugal conforme a su dignidad y a su modo de ser de «nueva creatura en Cristo» si no están unidos por el sacramento del matrimonio”[4].
Juan Pablo II, dirigiéndose el 21 de enero de 2000 a la Rota Romana, decía:
“El Catecismo de la Iglesia Católica, con la gran autoridad doctrinal que le confiere la intervención de todo el Episcopado en su redacción y mi aprobación especial… concluye: «Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo, que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio, es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina». [Un] matrimonio sacramental rato y consumado no puede ser disuelto, ni siquiera por el poder del romano pontífice… [Pío XII] presentaba esta doctrina como pacíficamente sostenida por todos los expertos en la materia”[5].
En consecuencia, la Iglesia insiste en que allí donde existe un vínculo válido no es posible un segundo matrimonio durante la vida del primer cónyuge. Al respecto hay declaraciones formales anteriores al Concilio de Nicea, como el canon 9 del Sínodo de Elvira, en los años 300-303: “A la mujer cristiana que haya abandonado al marido cristiano adúltero y se casa con otro, prohíbasele casarse; si se hubiere casado, no reciba la comunión antes de que hubiere muerto el marido abandonado; a no ser que tal vez el caso de emergencia de una enfermedad forzare a dársela” (cf. DH 117).
Kasper ha aludido a los casos en que alguna persona está persuadida de la invalidez de su anterior matrimonio: “algunos divorciados vueltos a casar están subjetivamente convencidos en conciencia de que su precedente matrimonio, irremediablemente destruido, jamás fue válido”; y alude a Familiaris consortio, 84, donde efectivamente el Papa Juan Pablo II mencionaba esta situación[6]. Es indudable que estos casos pueden darse. Pero de ahí no puede avanzarse, puesto que el magisterio mismo ha aclarado que los juicios privados o la convicción personal de un individuo no puede conformar la base para declarar que un matrimonio no sea válido. Juan Pablo II, hablando a la Rota Romana sobre la relación entre la justicia y la conciencia individual, decía:
“También en la distinción entre la función magisterial y la jurisdiccional, es indudable que en la sociedad eclesial también la potestad judicial emana de la más general «potestad del régimen», «la cual, ciertamente, por institución divina, existe en la Iglesia» (CIC, c. 129 § 1), y que es triple: «legislativa, ejecutiva y judicial» (CIC, c. 135 § 1). Por tanto, cuando surjan dudas en tomo a la conformidad de un acto (por ejemplo, en el caso específico de un matrimonio) con la norma objetiva, y consecuentemente sea cuestionada la legitimidad o también la misma validez de dicho acto, debe buscarse la referencia en el juicio correctamente formulado por la autoridad legítima (cfr. canon 135 § 3) y no, en cambio, en un pretendido juicio privado, y mucho menos en un convencimiento arbitrario de la persona. Este principio, defendido incluso por la ley canónica, establece: «Aun cuando el matrimonio anterior sea nulo o haya sido disuelto por cualquier causa, no por eso es lícito contraer otro antes de que conste legítimamente y con certeza la nulidad o disolución del precedente» (CIC, c. 1085 § 2)”[7].
La prohibición de divorciarse y volverse a casar se pone en evidencia ya desde los primeros pronunciamientos oficiales de la Iglesia católica, como el ya citado Sínodo de Elvira, el Concilio de Cartago, en su canon 11, del año 407, y el Concilio de Angers, en su canon 6, del año 453[8]. A partir del surgimiento del Protestantismo, lo han reafirmado los Papas constantemente, puesto que los protestantes dieron vía libre al divorcio vincular. Legislaciones específicas se dieron respecto de los católicos orientales de Italia, como la instrucción de Clemente VIII, del año 1595, señalando que los obispos no debían tolerar el divorcio en modo alguno; y las análogas de Urbano VIII (1623-1644), y Benedicto XIV (1740-1758). En el siglo XVIII, en Polonia, el abuso de nulidades estaba particularmente generalizado, lo que motivó a Benedicto XIV a dirigir tres enérgicas cartas apostólicas a los obispos polacos, para corregirlo. En la segunda de éstas, en 1741, promulgó la constitución Dei miseratione, que exigía la presencia de un defensor canónico del vínculo por cada caso matrimonial. En 1803, Pío VII recordó a los obispos alemanes que los sacerdotes no podían celebrar segundos matrimonios, aunque la ley civil los requiriera, dado que ello “traicionaría su ministerio sagrado”; y decretó que mientras dure el impedimento de un vínculo conyugal anterior, si un hombre se une a una mujer, comete adulterio[9]. Prácticas permisivas por parte de obispos de rito oriental en Transilvania dieron lugar a que la Congregación para la Propagación de la Fe promulgara un decreto en 1858, en el que se hacía énfasis en la indisolubilidad del matrimonio sacramental[10]. León XIII fue, por su parte, vehemente y clarísimo en su encíclica Arcanum sobre el matrimonio, de 1880[11].
Esto no puede ser de otra manera, pues el matrimonio es un hecho esencialmente público, razón por la cual no puede trasladarse la decisión sobre la validez o nulidad del mismo a la esfera subjetiva de la conciencia. Los motivos por los que es un hecho público son principalmente tres: (1) es un contrato público entre los esposos; (2) sirve al bien público por la generación y educación de la prole; y, (3) el sacramento es un testimonio público y signo de la fidelidad y el amor de Cristo por su Iglesia. El desarrollo de estos puntos nos llevaría lejos de nuestro cometido, por lo que debo remitirme a los buenos estudios de la teología sacramental matrimonial.
II. El mal de la nueva unión de un fiel divorciado
El problema de los fieles divorciados que han comenzado una nueva unión al modo conyugal, es un problema de objetiva contradicción con la indisolubilidad matrimonial, como ha señalado el cardenal Ratzinger, resumiendo la doctrina plurisecular del Magisterio: “Los fieles divorciados que se han vuelto a casar se encuentran en una situación que contradice objetivamente la indisolubilidad del matrimonio”[12]. Esta doctrina no se debe a una intervención particular del Magisterio en alguna determinada circunstancia histórica sino que se enraíza en la Sagrada Escritura –como ya vimos– y, por tanto, la Iglesia la mantiene “por fidelidad a la enseñanza de Jesucristo”[13]. He aquí la razón por la que la Iglesia prohíbe no solo celebrar una boda entre estas personas inhábiles canónicamente para hacerlo –lo que a pesar de todo han hecho y hacen algunos pastores incurriendo en una simulación sacramental– sino “ningún tipo de ceremonia” –ni siquiera una bendición– porque tal gesto “vaciaría la doctrina sobre la indisolubilidad del matrimonio”[14]. La admisión a la comunión eucarística y a la penitencia, sin cumplirse las condiciones objetivas que exigen estos sacramentos (arrepentimiento del pecado, confesión, propósito de enmienda, estado de gracia) equivale a incurrir en la misma contradicción, porque es un modo de reconocer que no hay obstáculo para esos sacramentos, lo que solo es posible cuando su situación es regular; lo cual, a su vez, solo es posible si el estado en que se encuentran –hablamos de los convivientes que no guardan continencia– es de algún modo legítimo. Parece que insistimos constantemente en el mismo estribillo; pero también parece que los que buscan exasperadamente un desenlace permisivo que no soluciona el nudo de fondo, no lo entienden.
El motivo central no es, pues, una decisión disciplinar sino una cuestión objetiva, que toca, pues, a la verdad de las cosas, razón por la que no puede buscarse una solución por el lado de una epiqueya o aplicación prudencial, como veremos a su debido tiempo. Lo señalaba Juan Pablo II al decir (y subrayemos estas palabras pues son la clave de toda esta cuestión): “Son ellos mismos [los que se encuentran en tal situación] los que impiden que se les admita [a la comunión], ya que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía” (FC 84)[15]. Nótese que san Juan Pablo II establece una relación indisoluble entre Eucaristía y Matrimonio: en cada comunión el comulgante “significa y actualiza” el matrimonio (“unión de amor”) entre Cristo y la Iglesia; por tanto, si se trata de una persona casada también “significa y actualiza” su propio matrimonio que es precisamente “signo eficaz” del Matrimonio entre Cristo y la Iglesia. De ahí que la comunión del que se encuentra en pecado de adulterio establezca una contradicción consigo mismo que no puede despejarse por ninguna relajación disciplinar, sino exclusivamente por la separación de su conviviente, o, como mínimo, dejando de relacionarse al modo conyugal con esa persona (esto es, pasando a vivir como hermanos).
Ante este motivo fundamental, los demás son meros apéndices, como señalaba el card. Ratzinger: “A este motivo primario se añade un segundo, que es de naturaleza más pastoral: «si esas personas fuesen admitidas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión sobre la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio» (FC 84)”[16]. La razón del escándalo teológico, o del escándalo de los débiles es, pues, subsidiaria[17].
El argumento que hemos calificado de “central” es crucial y, hasta el momento, ninguno de los que proponen que se dé la comunión a los divorciados, o que se los absuelva sin exigirles un cambio de vida, o que se bendiga su nueva situación, ha dado una razón valedera que explique cómo resolverlo adecuadamente. Porque –y este es el punto evidenciado por el Magisterio– no puede haber ninguna posibilidad de unir estas dos realidades –absolución sacramental y comunión eucarísticas, por un lado; y perseverancia en la vida al modo conyugal de dos personas que no están casadas– a menos que no se introduzca un cambio sustancial en la doctrina de la indisolubilidad matrimonial y en la doctrina sacramental. Y esto significaría cambiar la doctrina de Jesucristo. Cerrar los ojos y seguir para adelante como si no pasara nada es una necedad.
III. Divorciados y castidad
La Iglesia ha dado ya respuestas pastorales para quienes se encuentran en estas difíciles situaciones irregulares. Las abordaremos en el penúltimo capítulo. Los que plantean la necesidad de encontrar soluciones que unan lo contradictorio (estado de pecado y sacramento del amor eucarístico) lo hacen porque desconfían de la viabilidad de esas soluciones. El card. Kasper lo ha dicho explícitamente, y lo hemos citado más arriba: piensa que la mayoría de los cristianos que viven en esa situación no son capaces de lo que ha pedido siempre la Iglesia (“el heroísmo no es para el cristiano promedio”). Algo equivalente sostiene el teólogo dominico Jean-Miguel Garrigues cuando pregunta, hablando de los divorciados y vueltos a casar sexualmente activos: “¿Se les debe exigir una continencia que sería temeraria sin un carisma particular del Espíritu?”[18] Resultando ahora que los que piden a estas personas que vivan la continencia –todos los textos del magisterio hasta ahora publicados sobre el argumento– ¡pecan de temeridad! Y también los fieles en que estando en tales situaciones se determinan por ser fieles a la enseñanza evangélica sin tener el carisma particular del Espíritu (¿habrá algún test para saber si uno tiene ese carisma y no pecar de temerario?).
Como se ve, uno de los problemas de fondo es la desconfianza en la posibilidad de la virtud de la castidad. Quizá por ese motivo la castidad no ha merecido ningún párrafo relevante en ninguna de las dos Relationes. Es verdad que en la Relatio final se menciona la importancia del primado de la gracia (n. 31), pero no se dice explícitamente –¡y debería!– que ésta pueda dar esperanza a los que viven situaciones irregulares para vivir esa difícil realidad de modo virtuoso.
Pero esto implica un grave error, muy dañino para quienes viven en ese estado. Porque la castidad no es una virtud supererogatoria, un lujo que es mejor si se posee, pero que no es estrictamente necesario. Por el contrario, es una cualidad que hace a la felicidad de la persona y a su equilibrio, no solo sobrenatural, sino humano. El Catecismo de la Iglesia Católica lo ha recordado con una expresión clara y precisa:
“La castidad comporta un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado (cf. Si 1,22). «La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados» (GS 17)” (CICat, n. 2339).
La castidad, como el pudor que es su condición fundamental[19], es una virtud necesaria para que la persona sea verdaderamente libre, para que tenga paz, para que conserve su dignidad, para que no sea esclava de sus pasiones e instintos.
Al no predicar la importancia y la necesidad de cultivar la castidad y de esforzarse por llegar –con la gracia– a ese “heroísmo” del que Kasper desconfía, se desahucia a la persona abandonándola a la esclavitud no solo del pecado de adulterio, sino a ese “estado desgraciado” del que habla el Catecismo. ¿Es esto “pastoral”, es decir, oficio amoroso de pastor, o “mercenariedad” es decir, actitud del asalariado, que cuida solo por la paga y no por amor verdadero del rebaño?
Como señalan los teólogos dominicos autores del análisis teológico de las Propuestas recientes para la atención pastoral de las personas divorciadas y vueltas a casar: “¿Acaso no manifiesta esta postura una desesperación encubierta respecto de la castidad y del poder de la gracia para vencer el pecado y el vicio? Cristo llama a todas las personas a la castidad según su estado en la vida, ya sean solteras, célibes, casadas o separadas. Y promete la gracia para vivir en castidad. En los Evangelios, Jesús repite este llamado y esta promesa, junto a una vigorosa advertencia: aquello que causa el pecado debe ser «arrancado» y «arrojado lejos», porque «es mejor que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno» (Mt 5, 27-32). De hecho, en el Sermón de la Montaña, la castidad es el alma y el corazón de la enseñanza de Jesús acerca del matrimonio, el divorcio y el amor conyugal”.
Cuando Nuestro Señor predicó el Sermón montano tenía plena confianza en que sus oyentes de todos los tiempos podrían vivir el heroísmo de la vida cristiana. Confiaba no en las fuerzas del hombre sino en su gracia, ofrecida por Él a todo el quiera serle fiel, para llevar adelante este camino de santidad. La continencia, que es uno de los modos de la castidad, no se reduce, por tanto, a un “carisma particular del Espíritu”, como dice equívocamente Garrigues, arriba citado. Puede ser un carisma del Espíritu Santo, pero también es una virtud natural, que debe ser vivida por todo ser humano según su estado, y para la cual Dios dispone gracias actuales que a nadie niega (no las niega a nadie a quien le imponga la obligación de ser casto en caso de que no le basten las propias fuerzas, de lo contrario deberíamos sostener, heréticamente, que Dios manda lo imposible). Indudablemente, sin la gracia de Dios no es posible cumplir toda la ley natural, por nuestro estado de naturaleza caída. Pero, por un lado, se pueden cumplir preceptos puntuales; y, por otro, desde el momento en que Dios no atenúa la ley natural, se debe suponer que a nadie negará la gracia necesaria para cumplirla, si la pide y no pone obstáculos. Por eso San Agustín enseñaba a rezar diciendo: “¿Mandas la continencia? Da lo que mandas y manda lo que quieras (da quod iubes, et iube quod vis)”[20]. Frase que el Concilio de Trento completa con esta magnífica expresión: “Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y a pedir lo que no puedas y te ayuda para que puedas”[21].
No es pues, “temerario” exigir la continencia, como sostiene fuera de ruta el referido teólogo, a quienes deben vivirla por razón de su estado o situación, que no son solamente los que conviven con quien no es su cónyuge, sino a todos los solteros, los presos, los que por razones de trabajo están alejados por largo tiempo de sus cónyuges, los que por razones de salud no pueden contraer matrimonio, los que queriendo no han encontrado con quién hacerlo, y, por supuesto los célibes. “El celibato, decía el P. Fabro respondiendo a estas objeciones que son tan viejas como el progresismo, puede observarse también sin un carisma especial, y todo hombre en ciertas circunstancias debe observarlo”[22]. Y añadía: “Tienen el deber de observar la castidad perfecta los millones de hombres que, a pesar de su gran deseo, no llegan al matrimonio, aunque para esta renuncia no dispongan de ningún carisma. El deber de la completa abstinencia sexual vale para cuantos, por motivo de defectos físicos, no pueden aspirar al matrimonio, y esto aunque no tengan el carisma del celibato. Deben observar la completa abstinencia sexual los millones de viudos y viudas, de abandonados y separados, cuyo gozo del matrimonio ha sido interrumpido. El deber de la completa abstinencia sexual vale también para los hombres casados cuya mujer esté enferma o que no quieren traer al mundo otros hijos cuando no quieren proceder con el método de la abstinencia periódica. Este deber vale, en fin, para todos los prisioneros de guerra o civiles, durante el tiempo que deben vivir separados de sus mujeres: ninguno de ellos afirma sentir un carisma”[23]. Y un poco más adelante añadía, refiriéndose a los sacerdotes que pedían la abolición del celibato basándose en la dureza de las exigencias o en el hecho de considerarse no dotados de un carisma particular para vivirlo (al igual que argumenta Garrigues para los convivientes): “La renuncia al amor sexual no es el sacrificio más duro que se le puede pedir a un hombre. Al médico y al policía se les exige que empeñen en el servicio de su misión no sólo sus fuerzas, sino también, en caso de necesidad, la salud y la vida. Sí, de todo hombre sano y, como se ha visto en la Segunda Guerra Mundial, también de muchas mujeres se espera que estén prontos a defender su patria, incluso poniendo en peligro su propia vida. Estas exigencias no vienen de leyes humanas, sino, en última instancia, de preceptos divinos. Frente a semejante deber de heroísmo, sólo pensar en rebajar las exigencias del sacerdocio católico [en nuestro caso, del cristiano que no vive con su legítimo cónyuge] es verdaderamente vergonzoso. Sería un asunto despreciable”[24].
Por eso coincidimos con el cardenal Kasper cuando sostiene, con justeza, como ya hemos citado, que “no puede proponerse una solución diversa o contraria a las palabras de Jesús”. Precisamente por eso, me resulta incompresible su razonamiento puesto que, a continuación, su propuesta desconoce la solución dada por Jesucristo, de la que se desvía trazando un camino contrario al propuesto por nuestro Señor. ¿Acaso piensa que una afirmación ortodoxa legitima la heterodoxa siguiente? En la mala lógica, es posible. Pero en la única y verdadera lógica, que es también la lógica del sentido común, esto es una contradicción.
No hace falta probar que la cultura actual sostiene que la castidad es imposible e incluso dañina. Haciendo mucho daño, pues sus palabras llegaron a muchos millones de personas, un conocido personaje italiano ha dicho recientemente, con un humor irreverente, que “la castidad es buena si se usa con moderación”. La mayoría de los oyentes ha aplaudido la humorada, porque ha dado forma a lo que piensa esa mayoría. Pero nosotros sabemos, y lo sabemos por la fe y por la sabiduría de los mismos paganos que fueron capaces de mantener fresca su razón a pesar de las fiebres de sus pasiones, que la castidad es absolutamente necesaria, y por eso los pueblos germanos de los siglos bárbaros violaban a las mujeres de sus enemigos pero condenaban a muerte a quien tocase una virgen germana que consideraban sagrada; y los romanos de la decadencia, que se divorciaban con la misma frecuencia que cambiaban de toga, exigían que fueran vírgenes las vestales que garantizaban, cuidando el fuego sagrado, la existencia misma del Imperio. ¿Seremos precisamente nosotros, sacerdotes, obispos y cardenales del siglo XXI, los que pensemos que la castidad está fuera del alcance del cristiano promedio? ¿No será que hemos claudicado en nuestra misión de enseñar al cristiano de a pie a ser casto y a alegrarse en la virtud y, llegado el caso, en la cruz, como manda Jesucristo en la octava bienaventuranza (cf. Mt 5,11-12)?
Dicen los teólogos dominicos en el análisis ya citado: “Por supuesto, muchos divorciados y vueltos a casar no viven en castidad. Lo que los distingue de aquellos que intentan vivir en la castidad es que no reconocen aún que la ausencia de castidad es un grave error, o al menos no tienen aún la intención de vivir en castidad”. Luego hacen notar el peligro de esta situación: “Si se les permite recibir la Eucaristía, incluso habiéndose confesado antes, mientras que continúan teniendo la intención de vivir al margen de la castidad (una contradicción radical), existe un peligro real de que sean confirmados en su vicio actual. Es improbable que lleguen a comprender mejor lo que significa la naturaleza objetivamente pecaminosa y la gravedad de sus actos no castos. Cabe preguntarse si mejorarán su carácter moral, o más bien si éste se verá afectado o incluso deformado”[25].
Cristo enseña que la castidad es posible, incluso en situaciones difíciles, porque la gracia de Dios es más fuerte que el pecado[26]. La pastoral de los divorciados debe construirse sobre esta premisa.
IV. La práctica de la Iglesia primitiva
Para avalar su propuesta y restarle aire de novedad, Kasper afirma que “no puede caber ninguna duda sobre el hecho de que en la Iglesia primitiva de los comienzos, en muchas iglesias locales, por derecho consuetudinario existía, después de un tiempo de arrepentimiento, la práctica de la tolerancia pastoral, de la clemencia y de la indulgencia. Sobre el fondo de tal práctica se entiende quizá también el canon 8º del Concilio de Nicea (325), dirigido contra el rigorismo de Novaciano. Este derecho consuetudinario viene expresamente testimoniado por Orígenes, que lo retiene «no irracional». También Basilio Magno, Gregorio Nacianceno y algunos otros hacen referencia a él. Explican el «no irracional» con la intención pastoral de «evitar lo peor». En la Iglesia latina, por medio de la autoridad de Agustín esta práctica fue abandonada en favor de una disciplina más severa. Pero también Agustín, en un pasaje (La fe y las obras, 19,35) habla de pecado venial. No parece, por tanto, haber excluido de entrada toda solución pastoral”[27].
Kasper tergiversa las argumentaciones, empezando por la portada misma del problema. En su libro Teología del matrimonio cristiano había afirmado que “en algunos padres muy estimados se… demuestra una praxis relativamente elástica”[28]. En cambio, en su relación al Consistorio define la práctica de las segundas nupcias de un modo que podemos llamar “evolutivo”: 1º como objeto de “interpretaciones diferentes”; 2º un poco más adelante como “cosa cierta”; 3º concluyendo, pocas líneas más abajo, en que “no puede haber ninguna duda sobre el hecho de que… en muchas iglesias locales, por derecho consuetudinario… existía la práctica de la tolerancia pastoral…”. Pasamos así de “algunos padres” a “muchas iglesias locales”, y de ahí a un supuesto “derecho consuetudinario”, arribando, finalmente, a una “certeza de la que no es posible dudar”. Parece faltar una línea lógica.
Por otra parte, entre los autores que indica como sus fuentes, cita a O. Ceretti[29], un estudio de H. Crouzel[30] y otro de J. Ratzinger (que éste, como ya hemos dicho, corrigió para la edición de sus Obras completas precisamente quitando lo que aquí refiere Kasper). De los dos primeros trabajos mencionados, en realidad Kasper se basa exclusivamente en el de Ceretti, ignorando los aportes de Crouzel, quien –y el cardenal no podía ignorarlo– además del ensayo citado, ha escrito dos más, uno precisamente desmantelando completamente la tesis de Ceretti sobre la praxis en la Iglesia primitiva, en el que evidencia la falsedad de las diez afirmaciones centrales y ocho garrafales errores de método histórico[31]; el otro, refutando específicamente la interpretación que Ceretti hace del párrafo del Concilio de Nicea (también usada por Kasper en su argumentación)[32]. Estos dos últimos son completamente silenciados, del mismo modo que el trabajo de Gilles Pelland, La práctica de la Iglesia antigua relativa a los fieles divorciados vueltos a casarse, donde también se refuta a Ceretti, publicado por la Congregación para la Doctrina de Fe[33].
Vale la pena repasar los principales errores de Ceretti indicados por Crouzel, para dejar en claro el tipo de fuentes que usa Kasper cuando quiere defender una tesis sin importar el precio; de este modo también quedará el claro el verdadero sentido de las autoridades patrísticas presentadas por Kasper para defender su interpretación:
- Ceretti se equivoca gravemente al sostener que “los cristianos no podían hacer lo que el derecho civil no contemplaba”. Éste es el principio más importante de los que figuran en su obra; usado de diversas maneras por Ceretti. Por ejemplo, dice que “los cristianos no podían admitir una separación que no permitiese nuevas nupcias, en cuanto una tal institución era desconocida en el derecho romano”. De aquí deduce que cada vez que los Padres hablan de separación por adulterio aunque no mencionen la posibilidad de nuevas nupcias, las sobreentienden sin lugar a dudas, porque su concepción del adulterio no podía ser diferente de la de los romanos, que era distinta para el varón y para la mujer. La realidad histórica, dice Crouzel, es otra; en realidad los Padres se oponen muy frecuentemente a las disposiciones del derecho romano. En particular, en lo que toca al divorcio y nuevas nupcias, tenemos declaraciones de Justino, Atenágoras, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo, Ambrosio, Cromacio de Aquileya, Agustín. Y en cuanto a la desigualdad de la actitud hacia el varón y la mujer, la reprocharon, con términos a menudos fuertes, Lactancio, Gregorio Nacianceno, Asterio de Amasea, Juan Cristóstomo, Teodoreto de Ciro, Zenón de Verona, Ambrosio, Jerónimo, Agustín[34].
- Es también falso que “en los primeros siglos no existía una legislación cristiana en materia de matrimonio”, principio que es, según Crouzel, una variante del primero. Los cristianos estaban sometidos a las leyes civiles y las obedecían sólo en la medida en que no estas no se oponían a la ley de Dios. Porque desde el inicio los cristianos tuvieron consciencia de obedecer “leyes propias”. De hecho en sus textos sobre el divorcio, los tres grandes exégetas de Antioquía, Teodoro de Mopsuestia, Juan Crisóstomo y Teodoreto de Ciro, llaman continuamente al texto de Gn 2,24, “la ley del matrimonio”. Y Juan Crisóstomo no teme oponer muchas veces estas “leyes de Dios” que prescriben la indisolubilidad, a las leyes que permiten el divorcio y el nuevo matrimonio, a las que llama “leyes de aquéllos que están fuera”, es decir, de los paganos. Continuamente el Pastor de Hermas, Justino, Teófilo, Clemente, Tertuliano, Orígenes, etc., enumeran a quienes se vuelven a casar después del repudio y a quien se casa con la repudiada, entre los adúlteros.
- Es falso igualmente que “en los primeros siglos no existía una liturgia del matrimonio”. Es verdad que la forma religiosa del matrimonio se hizo obligatoria en Occidente con el decreto Tametsi del Concilio de Trento, y en Oriente, mucho antes, en el 895, con una Novella del emperador León VI el Sabio. Pero el que la ceremonia religiosa no fuese obligatoria –porque los ministros del matrimonio son los mismos contrayentes, bastando con ellos sin la presencia del sacerdote– no se sigue que no existía rito alguno. Tenemos una breve alusión de Ignacio de Antioquía que, en el siglo II, quería que el matrimonio se contrajese “con el parecer del obispo”; y Tertuliano, en el siglo III, dice que los cristianos “postulan” el parecer de la Iglesia jerárquica, que hace el rol del conciliator, es decir, del que pone en contacto a los futuros cónyuges y organiza el matrimonio. En los términos del mismo Tertuliano se menciona una oblatio (que en este autor designa a menudo la Eucaristía, pero que puede ser otra oración) y una benedictio. Son más numerosos los testimonios del siglo IV. Además cuando se dice que los cristianos se casaban como los paganos, se está imaginando que el matrimonio de los romanos al modo del matrimonio civil y laico del estilo de la revolución francesa, cuando, en realidad, se trataba de una ceremonia religiosa con oraciones y sacrificios a los dioses. Si los cristianos, como dice Ceretti, se casaban como los paganos, lo harían adaptando los ritos idolátricos a oraciones y sacrificios cristianos.
- El cuarto sofisma es la afirmación según la cual “cuando los Padres hablan de «ruptura» del matrimonio entienden, como el derecho romano, la permisión de un nuevo matrimonio”. Es cierto que algunos Padres usan este término, pero al mismo tiempo se oponen, y a menudo en los mismos textos, a las nuevas nupcias.
- Es erróneo también decir que “la excepción del inciso se refiere también al nuevo matrimonio”. Se refiere a Mt 5,32 y 19,9 (“excepto en caso de fornicación”), entendido por Ceretti como referido al adulterio (ya vimos que debe ser interpretado de uniones ilegítimas y probablemente incestuosas) y como permiso para el repudio y el nuevo matrimonio. Pero solamente un autor –el conocido como Ambrosiaster– hace tal interpretación. Para defender esta posición, Ceretti afirma que los textos que dicen lo contrario, no son significativos. El razonamiento debería ser exactamente el contrario, dada la importancia y trascendencia del tema: si los Padres hubiesen entendido que el nuevo matrimonio estaba permitido, seguramente lo habrían afirmado con claridad, lo que no se da en ningún caso salvo el aislado del Ambrosiaster.
- Otro error defendido por Ceretti es que “los Padres leían en Mt 19,9 el permiso de contraer nuevas nupcias”. La idea de Ceretti es que el texto de Mt 19,9, entendiendo porneia como adulterio, se interpretaría en el sentido de que “el que repudia a su mujer por ser adúltera, y se casa con otra, no cometería adulterio”. Es decir, aunque la perspectiva de Mt 5,32 no permite entender tal permisión (porque se interpreta: quien repudia a su mujer, si ella adultera, no se hace responsable de su adulterio), los Padres sí entendían Mt 19,9 como adulterio, de lo que se sigue –dice Ceretti–que leían allí el permiso de contraer nuevas nupcias. Crouzel, después de una investigación sobre el uso de estos dos versículos en la patrística, ha llegado en cambio a dos conclusiones diversas. La primera es que todos los Padres antenicenos, anteriores a todos los manuscritos actualmente conservados, y por tanto únicos testigos del texto en su época, leían en realidad Mt 19,9 en la misma forma de Mt 5,32; y lo mismo todos los Padres del siglo V, salvo una citación del Crisóstomo que parece ser un arreglo de un copista. La lección de Mt 19,9 como la tenemos nosotros solo aparece en Occidente a partir de Hilario de Poitiers, y desde él hasta Agustín, los padres occidentales lo citan con las dos variantes. En cuanto a los manuscritos bíblicos, el más antiguo de los griegos (el Vaticanus graecus 1209) lo trae en la forma de Mt 5,32. Por eso se pregunta Crouzel: ¿cómo podrían leer la mayoría de los Padres en Mt 19,9 un permiso para las segundas nupcias, si ellos usaban el texto como una repetición de Mt 5,32 que no comporta tal sentido? Esto es señal que Ceretti no ha leído los textos originales. En segundo lugar, algunos de los padres latinos que leen Mt 19,9 en la forma actual, como Pelagio, no ven ese permiso de las segundas nupcias y siguen rechazando cualquier nuevo matrimonio; otros, como Hilario y Agustín, retienen que no concuerda ni con la tradición recibida ni con el contexto en el que se encuentra, pero ninguno sostiene lo que dice Ceretti.
- También es falsa la afirmación de que “la Iglesia no podía obligar a los separados a la continencia”, porque tal exigencia es imposible y deshumana; de ahí, deduce Ceretti que, si los Padres obligaban al inocente a separarse del culpable de adulterio, debían necesariamente permitirle un nuevo matrimonio, aunque no lo digan en sus escritos. Crouzel muestra, por el contrario, que respecto la Iglesia primitiva no tenía la misma opinión sobre la necesidad de las relaciones sexuales que parecen tener nuestros contemporáneos. Lo demuestran dos exigencias institucionales suficientemente atestiguadas. La primera, algunas decretales del fines del s. IV, de los papas Dámaso, Siricio e Inocencio, que imponen a los obispos, sacerdotes y diáconos casados, que vivan, desde el momento de su ordenación, sin su esposa, en completa continencia. En Oriente, en esa época, no hay disposiciones jurídicas al respecto, pero sí la misma mentalidad, pues Epifanio declara que un clérigo casado debe vivir en la continencia, aunque sabe que en la práctica algunos no se atienen a esto; por la misma razón cuando Sinesio de Cirene es elegido metropolita de Ptolemaida Cirenáica, es consciente de que deberá separarse de su esposa. La segunda, diversos textos occidentales a partir del s. IV muestran que aquél que había sido sometido a la pública penitencia debía conservar la castidad completa hasta el término de su vida. Aunque esta última medida sea discutible y exagerada, testimonia que el principio alegado por Ceretti es infundado.
- Es falsa también la tesis que dice que “un [nuevo] matrimonio podría ser adúltero sin ser inválido”. Se trata de una lectura parcial de algunos textos, en particular un párrafo del Comentario Mateo (XVI, 23) de Orígenes, que menciona que algunos obispos, contra la voluntad de las Escrituras (lo que subraya tres veces), han permitido a una mujer contraer nuevo matrimonio, estando en vida su primer marido (éste es uno de los testimonios aducidos por Kasper). En realidad, Orígenes continúa su pensamiento en el párrafo siguiente, que no viene generalmente citado, donde añade: “Como es adúltera una mujer, incluso siendo en apariencia casada con un hombre, mientras está vivo todavía su primer marido, así un marido que en apariencia se casa con una repudiada, en realidad no la desposa, como ha decretado nuestro Salvador, sino que comete adulterio”. La frase no podría ser más clara (¡y está a continuación de la usada como argumento para hacerle decir a Orígenes lo contrario de lo que dice!). También se ha querido leer en la Carta canónica 199 de Basilio de Cesarea (otra de las fuentes citadas por Kasper) que quienes han contraído matrimonio prohibido, por ser adúltero, están sometidos a la penitencia pública, pero esta unión no es considerada nula, razón por la cual, una vez descontada la penitencia, se los dejará vivir en paz la vida conyugal. Pero Ceretti, dice Crouzel, se olvida de citar la primera frase que dice: “La fornicación no es matrimonio, ni tampoco inicio de matrimonio. Por tanto, si es posible separar a los que se han unido en la fornicación, es mejor. Pero si ellos prefieren de todos modos la cohabitación, sufran primero la punición de la fornicación, para que se los deje en paz por miedo que hagan algo peor”. Por tanto, los fornicarios, una vez descontada la penitencia, son dejados en paz no porque su fornicación se convierta en matrimonio sino “para evitar un mal más grande”. Aquí, las segundas nupcias después del divorcio son mencionadas con el término “fornicación (porneia)”; y esto es lo que todos los padres entienden por “adulterio” en los textos de Mt 19,9 y 5,32. La moicheia, adulterio, es una especie de porneia, fornicación.
- Tampoco es verdadera la sentencia de Ceretti que sostiene que “en los escritores cristianos primitivos reencontramos la desigualdad de los sexos del mundo hebraico o greco-romano”. Los judíos y los romanos, permitían contraer nuevo matrimonio al hombre que había repudiado a su esposa, pero no a ésta. De aquí piensa Ceretti que los Padres permitían un segundo matrimonio tras el divorcio, al menos al varón. En realidad, como ya vimos, solo el Ambrosiaster afirma esto. Y Ceretti se traiciona a sí mismo, porque si fuese verdad, como afirmó anteriormente, que los cristianos no podían hacer lo que el derecho civil no hacía, no se entiende cómo podrían prohibir un nuevo matrimonio a la mujer permitiéndolo al varón, puesto que la legislación romana daba este permiso tanto a uno como a la otra. Es cierto que San Basilio menciona la existencia de tal costumbre en Capadocia, en contradicción con el Evangelio, pero sobre este punto el Ambrosiaster y Basilio son las únicas excepciones existentes entre los escritores cristianos de los primeros siglos, teniendo en su contra la masa de todos los demás escritores. Además, el mismo testimonio de Basilio no es nada claro, puesto él mismo escribe en otro lugar: “No está permitido a quien ha repudiado a su mujer, desposar otra; ni a quien ha sido repudiada por su marido, de volver a casarse con otro”[35]. Esto lleva a dudar mucho de la interpretación que se hace el anterior texto. Y aunque ese texto, aislado de otros del mismo autor, afirmen lo que dice Ceretti, parece que para él para y Kasper una golondrina hacen primavera cuando les conviene, y mientras que la bandada entera, si no les conviene, no indican nada. Y llegado el caso, en cuanto al adulterio, los Padres unánimemente critican el derecho romano respecto del adulterio (que lo permitía al varón y no a la mujer), y Zenón de Verona, Ambrosio y Jerónimo repiten casi con los mismos términos: “lo que no está permitido a las esposas, tampoco está permitido a los maridos”.
- La última falsedad del estudio de Ceretti reza: “La mentalidad popular estaba a favor de un nuevo matrimonio después del divorcio”. Y cita a su favor las aventuras de una aristócrata romana relatadas por san Jerónimo en su carta a Océano, sin observar que subrayando el gran escándalo que aquella mujer causó entre los cristianos romanos, el santo en realidad afirma lo contrario de lo que entiende Ceretti: el pueblo se escandalizó del adulterio, no se volvió comprensivos con el hecho. Igualmente cita el De Coniugii adulterinis de san Agustín entendiendo equivocadamente que se propone una posición rigorista al obispo Pollencio, quien defendería la práctica habitual de la iglesia de África, cuando éste no era ningún obispo y no representaba a la Iglesia. Pero de este modo, puede atribuir, como hace Kasper en su ponencia, a Agustín y a Jerónimo, como los que introducen la disciplina rigorista sobre este punto en la Iglesia, cuando tal disciplina está ya atestiguada en Roma por el Pastor de Hermas, en la mitad del siglo II.
Como puede verse, el estudio de Ceretti, que es el más representativo de los que pretenden afirmar que la Iglesia primitiva ya permitía estas segundas nupcias después de un divorcio, está plagado de falsedades o, al menos, de afirmaciones fruto de una enorme incompetencia en la materia. Crouzel lo critica, además, de ocho gravísimos errores de método histórico, que explicarían los desatinos en que incurre: 1º comienza la cuestión de cero, sin tomar en cuenta todos los estudios que sobre el tema se han hecho en el pasado; 2º hace afirmaciones gratuitas; 3º cae en razonamientos que son círculos viciosos ; 4º presenta como “hipótesis de trabajo” lo que en realidad son tesis preconcebidas que guían y fuerzan su investigación en un sentido ya definido; 5º abusa del “argumento ex silentio” (a partir del silencio), es decir, si tal escritor nunca dice que las segundas nupcias después del divorcio están autorizadas, sin embargo “debía pensarlo”; este argumento, como se sabe, presenta una gran cuota de arbitrariedad; 6º da preferencia a la alusión oscura sobre la afirmación clara; 7º lee los textos de manera poco exacta para poder adaptarlos más fácilmente a sus ideas; 8º realiza un análisis histórico insuficiente, dando, él como otros autores de su mismo porte, “la impresión de que ni siquiera han tenido la curiosidad de mirar la Patrología de Migne, y menos todavía las ediciones críticas más recientes”.
El cardenal Kasper, como he dicho más arriba, cita en su favor cinco autoridades patrísticas: la de Orígenes y san Basilio, que ya hemos visto a propósito de Ceretti, las de Gregorio Nacianceno, Agustín y el Concilio de Nicea. Digamos algo de estas últimas.
De San Agustín, Kasper cita el De fide et operibus, en un texto donde el santo, afirma que el hombre que ha repudiado a su mujer por ser adúltera, si se casa solo “peca venialmente”, lo que significaría que no considera el nuevo matrimonio como pecado grave[36]. Pero deja de lado dos cosas muy importantes[37]. La primera, que la terminología agustiniana sobre los pecados “venialia” es muy compleja, exigiendo, al menos, que se dude del sentido que aquí le da el santo, puesto que discrepa de todos los demás textos del mismo autor en que se opone a un segundo matrimonio tras el divorcio. Las golondrinas de Kasper, insistimos, si Kasper quiere, hacen primavera en pleno invierno. Pero además, el contexto del párrafo, trata de la aceptación al bautismo de un catecúmeno divorciado o casado dos veces en su vida pagana; no habla de matrimonio entre bautizados. Esto es una clara tergiversación de fuente.
En cuanto a San Gregorio Nacianceno, se trata de un comentario “al paso” que habla de la obligación de separarse de una esposa adúltera (porque para los primeros cristianos era incomprensible continuar la convivencia con una mujer que adulteraba de modo reiterado); no menciona nunca un permiso de una nueva unión para el inocente. Kasper supone que el no decir nada (argumento ex silentio) indica que San Gregorio lo admite. En realidad el santo debe haber pensado como los demás Padres, sobre todo, si se animaba a escribir, como lo hace en una de sus cartas: “El repudio es completamente contrario a nuestras leyes, incluso si los Romanos piensan de otro modo”[38].
Indudablemente, la más importante de las referencias del cardenal Kasper es el canon 8º del Concilio de Nicea (año 325) en el que se dice, hablando de los herejes novacianos: “Acerca de los que antes se llamaban a sí mismos cátaros (= puros), pero que se acercan a la Iglesia católica y apostólica, plugo al santo y grande Concilio que, puesto que recibieron la imposición de manos, permanezcan en el clero; pero ante todo conviene que confiesen por escrito que aceptarán y seguirán los decretos de la Iglesia católica y apostólica, es decir, que permanecerán en comunión con quienes se han casado dos veces (= digamoi) y con los caídos en la persecución” (DH 127). Kasper, con Ceretti y otros autores, entienden que este canon impone a los rigoristas novacianos aceptar dos clases de cristianos que ellos rechazaban por sus pecados: los que habían apostatado por miedo durante las persecuciones y los casados en segundas nupcias después de un divorcio.
Pero el texto no dice eso, como explica Crouzel, después de un detallado estudio, y también otros autores[39]. De hecho, el texto del canon 8º no explica cuáles son los digamoi con los que los novacianos reconciliados con la Iglesia debían reestablecer la comunión: si los casados después de un divorcio, o los casados después de enviudar. Y no se puede encontrar claridad viendo el uso que los Padres hacían del término, pues si bien Justino lo usa en su Primera Apología, englobando también a los casados después de un divorcio, Orígenes, en cambio, lo emplea claramente en el sentido exclusivo viudos vueltos a casar, y los otros pocos autores que podrían analizarse (Atenágoras, Ireneo, Tertuliano…) se expresan vaga y brevemente y no permitiéndonos sacar conclusiones. Ninguno de ellos, por otra parte, se refiere a los novacianos y a qué entendían éstos por dígamos, digamoi y digamia. Empero, puede hallarse luz en los escritos de la polémica antinovaciana del siglo anterior y posterior a Nicea. Al respecto tenemos dos testimonios. El primero es Gregorio Nacianceno que reprocha a Novaciano el que no permita a las jóvenes viudas volver a casarse, a pesar de las dificultades de su edad y contra lo que dice san Pablo en 1Tim 5,14. Aun así, este texto no basta porque aunque el término jéra sea el de viuda en sentido estricto, podría darse el caso de que se lo extendiese a las mujeres repudiadas que han quedado solas. De ahí que el texto más importante sea el de san Epifanio en el Panarion, medio siglo después de Nicea, que dedica un capítulo entero a la herejía 59, la de los cátaros, es decir, los novacianos. En este capítulo (si no se lo modifica como hizo, según Crouzel, K. Holl para hacerle decir algo distinto de lo que han conservado los manuscritos) si se leen los varios pasajes con suficiente rigor, el obispo de Salamina no acusa a los novacianos de rehusar dar la comunión a los vueltos a casar tras el divorcio sino a los viudos vueltos a casar así como de obligar a los laicos la “monogamia” impuesta a los clérigos (o sea, prohibirles el volver a casarse –digamia– en caso de enviudar). Fuera de esta fuente no puede invocarse otra que hable del sentido que los novacianos daban a la digamia.
Pero, por otra parte, como señalan Pérez Soba y Kampowski, el canon se refiere propiamente a un problema de fe y no a una mera cuestión sobre el perdón de algunos pecados. Esto queda claro en la carta que san Agustín escribe a Juliana sobre el estado de viudez: “tu viudez no prohíbe tus segundas nupcias. En esto se hincharon grandemente los herejes cátaros y novacianos, inflados por Tertuliano con palabras más altisonantes que sensatas”[40]. Por tanto, esta doctrina era parte de una doctrina en la que los novacianos se apartaban de la fe católica. Y añade san Agustín: “en cambio, en nuestro caso, malos son tanto el adulterio como la fornicación”. Por tanto, la diferencia con los novacianos no radica en la condena del adulterio sino en la de las segundas nupcias de los viudos. Ceretti, en cambio, en ningún momento admite que la secta quisiese imponer la monogamia absoluta exigiendo a los laicos no casarse después de enviudar, lo que sí venía imponiendo la Iglesia a los clérigos; haciendo malabarismos absurdos para decir que lo que les prohibía a éstos era casarse de nuevo luego de un divorcio. Y todo para sostener que el término bígamo, en Nicea, se refiere al segundo matrimonio de un divorciado, negado por los novacianos pero admitido por la Iglesia católica. Como dicen Pérez Soba y Kampowski, si se aceptase esta interpretación de Ceretti (y de Kasper, añadimos nosotros), habría que concluir que la Iglesia católica actual sería novaciana y debería retractarse para poder estar en comunión con la Iglesia de Nicea.
Por tanto, es una arbitrariedad sin fundamento entender el canon de Nicea de una categoría de personas a la que no se refiere. No tiene, pues, ningún fundamento usarlo como hace Kasper y su fuente, Ceretti.
V. El segundo matrimonio en las iglesias ortodoxas
Tanto Häring como Kasper han propuesto, en orden a abrir la puerta a una segunda unión legítima desde algún ángulo, el modelo de la práctica de las iglesias ortodoxas. “Las Iglesias ortodoxas han conservado, decía Kaspers, conforme al punto de vista pastoral de la tradición de la Iglesia de los primeros tiempos, el principio para ellos válido de la oikonomía. A partir del siglo VI, sin embargo, haciendo referencia al derecho imperial bizantino, se ha ido más allá de la posición de la tolerancia pastoral, de la clemencia y de la indulgencia, reconociendo, junto a las cláusulas del adulterio, también otros motivos de divorcio, que parten de la muerte moral y no solo física del vínculo matrimonial”[41].
No responde a la verdad histórica el presentar la praxis de las Iglesias ortodoxas como “continuación de una tradición de los primeros siglos”. Se trata, como hemos visto, de un bulo histórico. En realidad, la historia del problema de la doctrina y la praxis del divorcio y las nuevas nupcias en las Iglesias ortodoxas tiene muchas complicaciones, no solo por los vaivenes históricos, sino por el hecho de que no ha sido igual en todas las Iglesias. Ha hecho una presentación muy clara de la historia, la teología y la base legal de este problema, el arzobispo Cyril Vasil’, secretario de la Congregación para las Iglesias Orientales, en la que sustancialmente nos basamos[42]. Se refiere a la historia y evolución del divorcio y de las nuevas nupcias en las Iglesias griega, rusa y en los países con estatutos personales.
Para llegar a comprender esta problemática hay que tener en cuenta lo que reconocía el arzobispo ortodoxo de Nueva York, P. L’Huillier, que resume Vasil’ diciendo que “las Iglesias ortodoxas prácticamente no han elaborado nunca una doctrina clara sobre la indisolubilidad del matrimonio que elevaría a nivel jurídico las exigencias neotestamentarias. Este hecho es la clave de lectura que nos permite entender por qué las Iglesias ortodoxas, a través también de las expresiones de sus autoridades supremas, a veces aceptan solo pasivamente la realidad sociológica”[43]. No se puede hablar de una doctrina común porque “en el pasado solo unos pocos autores ortodoxos han realizado una reflexión más profunda sobre la cuestión, y también en la actualidad la cantidad y calidad de la reflexión teológica y canónica son relativamente bajas”[44].
Ya vimos que en la Iglesia primitiva, se debatía si era posible volver a casarse tras la muerte del cónyuge, pero el divorcio y un segundo matrimonio estaban prohibidos. Algunos Padres griegos, como san Gregorio Nacianceno, predicaban contra leyes imperiales laxas que permitían volver a casarse. Gregorio llamaba a las uniones subsecuentes “indulgencia”, luego “transgresión” y, finalmente, “inmundicia”[45]. Estos no eran permisos para divorciarse y volverse a casar, sino intentos de limitar uniones subsecuentes, incluso tras la muerte de un esposo.
Con el tiempo, y bajo presión de los emperadores bizantinos que ejercían una autoridad agresiva sobre la Iglesia bizantina, los cristianos orientales terminaron identificando los “segundos matrimonios” tras la viudez con el nuevo matrimonio tras un divorcio, releyendo los textos patrísticos bajo esta luz. Jugó un papel muy importante la excesiva unión –y confusión– que se ha dado desde los primeros siglos entre el poder eclesiástico y el poder civil (imperial) en las Iglesias orientales. De acuerdo con la Novella 89, del emperador bizantino León VI, en el año 895, la Iglesia se convirtió en la única institución competente para la celebración del matrimonio; pero como contrapartida, el poder imperial obligó a los tribunales eclesiásticos –de forma definitiva desde 1086– a ser también los únicos competentes para el examen de los casos matrimoniales, por lo que la Iglesia pasó a ser solicitada para reconocer el divorcio y las segundas nupcias que reconocía el Estado. De hecho, escribiendo sobre este documento (la Novella 89), el teólogo ortodoxo John Meyendorff lamenta que “la Iglesia se vio obligada no solo a darle la bendición a matrimonios que no aprobaba, sino incluso a «disolverlos» (es decir, a conceder «divorcios»). La Iglesia tuvo que pagar un precio elevado por la nueva responsabilidad social que había recibido; tuvo que «secularizar» su actitud pastoral hacia el matrimonio y prácticamente abandonar su disciplina penitenciaria”[46].
El divorcio y las segundas nupcias surgen, así, de una incorrecta interpretación de la expresión “salvo en caso de porneia” de Mt 5,32 y Mt 19,9 que ya hemos analizado. Ya vimos que quienes entienden porneia como fornicación o concubinato, no ven en las palabras de Cristo una excepción a la indisolubilidad, sino la obligación de separarse que incumbe a quienes no están casados. Pero los que interpretan el término como adulterio, se dividen. Por un lado, los antiguos Padres no lo leían como una excepción a la indisolubilidad, sino como un impedimento para continuar la convivencia (porque, siendo el matrimonio algo sagrado, no concebían que el marido siguiera conviviendo con la esposa adúltera; debía separarse y vivir en continencia de ahí en más). Los ortodoxos, en cambio, lo entienden generalmente como un verdadero divorcio con derecho a nuevas nupcias. El Cardenal Müller, refiriéndose a esta última interpretación, ha dicho claramente que “no es coherente con la voluntad de Dios, tal como se expresa en las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio, y representa una dificultad significativa para el ecumenismo”[47]. Häring y Kasper, en cambio, consideran que cometer el mismo error de interpretación de los ortodoxos nos permitiría dar un paso significativo en las relaciones ecuménicas. Pero esto no es ecumenismo católico, del mismo modo que no salvamos los pecadores cometiendo los mismos pecados que ellos.
Esta praxis permite, pues, segundos y terceros matrimonios después de un divorcio, aunque con ritos matrimoniales por fuera de la Eucaristía. Dado que estas uniones no son consideradas adúlteras, los divorciados y vueltos a casar son admitidos a la comunión. Estos segundos matrimonios son llamados a veces “penitenciales”, pero son reconocidos válidos.
El motivo aducido para esta excepción viene enunciado como “condescendencia hacia la imperfección humana” y se lo denomina “principio de la oikonomía”. Pero se ha mostrado a lo largo de los siglos como una grieta en la concepción del matrimonio que, como toda fisura, ha ido ampliándose. En la actualidad la Iglesia ortodoxa rusa admite catorce motivos para el divorcio (los últimos tres, introducidos en el año 2000, son: contraer sida, alcoholismo o toxicodependencia demostrados por un estudio médico –¡téngase en cuenta que en Rusia hay actualmente tres millones de alcohólicos diagnosticados!– y abortar sin acuerdo del marido). Por su parte, la Iglesia ortodoxa griega acepta nueve motivos para el varón y ocho para la mujer[48]. Una de las vías empleadas para ampliar esta lista de causales de divorcio o de disolución del vínculo ha sido analogar ciertas situaciones a la “muerte física del cónyuge”. En particular el teólogo ruso P. Evdokimov, habla de “la muerte de la materia misma del sacramento del amor con el adulterio, la muerte religiosa con la apostasía; la muerte civil con la condena [prisión]; la muerte física con la ausencia”[49]. El P. Bernard Häring ha tomado como válidas estas líneas pastorales de la teología ortodoxa y las ha planteado como “solución” para los católicos divorciados vueltos a casar en el ensayo que ya hemos analizado y que inspira, a nuestro entender, las propuestas del cardenal Kasper[50].
El ya mencionado arzobispo ortodoxo de Nueva York, P. L’Huillier, reconoce que, “en la práctica concreta (las Iglesias ortodoxas) o sancionan o reconocen más o menos veladamente los divorcios civiles”[51]. Y Pérez-Soba y Kampowski afirman al respecto: “No se puede disfrazar una realidad que en la mayor parte de los casos se reduce a una simple dispensa obtenida mediante el pago de una tasa en el obispado, a continuación de la cual automáticamente el obispo ortodoxo firma el permiso para un segundo o un tercer matrimonio. Es una cuestión que viven cotidianamente los obispos y presbíteros católicos presentes en estos países: en la práctica esto presupone muy claramente un divorcio”. Y añaden refiriéndose a la propuesta de Kasper de considerar la práctica ortodoxa como una solución: “esto es algo totalmente ajeno a la visión idílica que presenta el Cardenal (al decir): «Esta posible vía no sería una solución general. No es el camino ancho de la gran masa, sino el camino estrecho de la parte probablemente más pequeña de los divorciados vueltos a casar, sinceramente interesada en los sacramentos»”[52]. La verdad sería, por el contrario, semejante a cortar las venas del sacramento del matrimonio y dejar que la Iglesia se desangre por esa vía.
Considero que el desangrarse del matrimonio en las Iglesias ortodoxas es prueba fehaciente de la desviación del principio, es decir, de la llamada “economía”, que ha terminado por constituir, en realidad, una verdadera “teología del divorcio”, como la llama el cardenal Ratzinger[53]. Con mucha justeza, el mismo autor añadía: “Las Iglesias ortodoxas subrayaron el principio de la oikonomia, de la actitud benévola en los casos difíciles, lo que comportó un progresivo debilitarse del principio de la akribia, de la fidelidad a la palabra revelada”[54]. No se puede decir más escuetamente. Se trata, pues, indudablemente de una “solución”; pero algo así como lo que hoy en día se entiende como “solución final”.
Además de la fragilidad que caracteriza la interpretación ortodoxa y las consecuencias a las que llega la propuesta y praxis de las Iglesias ortodoxas, queda pendiente un tema nada menor y es la naturaleza de esos segundos o terceros matrimonios. ¿Qué es ese matrimonio para las mismas Iglesias ortodoxas, o qué sería, al menos, para los autores que lo reproponen en el campo católico? Ya hemos visto que la teología ortodoxa es muy débil en estos puntos y nunca llega a entenderse el sentido de estos “matrimonios”, porque su reflexión no es clara ni profunda. No se puede esperar una noción clara de estas segundas uniones “legítimas”, porque estos autores no tienen una noción clara del mismo matrimonio. Vale para esto lo que afirmó Juan Pablo II: “la incomprensión de la índole indisoluble (del matrimonio) constituye la incomprensión del matrimonio en su esencia”[55]. De ahí que no debe extrañarnos las categorías imprecisas con que se presenta esta segunda unión que no sería sacramental (afirmación con la que creen salvar la indisolubilidad del primer matrimonio) pero tendría una “bondad natural, imperfecta, aunque suficientemente aceptable”. Habría, pues, en la Iglesia dos órdenes de matrimonios: “el de los perfectos, es decir, sacramental, y el de los imperfectos, o bien solo natural”. Quizá Kasper pueda considerar válido esto porque en su teología sacramental, habla de una participación imperfecta de todos los matrimonios en la unión entre Cristo y la Iglesia, que se da, por ejemplo “cuando, por algún motivo, no es posible un matrimonio eclesiástico-sacramental pero hay sin embargo presente una voluntad de matrimonio no solamente humana, sino también cristiana (en el caso, por ejemplo, de los separados que se han vuelto a casar). Ellos pueden confiar en el hecho de que Dios les dé la gracia para cumplir sus deberes, porque su unión (legame) participa del misterio de Cristo y de la Iglesia mediante la fe que se expresa eventualmente en la penitencia por la culpa tenida en la rotura del primer matrimonio”[56].
En fin, si puede afirmarse que una unión que constituye estrictamente hablando un adulterio es una “participación del misterio de Cristo y de la Iglesia”, está todo dicho, y todo disparate queda ubicado en su lugar correcto[57].
NOTAS:
[1] Kasper, W., Il Vangelo della Familia, 42.
[2] No la llamo “pastoral” en sentido propio porque solo es pastoral lo que realmente beneficia a la grey, lo que no ocurre en este caso, como intentaré demostrar a continuación.
[3] Card. Caffarra, Carlo, Da Bologna con amore: fermatevi, Il Foglio, 15 de marzo de 2014.
[4] Comisión Teológica Internacional, La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio (1977), nn. 3.1 y 3.2.
[5] Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 21 de nero de 2000.
[6] Kasper, W., Il Vangelo della Familia, 44.
[7] Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 10 de febrero de 1995, n. 9.
[8] Tomo estos datos del estudio John Corbett, et altri, Recent Proposals for the Pastoral Care of the Divorced and Remarried: A Theological Assessment, Nova et Vetera, vol. 12, n. 3 (2014), 601-630, B-2. Se trata de un análisis de las propuestas de Kasper y de otros teólogos para la atención pastoral de las personas divorciadas y vueltas a casar. Los teólogos, todos dominicos de la Facultad Pontificia de la Inmaculada Concepción en la Casa Dominicana de Estudios [Washington, DC], del Athenaeum de Ohio [Mount St. Mary’s of the West], y de la Facultad de Derecho Canónico, Universidad Católica de América), son John Corbett, Andrew Hofer, Paul J. Keller, Dominic Langevin, Dominic Legge, KurtMartens, Thomas Petri, y Thomas Joseph White. En este punto histórico ellos usan mucho el estudio de G. H. Joyce, Christian Marriage: An Historical and Doctrinal Survey, Londres, Sheed and Ward (1948).
[9] Pío VII, Breve Etsi fraternitatis, DH 2705-2706.
[10] Congregación para la Propagación de la Fe, Instrucción Ad Archiep. Fogariasien et Alba-Iulien, 24 de marzo de 1858.
[11] León XIII, Encíclica Arcanum divinae sapientiae, 10 de febrero 1880; DH 3142-3146.
[12] Ratzinger, J., Introducción, en: Congregación para la Doctrina de la Fe, Sobre la atención pastoral de los divorciados vueltos a casar. Documentos, comentarios y estudios, 15.
[13] Ibídem.
[14] Ibídem; también, FC 84.
[15] Cf. Ibídem, 18-19.
[16] Ibídem, 19.
[17] El escándalo se denomina teológico cuando se induce a una persona a un error en la fe o en la ley moral. El de los débiles o pusilánime es que procede de la ignorancia o mala interpretación que hacen, quienes no están bien formados, de los hechos ajenos, no en sí pecaminosos.
[18] Garrigues Jean-Miguel, O.P, “Chiesa di puri” o «Nassa composita”?, Intervista di Antonio Spadaro S.I., La Civiltà Cattolica, n. 3959, (junio 2015), 508.
[19] “La pureza exige el pudor. Este es una parte integrante de la templanza. El pudor preserva la intimidad de la persona. Designa la negativa a mostrar lo que debe permanecer oculto. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama. Ordena las miradas y los gestos según la dignidad de las personas y de su unión” (CICat, 2521).
[20] San Agustín, Confesiones, X, 29, 40.
[21] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. 11; DH 1536.
[22] Fabro, Cornelio, La aventura de la teología progresista, Pamplona (1976), 289.
[23] Fabro, Cornelio, La aventura de la teología progresista, 290.
[24] Fabro, Cornelio, La aventura de la teología progresista, 290-291.
[25] John Corbett, et altri, Recent Proposals, C-1.
[26] Cf. Fuentes, M., La castidad, ¿posible?, San Rafael (2006).
[27] Kasper, W., Il Vangelo della Familia, 60-61..
[28] Kasper, Teologia del matrimonio cristiano, 54.
[29] O. Ceretti, Divorzio, nuove nozze e penitenza nella Chiesa primitiva, Bologna (1977).
[30] Crouzel, H. L’Eglise primitive face au divorce, Paris (1971).
[31] Crouzel, H., Divorce et remarriage dans l’Église primitives. Quelques réflexions de méthodologie historique, Nouvelle Revue Théologique, 98/10 (1976), 891-917.
[32] Crouzel, H., Les digamoi visés par le Concile de Nicée dans son canon 8, Augustinianum 198 (1978) 533-546. Los tres estudios aquí citados han sido republicados a fines de 2014 en un volumen: Crouzel, H., Divorziati “risposati”. La prassi della Chiesa primitiva, Siena (2014).
[33] Congregación para la Doctrina de la Fe, Sobre la atención pastoral de los divorciados vueltos a casar. Documentos, comentarios y estudios, 113-151.
[34] Crouzel analiza dos objeciones que pueden ponerle, y son el hecho de que algunos emperadores cristianos conservaron, aunque con numerosas restricciones, la posibilidad de un nuevo matrimonio. A lo que responde que en los siglos IV y V el imperio no solo tenía cristianos sino paganos, y la legislación imperial, hasta el compromiso de Justiniano, en el siglo VI, debía legislar tanto sobre unos como sobre otros. Además, añade, nada obliga a pensar que todas las normas imperiales tuviesen espíritu cristiano; una cosa es la ley imperial y otra la legislación canónica. La otra objeción es que si a la mujer separada se hubiese prohibido un segundo matrimonio no hubiese tenido como sobrevivir, puesto no habría tenido ninguna posibilidad de trabajar ni de ganarse la vida. Pero Crouzel recuerda que esa era también la situación de las viudas y de las vírgenes, de las cuales se hacía cargo la comunidad cristiana. Y lo mismo valía para las repudiadas, como testimonia la Didascalia en la traducción siríaca y en la reelaboración griega de las Constituciones Apostólicas.
[35] San Basilio, Moralia, Reg. 73,2.
[36] San Agustín, De fide et operibus, 19,35.
[37] Las señalo siguiendo lo que exponen Pérez-Soba y Kampowski, Il Vangelo della Famiglia, 110-112.
[38] San Gregorio Nacianceno, Epístola,144. Cf. Pérez-Soba y Kampowski, Il Vangelo della Famiglia, 109-110.
[39] También ha analizado el texto G. Pelland, en su estudio ya mencionado (La práctica de la Iglesia antigua relativa a los fieles divorciados vueltos a casarse, 134-137.
[40] San Agustín, La dignidad del estado de viudez, 4,6.
[41] Kasper, W., Il Vangelo della Familia, 61-62.
[42] Vasil’, Cyril, Separación, divorcio, disolución del vínculo matrimonial y nuevo matrimonio. Aproximación teológica y práctica de las Iglesias Orientales, en: AA.VV. Permanecer en la Verdad de Cristo, 103-141.
[43] Vasil’, en: AA.VV., Permanecer en la verdad de Cristo, 138.
[44] Vasil’, en: AA.VV., Permanecer en la verdad de Cristo, 133.
[45] Gregorio Nacianceno, Discurso 37,8.
[46] Meyendorff, John, Marriage: An Orthodox Perspective, 2a ed., Crestwood, St. Vladimir’s Seminary Press (1975), 29.
[47] Müller, G., Testimonio a favor de la gracia; en: AA.VV., Permanecer en la verdad de Cristo, 167.
[48] Vasil’, en: AA.VV. Permanecer en la Verdad de Cristo, 122 y 129-130.
[49] Evdokimov, P., Le Sacrement de l’amour, Paris (1962), 256.
[50] Häring, B., Pastorale dei divorziati, Una strada sensa uscita?, 47-53. Si bien este autor no cita ninguna fuente, habla de muerte física, muerte moral, muerte psíquica y muerte civil.
[51] Vasil’, en: AA.VV. Permanecer en la Verdad de Cristo, 132.
[52] Pérez Soba – Kampowski, Il Vangelo della familia, 86-87.
[53] Ratzinger, J., Sobre la atención pastoral de los divorciados vueltos a casar. Documentos, comentarios y estudios, 29
[54] Ibídem, 10.
[55] Juan Pablo II, Discurso a Rota Romana, 28 de enero de 2002.
[56] Kasper, Teologia del matrimonio cristiano, Brescia (1979), 76-77.
[57] Desde este trampolín puede llegar decirse cualquier cosa, como ha hecho, por ejemplo, Mons. Jean-Paul Vesco, O.P., obispo Orán, África, para quien, cuando un católico se divorcia y contrae una nueva unión civil, “su elección de comprometerse en una segunda alianza ha creado un segundo vínculo tan indisoluble como el primero” (La Vie, 23 de setiembre de 2014).
Este artículo tiene fuentes que demuestran las raíces de la verdad del matrimonio, si estas realidades se promovieran con más ímpetu y con lenguaje sencillo que grandes cambios -y salvación- se crearía en el mundo de hoy.