Ratzinger contesta a Kasper ¡20 años antes de su Discurso al Consistorio!

Ratzinger2NOTA DEL BLOG: El cardenal Kasper en su alocución al Consistorio citaba como una de las fuentes inspiradoras de sus propuestas, un escrito de 1972 de Joseph Ratzinger que precisamente en ese mismo momento se encontraba en prensa en el último volumen de sus Obras Completas “corregido” en sentido contrario del que lo usaba Kasper. Podemos conceder que este último ignorase el dato; pero no podía ignorar que entre ese escrito de muchos años atrás y febrero de 2014 Ratzinger no sólo había firmado, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la Carta a los Obispos sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados vueltos a casar, de 1994, sino que había escrito de su propio puño la magnífica Introducción al volumen que recoge este documento y otros del magisterio, así como varios comentarios, siendo él mismo autor de la crítica a las objeciones más comunes contra la doctrina de la Iglesia al respecto, precisamente las mismas que están en la base de las propuestas que hace Kasper. No fue muy decoroso de su parte no hacer notar que estaba usando un texto de quien, en realidad, no lo apoyaba sino que lo refutaba.

Publico, pues, de modo íntegro el texto de esa Intruducción (en una entrada anterior hemos publicado solo la 3ª parte de la misma).

 

Introducción  a los Documentos y Comentarios sobre  la “Carta a los Obispos sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados vueltos a casar”

Card. Joseph Ratzinger

El matrimonio y la familia tienen una importancia de­cisiva para un positivo desarrollo de la Iglesia y de la so­ciedad. Las épocas en que florece la situación del matri­monio y de la familia son también épocas de bienestar para la humanidad. Si matrimonio y familia entran en crisis, esto trae consecuencias notables para los cónyuges y para sus hijos, y también para el Estado y para la Igle­sia. Para todo el mundo resulta evidente que los períodos de agitación y los cambios culturales del siglo que ter­mina no han respetado la vida matrimonial y familiar. Ciertamente también aparecen signos de esperanza en este importante ámbito de la existencia, pero, en su con­junto, matrimonio y familia se encuentran en muchos países en una crisis profunda. Uno de los muchos sínto­mas de esto es el número creciente de los que se divorcian y contraen un nuevo vínculo civil.

La cuestión de qué camino deba seguir el acompaña­miento pastoral de esas personas está en el centro de una vivaz discusión en la Iglesia. Las dificultades de la pasto­ral familiar no son, por otra parte, nada nuevo, la Iglesia las ha encontrado desde el tiempo de los apóstoles. Los Padres de la Iglesia se preocupaban de resolver los proble­mas que iban surgiendo, caso por caso; para hacerlo se atenían naturalmente a la enseñanza de Jesucristo sobre la indisolubilidad del matrimonio, buscando, sin em­bargo, sin vaciar las palabras de Jesús, tener en cuenta las situaciones particulares, a menudo, muy complejas. En el segundo milenio cristiano en Occidente, los problemas re­lacionados con el matrimonio fueron clarificados ulte­riormente y regulados en el plano de la enseñanza y del derecho eclesiástico. Las Iglesias ortodoxas subrayaron el principio de la oikonomia, de la actitud benévola en los casos difíciles, lo que comportó un progresivo debilitarse del principio de la akribia, de la fidelidad a la palabra re­velada.

En los últimos decenios los divorcios, a los que en ge­neral sigue una nueva unión civil, han crecido vertigino­samente. Por este motivo, la Iglesia siente el deber de re­flexionar nuevamente y precisar algunos principios magisteriales, canónicos y pastorales. Estas reflexiones introductorias no pueden agotar el tema que tiene mu­chos aspectos, ni pueden entrar, sobre todo, en los mu­chos problemas implicados, ni en el desarrollo de la doc­trina matrimonial después del Concilio Vaticano II. Tienen solamente la finalidad de (I) describir brevemente el contexto de las más recientes declaraciones del Magis­terio, (II) resumir los contenidos esenciales de la doctrina de la Iglesia sobre este tema y (III) señalar algunas de las objeciones contra esa doctrina, indicando la dirección en la que puede ir una respuesta.

 

I. EL CONTEXTO DE LOS ÚLTIMOS PRONUNCIAMIENTOS MAGISTERIALES

 

1. El Concilio Vaticano II ha profundizado la ense­ñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia y lo ha propuesto desde una perspectiva más personalista (cfr GS 47-52). Debido a la decisión del Concilio de presentar positivamente la verdad, se habló menos de las dificulta­des y los problemas. Las cuestiones relativas a los fieles divorciados vueltos a casarse no fueron expresamente to­cadas por los Padres del Concilio, ni siquiera tenían en aquella época la actualidad de hoy. A pesar de esto, el Concilio enseña que el divorcio mina la dignidad del ma­trimonio y de la familia (cfr GS 47) y no es conciliable con el amor matrimonial (cfr GS 49).

2. Ya a finales del siglo XVIII, el divorcio fue introducido en algunos países como posibilidad jurídica de la legisla­ción estatal. En los años 60 y 70 de este siglo ha sido sancio­nado por el Derecho civil en casi todos los países con mayo­ría de población católica. Como consecuencia, un número cada vez más amplio de fieles católicos han pedido el divor­cio y han contraído un nuevo vínculo, naturalmente sin la celebración en la Iglesia. Según el Código de 1917 que es­taba entonces vigente, esos fieles fueron considerados ipso facto infames (can. 2356) y publice indigni (can. 855,1). Por su vida en el pecado no solamente estaban excluidos de los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía, sino que eran considerados públicamente infames.

En diversos lugares de la Iglesia, especialmente en los Estados Unidos, esta regulación de la Iglesia se veía como excesivamente rígida y no adecuada. Se hizo notar que, en realidad, era necesario tener en cuenta historias huma­nas muy diferentes y se llamó la atención en particular so­bre aquellos que tenían dudas sólidas sobre la validez de su matrimonio precedente, pero no podían demostrarlo en un proceso de nulidad matrimonial. En diversos am­bientes fue propuesta y practicada una solución de fuero interno para situaciones difíciles: en algunos casos, los confesores daban la absolución a los fieles divorciados vueltos a casar y les admitían a recibir la comunión.

3. El 11 de abril de 1973, la Congregación para la Doc­trina de la Fe enviaba una confidencial Carta a los Obis­pos de la Iglesia Católica, para dar algunas orientaciones sobre la cuestión. Este documento subrayaba que todos debían atenerse a la enseñanza sobre la indisolubilidad del matrimonio. Sobre la cuestión de si los fíeles en situa­ciones irregulares podían ser admitidos a los sacramentos se remitía a la legislación vigente en la Iglesia y también a la denominada probata praxis Ecclesiae in foro interno. La finalidad de la Iglesia era proteger y defender la indisolu­bilidad del matrimonio frente a ciertas posiciones libera­les. El envío a la mencionada praxis en el fuero interno es­taba, sin embargo, abierto a diversas interpretaciones. Se discutía también el tema de cómo se podía hacer justicia a los fieles que estaban en conciencia convencidos de la nulidad de la unión precedente, pero no podían demos­trarlo a través de hechos concretos.

4. Estas y otras cuestiones similares pedían una clari­ficación. Cada vez con mayor evidencia surgía también la necesidad de emanar indicaciones, no sólo negativas, sino también positivas sobre el comportamiento pastoral en relación con los fieles divorciados vueltos a casarse. La Asamblea del Sínodo de Obispos de 1980 se planteó con valentía estos problemas y elaboró diversas propuestas.

A partir de esas propuestas, Juan Pablo II, dentro de su responsabilidad como Pastor supremo de la Iglesia, presentó, en la Exhortación apostólica Familiaris consortio, del 22 de noviembre de 1981, una serie de determina­ciones concretas sobre el problema (cfr n. 84). Esas deter­minaciones, que trataremos en la segunda parte de esta introducción, muestran la medida en que la Iglesia, como madre y maestra, también se preocupa de los fieles en si­tuación irregular.

5. En 1983, después de muchos años de preparación, fue promulgado el nuevo Código de Derecho Canónico, que habla en otro tono de los fieles divorciados vueltos a casar, aunque repite que quienes «perseveran obstinada­mente en un pecado grave manifiesto», no pueden ser ad­mitidos a la sagrada comunión (cfr can. 915; cfr también Codex canonum Ecclesiarum Orientalium, 712).

Además, el derecho de la Iglesia subraya la competen­cia del tribunal eclesiástico para la verificación de la vali­dez del matrimonio de los católicos. El Código, al otorgar mayor espacio a la fuerza de prueba de las declaraciones de las partes, abre nuevas vías para demostrar la nulidad de la unión precedente (cfr más adelante II.7). Con esta innovación jurídica se indica una vía a través de la que si­tuaciones particularmente difíciles pueden ser resultas en el fuero externo, que es el fuero competente dada la reali­dad pública del matrimonio.

6. A pesar de las determinaciones de Familiaris consortio, que en sus contenidos esenciales entraron también en el Catecismo de la Iglesia Católica del año 1992 (nn. 1650- 1651) y de las clarificaciones de los nuevos códigos, una praxis pastoral diferente, especialmente en la cuestión de la recepción de los sacramentos, fue reclamada ulteriormente en algunos ambientes. No pocos expertos propusieron estu­dios en los que buscaban justificar teológicamente esa pra­xis. Muchos sacerdotes dieron a los fieles vueltos a casarse que lo pedían la absolución y recomendaban, o al menos to­leraban, que recibiesen el cuerpo del Señor.

Para salir al paso de abusos pastorales, los obispos de la provincia eclesiástica del alto Rin, publicaron en 1993 diversas declaraciones «sobre la pastoral de los divorciados y de los divorciados vueltos a casarse». Su finalidad era crear en las comunidades parroquiales de su diócesis una praxis unitaria y ordenada sobre esta difícil cuestión; para ello, subrayaron las claras palabras de Jesucristo sobre la indisolubilidad del matrimonio y recordaron que no es po­sible una admisión generalizada de los fieles que después del divorcio se han casado civilmente. Pero admitieron la posibilidad de que, en determinados casos, esos fieles pu­diesen acceder a la mesa del Señor, si, después de una charla con un sacerdote prudente y experimentado, pensa­ban en conciencia que estaban autorizados.

7. La iniciativa de los Obispos fue acogida positiva­mente en muchos ambientes de la Iglesia. Sin embargo, no pocos Cardenales y Obispos se dirigieron a la Congregación para la Doctrina de la Fe pidiendo una aclaración sobre el tema. Algunos teólogos fueron más radicales y pidieron un cambio en la doctrina y en la disciplina; muchos pensaban que, después de un tiempo de penitencia, se debía readmitir oficialmente a los sacramentos a los fieles divorciados vuel­tos a casarse; otros pensaban que se debía dejar la cuestión a los sacerdotes que trabajan en la pastoral o incluso dejar la decisión a los mismos fieles interesados.

Debido a las implicaciones doctrinales de esas pro­puestas, la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 14 de septiembre de 1994 dirigió una Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarís- tica por parte de los fieles divorciados vueltos a casarse, con el fin de reafirmar la verdad y la praxis de la Iglesia.

8. El Pontificio Consejo para la familia, en su Asam­blea Plenaria de 1997, se ocupó a fondo del problema de los fieles divorciados vueltos a casarse. Como conclusión de las deliberaciones se publicaron algunas Recomenda­ciones Con ocasión de esa Asamblea Plenaria, el Santo Padre, el 24 de enero de 1997, pronunció una Alocución en la que recuerda algunos principios esencia­les de la Familiaris consortio.

 

II. LOS CONTENIDOS ESENCIALES DE LA DOCTRINA DE LA IGLESIA

Para facilitar su comprensión, los contenidos esen­ciales de los diferentes pronunciamientos magisteriales[1] serán sintetizados en ocho tesis y comentados breve­mente.

  1. Los fieles divorciados que se han vuelto a casar se encuentran en una situación que contradice objetivamente la indisolubilidad del matrimonio

Por fidelidad a la enseñanza de Jesucristo, la Iglesia permanece firmemente convencida de que el matrimonio es indisoluble. El Concilio Vaticano II enseña: «esta ín­tima unión, en tanto que donación íntima de dos perso­nas, y el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman la indisoluble unidad» (Gaudium et spes 48). La Iglesia cree que nadie, ni siquiera el Papa, tiene el poder de disolver un matrimonio sacramental rato y consumado (cfr CIC can. 1141). Por tanto la Iglesia no puede «reconocer una nueva unión si era válido el ma­trimonio precedente» (Carta 4). Una nueva unión civil no puede disolver el precedente vínculo matrimonial sacra­mental, y se coloca, por tanto, en directo contraste obje­tivo con la verdad del vínculo matrimonial indisoluble que permanece.

Por este motivo está prohibido «celebrar, por ningún motivo o pretexto, tampoco de tipo pastoral, a favor de los divorciados que se han vuelto a casar, ceremonias de nin­gún tipo» (FC 84). Estas ceremonias darían la impresión de que se trata de una nueva boda sacramental y vaciarían la doctrina sobre la indisolubilidad del matrimonio.

  1. Los fieles divorciados vueltos a casarse siguen siendo miembros del Pueblo de Dios y deben experimentar el amor de Cristo y la cercanía materna de la Iglesia

Aunque estos fieles vivan en una situación que contra­dice el mensaje del Evangelio, no están excluidos de la co­munión eclesial; «son y seguirán siendo sus miembros, porque han recibido el bautismo y conservan la fe cris­tiana» (Discurso 2). Por este motivo, los documentos ma­gisteriales hablan normalmente de fieles divorciados vuel­tos a casarse y no simplemente de divorciados vueltos a casarse.

Los que sufren por relaciones familiares difíciles tie­nen una necesidad particular del amor pastoral. La Igle­sia ha sido llamada a permanecer cerca de esas personas, siguiendo el ejemplo de Jesús, que no excluía a nadie de su amor; por eso, «se esforzará sin cansancio por poner a su disposición los medios de salvación» (FC 84).

Los pastores están llamados a cuidar de modo dis­creto de los fieles interesados, para ello deben discernir las diversas situaciones. Algunos han destruido con grave culpa su unión matrimonial, otros sencillamente han sido abandonados por su cónyuge; unos están convencidos en conciencia de la nulidad de su matrimonio precedente, otros se han casado prioritariamente a causa de la educa­ción de los hijos; por último están quienes en su segunda unión han descubierto la fe y han recorrido ya un largo camino de penitencia (cfr FC 84; Carta 3).

A partir de esas distinciones, que tienen en cuenta la particularidad de las diversas situaciones, los pastores mostrarán a los fieles interesados caminos de conversión y de participación en la vida de la Iglesia. Juntamente con el Sínodo de Obispos de 1980, Juan Pablo II ha invitado a toda la Iglesia a interesarse por los fieles que están en condiciones matrimoniales difíciles y a no tratarles con indiferencia o reproches: «Que la Iglesia rece por ellos, les anime, se muestre como madre misericordiosa y de ese modo les sostenga en la fe y en la esperanza» (FC 84). «Será necesario que los pastores y la comunidad de los fieles sufran y amen junto a las personas interesadas, para que puedan reconocer en su carga el yugo dulce y la carga ligera de Jesús[2]. Su carga no es dulce y ligera por­que sea pequeña o insignificante, sino que se hace ligera porque el Señor, y con Él toda la Iglesia, la comparte. Es tarea de la acción pastoral, que se ha de desarrollar con plena dedicación, ofrecer esta ayuda, fundada conjunta­mente en la verdad y el amor» (Carta 10).

  1. Como bautizados, los fieles divorciados vueltos a casarse están llamados a participar activamente en la vida de la Iglesia, en la medida en que esto sea compatible con su situación objetiva

Los fieles divorciados vueltos a casarse pueden, sin duda, participar en muchas actividades vitales de la Igle­sia: «Sean exhortados a escuchar la Palabra de Dios, a fre­cuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de peniten­cia para implorar, día a día, la gracia de Dios» (FC 84).

En la Alocución de 1997, el Santo Padre subraya en particular el significado de la educación de los hijos: «Un capítulo muy importante es el que se refiere a la forma­ción humana y cristiana de los hijos de la nueva unión. Hacerles partícipes de todo el contenido de la sabiduría del Evangelio, según la enseñanza de la Iglesia, es una obra que prepara admirablemente el corazón de los pa­dres para recibir la fuerza y la claridad necesarias para superar las dificultades reales que se encuentran en su ca­mino y volver a poseer la plena transparencia del misterio de Cristo que el matrimonio cristiano significa y realiza» (Discurso 4).

La Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe subraya, junto a los aspectos mencionados, también el sig­nificado de la comunión espiritual: «Se debe ayudar a los fieles a profundizar en su comprensión del valor de la par­ticipación en el sacrificio de Cristo en la Misa, de la comu­nión espiritual, de la oración, de la meditación de la Pala­bra de Dios, de las obras de caridad y de justicia» (Car­ta 6).

Es importante repetir siempre que los fieles interesa­dos pueden y deben participar de múltiples formas en la vida de la Iglesia. La participación en la vida de la Iglesia no puede ser reducida al tema de la recepción de la comu­nión, como por desgracia sucede a menudo.

  1. Por su situación objetiva, los fieles divorciados vueltos a casarse no pueden ser admitidos a la sagrada comunión y tampoco pueden acceder por propia iniciativa a la mesa del Señor

En Familiaris consortio, el Papa, después de invitar a los fieles interesados a participar en muchos aspectos de la vida de la Iglesia, afirma con palabras claras: «Sin em­bargo, la Iglesia, fundándose en la Sagrada Escritura, rea­firma su praxis, de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez» (FC 84). Esta norma no es simplemente una regla de disciplina, que po­dría ser cambiada por la Iglesia; sino que deriva de una si­tuación objetiva, que hace imposible por sí misma el ac­ceso a la sagrada comunión. Juan Pablo II expresa ese fundamento doctrinal con las palabras siguientes: «Son ellos mismos los que impiden que se les admita, ya que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y ac­tualizada en la Eucaristía» (FC 84). A este motivo pri­mario se añade un segundo, que es de naturaleza más pastoral: «si esas personas fuesen admitidas a la Eucaris­tía, los fieles serían inducidos a error y confusión sobre la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matri­monio» (FC 84).

Algunos teólogos han puesto la objeción de que esa norma no es adecuada para el discernimiento solicitado por el Papa de las diversas situaciones y, más bien, se de­berían tener en cuenta las situaciones singulares y ser fle­xibles también en el punto de la recepción de la comu­nión. Esta opinión, sin embargo, no es compatible con Familiaris consortio, como expresamente afirma la Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe: «La estruc­tura de la Exhortación y el tenor literal de sus palabras dejan entender claramente que esa praxis, presentada como vinculante, no puede ser modificada basándose en las diversas situaciones» (Carta 5).

Otros han propuesto distinguir entre la admisión ofi­cial a la sagrada comunión, que no sería posible, y el ac­ceso de estos fieles a la mesa del Señor, que estaría permi­tido en algunos casos, si los interesados viesen en conciencia que están autorizados a hacerlo. Contra esto la Carta de la Congregación subraya: «El fiel que de manera habitual convive conyugalmente con una persona, que no es la mujer legítima o el legítimo marido, no puede acce­der a la Comunión eucarística. En caso de que él lo juz­gase posible, por la gravedad de la materia y las exigen­cias del bien espiritual de la persona[3] y del bien común de la Iglesia, pastores y confesores tienen el grave deber de advertirle que ese juicio de conciencia está en abierto contraste con la doctrina de la Iglesia. También recordar esta doctrina cuando enseñan a todos los fieles que les han sido encomendados» (Carta 6).

Es importante explicar bien a los fieles el sentido de esta norma vinculante. No se trata de excluir de cualquier manera a alguien o discriminarle; se trata «únicamente de fidelidad absoluta a la voluntad de Cristo, que restable­ció y nos confió de nuevo la indisolubilidad del matrimo­nio como don del Creador» (Carta 10). Si los fieles que se encuentran en esa situación, la acogen con convicción in­terior, dan con ello testimonio de la indisolubilidad del matrimonio y de su fidelidad a la Iglesia (cfr Carta 9). Ciertamente, de este modo se reclama de forma constante a su conciencia la necesidad de la conversión.

En realidad, y esto es algo hoy prácticamente olvidado en la Iglesia, existen también muchas otras situaciones que se oponen a la digna y fructuosa recepción de la co­munión. En la predicación y en la catequesis, esto debería ser recordado más a menudo y con mayor claridad. De esa forma, también los fieles divorciados vueltos a casarse podrían comprender su situación con mayor facilidad.

  1. Por su situación objetiva, los fieles divorciados vueltos a casarse no pueden «ejercitar ciertas responsabilidades eclesiales» (Catecismo 1650)

Esto vale, por ejemplo, para el encargo de padrino. Se­gún el Derecho Canónico vigente, el padrino debe llevar «una vida conforme a la fe y al encargo que asume» (CIC can. 874, 1, 3o). Los fieles divorciados vueltos a casar no encajan en esa norma, porque su situación contradice ob­jetivamente el mandamiento de Dios. Un nuevo estudio, con la participación del Pontificio Consejo para la inter­pretación de los textos legislativos, ha demostrado que esta norma jurídica es clara y evidente. Sin embargo se hizo notar que las condiciones que es necesario exigir para asumir el encargo de padrino, fuera de los proble­mas aquí tratados, deberían ser precisados con mayor exactitud, para otorgar mayor valor en su significado a ese encargo y evitar abusos en la pastoral. En este tiempo se han dado ya pasos en esa dirección.

Hay otras tareas eclesiales, que presuponen un testi­monio de vida cristiana particular, que tampoco pueden ser encargadas a divorciados que se han vuelto a casar ci­vilmente: servicios litúrgicos (lector, ministro extraordi­nario de la Eucaristía), servicios catequéticos (profesor de religión, catequista para la primera comunión o para la confirmación), participación como miembro del consejo pastoral diocesano o parroquial. Los miembros de estos consejos deben estar plenamente insertados en la vida eclesial y sacramental y llevar además una vida que esté de acuerdo con los principios morales de la Iglesia. El De­recho Canónico establece que, para los consejos pastora­les diocesanos, y eso vale también para los Consejos pa­rroquiales, «sólo sean designados fieles que se distingan por una fe segura, buenas costumbres y prudencia» (CIC, can. 512,3)[4]. Debe ser desaconsejado también que los fie­les divorciados vueltos a casarse hagan de testigos en las bodas, aunque en esta circunstancia no hay razones in­trínsecas que lo impidan[5].

Tampoco en esto se puede argumentar que los fieles in­teresados sean discriminados. Se trata, más bien, de conse­cuencias intrínsecas de su situación objetiva de vida. El bien común de la Iglesia exige que se evite la confusión y en cualquier caso un posible escándalo. Por otra parte, en esta problemática la cuestión no se puede restringir unilateral- mente a los fieles divorciados vueltos a casarse, sino que debe ser afrontada en modo más profundo y amplio.

  1. Si los fieles divorciados que se han vuelto a casar se separan, o viven como hermano y hermana, pueden ser admitidos a los sacramentos

Para que los divorciados, que han contraído una nueva unión civil, puedan recibir válidamente el sacra­mento de la reconciliación, que abre la puerta a la sa­grada comunión, deben estar seriamente dispuestos a cambiar su situación de vida, de modo que deje de estar en contraste con la indisolubilidad del matrimonio.

Esto significa que se deben arrepentir de haber trans­gredido el vínculo matrimonial sacramental, que es imagen de la unión esponsal entre Cristo y su Iglesia, y se separen de esa persona que no es su legítimo cónyuge. Si, por serios motivos, como puede ser la educación de los hijos, esto no es posible, se deben proponer vivir en plena continencia (cfr FC 84). Con la ayuda de la gracia, que todo lo supera y su empeño decidido, su relación debe transformarse cada vez más en una unión de amistad, de estima y de ayuda recí­proca. Esta es la interpretación que Familiaris consortio hace de la llamada probata praxis Ecclesiae in foro interno. En la Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, esta solución es propuesta de nuevo añadiendo: «permane­ciendo la obligación de evitar el escándalo» (Carta 4).

Es evidente para todo el mundo que esta solución es exigente, especialmente si se trata de personas jóvenes. Por esto, tiene una importancia particular el acompaña­miento prudente y paterno de un confesor, que juzgue paso a paso a los fieles interesados que desean vivir como hermano y hermana. En este punto se deben desarrollar todavía muchas más iniciativas pastorales.

  1. Los fieles divorciados vueltos a casarse, que están subjetivamente convencidos de la invalidez de su matrimonio precedente, deben regular su situación en el fuero externo

El matrimonio tiene esencialmente un carácter pú­blico: constituye la célula primaria de la sociedad. El ma­trimonio cristiano posee una dignidad sacramental. El consentimiento de los esposos, que constituye el matrimo­nio, no es una simple decisión privada, sino que crea para cada miembro de la pareja una específica situación eclesial y social. El matrimonio es una realidad de la Iglesia y no concierne sólo la relación inmediata de los esposos con Dios. Por ello, en última instancia, no compete a la conciencia de los interesados decidir, basados en la propia convicción, si existe o no un matrimonio precedente y so­bre el valor de la nueva relación (cfr Carta 7 y 8).

Por este motivo, el Derecho Canónico revisado con­firma la competencia exclusiva de los tribunales eclesiás­ticos en el examen sobre la validez del matrimonio de los católicos. Esto significa que también quienes están con­vencidos en conciencia de que su matrimonio precedente, irremediablemente fracasado, no fue nunca válido, deben dirigirse al tribunal eclesiástico competente, que con un procedimiento de fuero externo, establecido por la Igle­sia, examina si se trata objetivamente de un matrimonio inválido. El Codex Iuris Canonici de 1983, y lo mismo vale para el Codex Canonum Ecclesiarum Orientalium, ofrece nuevas vías para demostrar la nulidad de un matrimonio. S.E. Mons. Mario F. Pompedda, Decano de la Rota Ro­mana, escribe sobre este tema su comentario Problemáti­cas canónicas, publicado en este volumen: «Dando prueba de un profundo respeto por la persona humana, en modo coherente con el derecho natural y eliminando del dere­cho procesal toda superflua formalidad jurídica, aunque respetando las exigencias imprescriptibles de la justicia (en este caso: alcanzar la certeza moral y la salvaguarda de la verdad, que aquí abarca incluso el valor de un sacra­mento) ha establecido normas para las que (cfr can. 1536,2 y can. 1679) las declaraciones de las partes pueden constituir por sí mismas prueba suficiente de nulidad, na­turalmente, cuando la congruencia de esas declaraciones con las circunstancias de la causa ofrezca garantía de plena credibilidad».

Con esta nueva regulación canónica, que desgraciada­mente es demasiado poco aplicada en la praxis de los tri­bunales eclesiásticos de muchos países, se debería «ex­cluir en lo posible toda diversidad entre la verdad verificable en el proceso y la verdad objetiva conocida por la recta conciencia» (Carta 9).

  1. Los fieles divorciados vueltos a casar no pueden perder nunca la esperanza de alcanzar la salvación

El último párrafo del capítulo correspondiente de Familiaris consortio es una clara invitación a no perder nunca la esperanza: «La Iglesia cree con firme esperanza que también los que se han alejado del mandamiento del Señor y continúan viviendo en ese estado, podrán obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación, si per­severan en la oración, en la penitencia y en la caridad» (FC 84, cfr Discurso 4).

Aunque la Iglesia no puede aprobar una praxis que se opone a las exigencias de la verdad y del bien común de la familia y de la sociedad, sin embargo no deja de amar a sus hijos e hijas que se encuentran en situaciones matri­moniales difíciles, de llevar con ellos sus dificultades y su­frimientos, de acompañarles con corazón maternal y con­firmarles en la fe de que no están excluidos de la corriente de gracia que purifica, ilumina, transforma y conduce a la salvación eterna.

 

III. OBJECIONES CONTRA LA DOCTRINA DE LA IGLESIA LÍNEAS PARA UNA RESPUESTA

La Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 1994 ha tenido un notorio y vivaz eco en diversos luga­res de la Iglesia. Junto a muchas reacciones positivas se han oído también no pocas voces críticas. Las objeciones esenciales contra la doctrina y la praxis de la Iglesia se presentan a continuación de modo simplificado.

Algunas objeciones más significativas -especialmente las que se refieren a la praxis de los Padres de la Iglesia, que se piensa que era más flexible y que sería la inspira­ción de la praxis de las Iglesias orientales separadas de Roma y también la referencia para los principios tradicio­nales de la epicheia y de la aequitas canonica- han sido es­tudiadas profundamente por la Congregación para la Doctrina de la Fe. Los artículos de los Profesores Pelland, Marcuzzi y Rodríguez Luño han sido elaborados en el curso de ese estudio. Los principales resultados de esa in­vestigación, que indican la dirección de la respuesta a las objeciones, serán también brevemente resumidos aquí.

  1. Muchos sostienen, aduciendo algunos pasajes del Nuevo Testamento, que la palabra de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio permite una aplicación flexible y no puede encerrarse en una categoría rígidamente jurídica.

Respecto a la indisolubilidad del matrimonio, algunos exégetas insisten críticamente en que el Magisterio citaría casi exclusivamente una sola perícopa (Mc 10, 11-12), sin considerar otros pasajes del Evangelio de Mateo y de la 1a  Carta a los Corintios, que representan una cierta excep­ción a la palabra del Señor sobre la indisolubilidad del matrimonio: son los casos de porneia (cfr Mt 5, 32; 19, 9) y de separación por causa de la fe (cfr 1 Cor 7, 12-16). Es­tos textos serían indicaciones de que los cristianos en si­tuaciones difíciles habrían conocido, ya en los tiempos apostólicos, una aplicación flexible de la palabra de Jesús.

A esta objeción se debe responder que los documentos magisteriales no pretenden presentar de modo completo y exhaustivo los fundamentos bíblicos de la doctrina so­bre el matrimonio. Esta importante cuestión la dejan a los expertos competentes. Sin embargo, el Magisterio su­braya que la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio deriva de la fidelidad a la palabra de Je­sús. Jesús define claramente la praxis del Antiguo Testa­mento sobre el divorcio, como una consecuencia de la du­reza del corazón del hombre. Yendo más allá de la ley, Cristo se remonta al inicio de la creación, a la voluntad del Creador, y resume su enseñanza con las palabras: «Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» (Me 10, 9). Con la llegada del Redentor, se vuelve a instaurar el matri­monio en su forma original a partir de la creación y se sustrae al arbitrio humano: sobre todo al del marido, pues la mujer no tenía posibilidad de divorciarse. Las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio constitu­yen la superación del antiguo orden de la ley en el nuevo orden de la fe y de la gracia. Sólo así el matrimonio puede hacer plena justicia tanto a la vocación de Dios al amor como a la dignidad humana, y constituirse en signo de la alianza de amor incondicionado de Dios, es decir, en un «sacramento» (cfr Ef 5, 32).

La posibilidad de separarse, que Pablo señala en 1 Cor 7, alcanza a matrimonios entre un cónyuge cristiano y otro no bautizado. La reflexión teológica posterior ha de­jado claro que únicamente los matrimonios entre bautiza­dos son «sacramento», en el sentido estricto de la palabra, y que la indisolubilidad absoluta caracteriza sólo a estos matrimonios que se colocan en el ámbito de la fe en Cristo. El denominado «matrimonio natural» funda su dignidad en el orden de la creación y está, por tanto, orien­tado a la indisolubilidad. Sin embargo, en determinadas circunstancias, puede ser disuelto a causa de un bien más alto, como es la fe. De este modo, la sistematización teoló­gica ha clasificado jurídicamente la indicación de San Pa­blo como «privilegium paulinum», es decir, como posibili­dad de disolver por el bien de la fe un matrimonio no sacramental. La indisolubilidad del matrimonio verdade­ramente sacramental permanece salvaguardada. No se trata, pues, de una excepción a la palabra del Señor. Vol­veremos sobre esto más adelante.

Acerca de la recta comprensión de las cláusulas sobre porneia, existe abundante literatura con muchas hipótesis diferentes, incluso opuestas: no hay unanimidad entre los exégetas sobre esta cuestión. Muchos sostienen que se re­fiere a uniones matrimoniales inválidas y no a excepcio­nes a la indisolubilidad del matrimonio. Sea como fuere, la Iglesia no puede edificar su doctrina y su praxis sobre hipótesis exegéticas inciertas, sino que debe atenerse a la clara enseñanza de Cristo.

  1. Otros objetan que la tradición patrística dejaría espacio para una praxis más diferenciada, que haría mayor justicia a las situaciones difíciles. A este propósito, la Iglesia católica podría aprender del principio de «economía» de las Iglesias orientales separadas de Roma

Se afirma que el Magisterio actual sólo se nutriría de un filón de la tradición patrística, y no de la entera heren­cia de la Iglesia antigua. Si bien los Padres se atuvieron claramente al principio doctrinal de la indisolubilidad del matrimonio, algunos de ellos toleraron en la práctica pas­toral una cierta flexibilidad ante situaciones difíciles con­cretas. Sobre este fundamento, las Iglesias orientales se­paradas de Roma habrían desarrollado más tarde, tanto el principio de la akribia, de la fidelidad a la verdad reve­lada, como el principio de la oikonomia, de la condescen­dencia benévola en situaciones difíciles. Sin renunciar a la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio, esas Iglesias permitirían en determinados casos un segundo e incluso un tercer matrimonio, que, por otra parte, es dife­rente del primer matrimonio sacramental y está marcado por el carácter de la penitencia. Esta praxis nunca habría sido condenada explícitamente por la Iglesia católica. El Sínodo de Obispos de 1980 habría sugerido estudiar a fondo esta tradición, a fin de hacer resplandecer mejor la misericordia de Dios.

El estudio del Padre Pelland muestra la dirección en que se debe buscar la respuesta a estas cuestiones. La in­terpretación de cada uno de los textos patrísticos compete naturalmente al historiador. Las controversias motivadas por problemas textuales tampoco se aplacarán en el fu­turo. Desde el punto de vista teológico debe afirmarse:

a) Existe un claro consenso de los Padres acerca de la indisolubilidad del matrimonio. Puesto que deriva de la voluntad del Señor, la Iglesia no tiene poder alguno a ese respecto. Por ello, el matrimonio cristiano fue distinto desde el primer momento al matrimonio de la civilización romana, a pesar de que en los primeros tiempos no existía todavía ordenamiento canónico. Por fiel obediencia al Nuevo Testamento, la Iglesia del tiempo de los Padres ex­cluye claramente divorciarse y contraer nuevas nupcias.

b) En la Iglesia del tiempo de los Padres, los fieles di­vorciados vueltos a casar nunca fueron admitidos oficial­mente a la sagrada comunión después de un tiempo de penitencia. Es cierto, en cambio, que la Iglesia no siem­pre revocó en todos los lugares las concesiones en esta materia, si bien las calificaba como incompatibles con la doctrina y la disciplina. Parece cierto también que algu­nos Padres, por ejemplo, San León Magno, buscaron so­luciones «pastorales» para raros casos límite.

c) A continuación se produjeron dos procesos contra­puestos:

  • En la Iglesia imperial posterior a Constantino se buscó, a resultas del progresivo entrelazamiento del Es­tado y la Iglesia, una mayor flexibilidad y disponibilidad al compromiso en situaciones matrimoniales difíciles. Una tendencia semejante se dio en el ámbito gálico y ger­mánico hasta la reforma gregoriana. En las Iglesias orien­tales separadas de Roma, este proceso continuó posterior­mente en el segundo milenio y condujo a una praxis cada vez más liberal. Muchas de ellas aceptan hoy una serie de motivos de divorcio, es más, una «teología del divorcio», que de ningún modo resulta conciliable con las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio. En el diálogo ecuménico, este problema debe ser claramente planteado.
  • En Occidente, gracias a la reforma gregoriana, se recuperó la concepción originaria de los Padres. El Conci­lio de Trento sancionó en cierto modo este proceso, que fue propuesto de nuevo como doctrina de la Iglesia por el Concilio Vaticano II.

La praxis de las Iglesias orientales es consecuencia de un complejo proceso histórico con una interpretación cada vez más liberal, y progresivamente alejada de la Pa­labra del Señor, de algunos pasajes patrísticos oscuros, así como de un influjo no despreciable de la legislación ci­vil. La Iglesia católica, por motivos doctrinales, no puede asumir esa praxis. Es inexacta la afirmación de que la Iglesia católica habría simplemente tolerado esa práctica oriental. Ciertamente, Trento no la condenó de modo for­mal. Los canonistas medievales, sin embargo, hablaban continuamente de ella como de praxis abusiva. Además, hay testimonios de que grupos de fieles ortodoxos, al con­vertirse al catolicismo, debían firmar una confesión de fe, que incluía una indicación expresa sobre la imposibilidad de un segundo matrimonio.

  1. Muchos proponen que se permitan excepciones a la norma eclesial, basándose en los tradicionales principios de la epikeia y de la aequitas canónica

Se dice que algunos casos matrimoniales no pueden ser regulados en el fuero externo. La Iglesia no sólo po­dría relegar las normas jurídicas, sino que debería tam­bién respetar y tolerar la conciencia de cada uno. Las doc­trinas tradicionales de la epikeia y de la aequitas canónica podrían justificar, tanto desde el punto de vista de la teo­logía moral, como desde el jurídico, una decisión de la conciencia que se aleje de la norma general. Sobre todo en el tema de la recepción de los sacramentos, la Iglesia debería dar pasos adelante y no sólo ofrecer prohibicio­nes a los fieles.

Las dos contribuciones de los profesores Marcuzzi y Rodríguez Luño ilustran esta compleja problemática. A este propósito hay que distinguir claramente tres tipos de cuestiones:

a) La epikeia y la aequitas canonica tienen gran impor­tancia en el ámbito de las normas humanas y puramente eclesiales, pero no pueden ser aplicadas en el ámbito de las normas sobre las que la Iglesia no posee ningún poder discrecional. La indisolubilidad del matrimonio es una de estas normas, que se remontan al Señor mismo y, por tanto, son designadas como normas de «derecho divino». La Iglesia no puede ni siquiera aprobar prácticas pastora­les -por ejemplo, en la pastoral de los sacramentos- que contradigan el claro mandamiento del Señor. En otras pa­labras: si el matrimonio precedente de unos fieles divor­ciados vueltos a casar era válido, en ninguna circunstan­cia su nueva unión puede considerarse conforme al derecho; por tanto, por motivos intrínsecos, es imposible que reciban los sacramentos. La conciencia de cada uno está vinculada, sin excepción, a esta norma.

b) La Iglesia, en cambio, sí tiene el poder de especifi­car qué condiciones deben cumplirse para que un matri­monio sea considerado como indisoluble según la ense­ñanza de Jesús. En línea con las afirmaciones paulinas de 1 Cor 7, la Iglesia estableció que solamente dos cristianos pueden contraer un matrimonio sacramental. Desarrolló las figuras jurídicas del privilegium paulinum y del privilegium petrinum. Con referencia a la cláusula sobre porneia de Mateo y Hechos 15, 20, formuló impedimentos matrimoniales. Además, especificó, cada vez más nítida­mente, motivos de nulidad matrimonial y desarrolló am­pliamente los procedimientos procesales. Todo esto con­tribuyó a delimitar y precisar el concepto de matrimonio indisoluble. Cabe decir que, de este modo, también la Iglesia occidental dio espacio al principio de la «oikonomia», sin manipular la indisolubilidad del matrimonio.

En esta línea se coloca el posterior desarrollo jurídico del Código de Derecho Canónico de 1983, que otorga fuerza de prueba a las declaraciones de las partes. Con­forme a ello, según la opinión de personas competentes (cfr el estudio de Mons. Pompedda), parecen prácticamente excluidos los casos en que la invalidez de un matri­monio no pueda ser demostrada por vía procesal. Las cuestiones matrimoniales deben resolverse en el fuero ex­terno, ya que el matrimonio tiene esencialmente un ca­rácter público-eclesial y está regido por el principio fun­damental de nemo iudex in propria causa (nadie es juez en causa propia). Por eso, si unos fieles divorciados vueltos a casar consideran que es inválido su matrimonio anterior, están obligados a dirigirse al tribunal eclesiástico com­petente, que deberá examinar objetivamente el problema y aplicar todas las posibilidades jurídicas disponibles

c) No se excluye, ciertamente, que en los procesos ma­trimoniales sobrevengan errores. En algunas partes de la Iglesia no existen todavía tribunales eclesiásticos que fun­cionen bien. Otras veces, los procesos se alargan excesiva­mente. En algunos casos se dictan sentencias problemáti­cas. No parece que se excluya, en principio, la aplicación de la epikeia en el «fuero interno». La Carta de la Congrega­ción para la Doctrina de la Fe de 1994 alude a este punto, cuando dice que con las nuevas vías canónicas debería ex­cluirse, «en la medida de lo posible», toda divergencia en­tre la verdad verificable en el proceso y la verdad objetiva (cfr Carta, 9). Muchos teólogos opinan que los fieles han de atenerse, también en el «fuero interno», a los juicios, a su parecer falsos, formulados por un tribunal. Otros sostienen que en el «fuero interno» cabe pensar en excepciones, por­que el ordenamiento procesal no sigue normas de derecho divino, sino eclesiástico. Este asunto exige más estudios y clarificaciones. A fin de evitar arbitrariedades y proteger el carácter público del matrimonio -sustrayéndolo al juicio subjetivo- deberían dilucidarse de modo muy preciso las condiciones para dar por cierta una «excepción».

  1. Algunos acusan al actual Magisterio de involución, respecto al Magisterio del Concilio, y de proponer una visión preconciliar del matrimonio

Algunos teólogos afirman que, en la base de los nue­vos documentos magisteriales sobre temas matrimonia­les, habría una concepción naturalista y legalista del ma­trimonio. El acento estaría puesto sobre el contrato entre los esposos y sobre el «ius in corpus». El Concilio habría superado esta comprensión estática al describir el matri­monio de un modo más personalista, como pacto de amor y de vida. Con ello habría abierto posibilidades de resolver más humanamente situaciones difíciles. Desarro­llando esta línea de pensamiento, algunos estudiosos se preguntan si no cabría hablar de «muerte del matrimo­nio», cuando se desvanece el vínculo personal de amor entre dos esposos. Otros suscitan la vieja cuestión de si el Papa no tendría en esos casos la posibilidad de disolver el matrimonio.

Quien lea atentamente los recientes pronunciamien­tos eclesiásticos, reconocerá que sus afirmaciones centra­les se fundan en la Gaudium et spes y desarrollan, con ras­gos totalmente personalistas y sobre la vía indicada por el Concilio, la doctrina que allí se contiene. Es inadecuado contraponer la visión personalista a la visión jurídica del matrimonio. El Concilio no ha roto con la concepción tra­dicional del matrimonio, sino que la ha hecho avanzar. Cuando, por ejemplo, se repite continuamente que el Concilio ha sustituido el concepto estrictamente jurídico de «contrato» por el más amplio y teológicamente más profundo de «pacto», no cabe olvidar que «pacto» con­tiene también el elemento de «contrato», por mucho que lo sitúe en una perspectiva más amplia. Que el matrimo­nio vaya mucho más allá de lo puramente jurídico y se asiente en la hondura de lo humano y en el misterio de lo divino, en realidad se ha afirmado siempre con la palabra «sacramento», si bien ciertamente no se ha puesto a me­nudo en el candelera con la claridad que el Concilio ha dado a esos aspectos. El derecho no lo es todo, pero es una parte irrenunciable, una dimensión del todo. No existe un matrimonio sin normativa jurídica, que lo in­serte en un conjunto global de sociedad e Iglesia. Si la re­forma del derecho después del Concilio afecta también al ámbito del matrimonio, esto no es traicionar al Concilio, sino llevar a cabo sus disposiciones.

Si la Iglesia aceptase la teoría de que un matrimonio ha muerto cuando los cónyuges dejan de amarse, enton­ces con ello aprobaría el divorcio y mantendría la indiso­lubilidad del matrimonio sólo verbalmente y no de hecho. La opinión de que el Papa podría disolver matrimonios irremediablemente fracasados debe calificarse como errónea. El matrimonio sacramental, consumado, no puede ser disuelto por nadie. En la celebración nupcial, los esposos se prometen fidelidad hasta la muerte.

Recientes estudios plantean la cuestión de si los cris­tianos no creyentes, bautizados que nunca han creído o que ya no creen en Dios, pueden verdaderamente con­traer matrimonio sacramental. En otras palabras: debería aclararse si todo matrimonio entre bautizados es «ipso facto» sacramental. De hecho, el Código también indica que sólo el contrato matrimonial «válido» entre bautiza­dos es a la vez sacramento (cfr CIC, can. 1055, 2). A la esencia del sacramento pertenece la fe; queda por aclarar la cuestión jurídica acerca de qué evidencia de «no-fe» implica que no se realice un sacramento.

  1. Muchos afirman que la actitud de la Iglesia en la cuestión de los fieles divorciados y vueltos a casar es unilateralmente normativa y no pastoral.

Una serie de objeciones críticas contra la doctrina y la praxis de la Iglesia concierne a problemas de carácter pastoral. Se dice, por ejemplo, que el lenguaje de los do­cumentos eclesiales sería demasiado legalista, que la du­reza de la ley prevalecería sobre la comprensión hacia si­tuaciones humanas dramáticas. El hombre de hoy no podría comprender ese lenguaje. Mientras Jesús habría atendido a las necesidades de todos los hombres, sobre todo de los marginados de la sociedad, la Iglesia, por el contrario, se mostraría más bien como juez, que excluye de los sacramentos y de ciertas funciones públicas a per­sonas heridas.

Se puede indudablemente admitir que las formas ex­presivas del Magisterio eclesial a veces no resultan fácil­mente comprensibles y deben ser traducidas por los predi­cadores y catequistas al lenguaje que corresponde a las diferentes personas y a su ambiente cultural. Sin embargo, debe mantenerse el contenido esencial del Magisterio ecle­sial, pues transmite la verdad revelada y, por ello, no puede diluirse en razón de supuestos motivos pastorales. Es cier­tamente difícil transmitir al hombre secularizado las exi­gencias del Evangelio. Pero esta dificultad no puede con­ducir a compromisos con la verdad. En la encíclica Veritatis splendor Juan Pablo II ha rechazado claramente las soluciones denominadas «pastorales» que contradigan las declaraciones del Magisterio (cfr ibid. 56).

Por lo que respecta a la posición del Magisterio acerca del problema de los fieles divorciados vueltos a casarse, se debe además subrayar que los recientes documentos de la Iglesia unen de modo equilibrado las exigencias de la ver­dad con las de la caridad. Si en el pasado a veces la cari­dad quizá no resplandecía suficientemente al presentar la verdad, hoy en cambio el gran peligro es el de callar o comprometer la verdad en nombre de la caridad. La pala­bra de la verdad puede, ciertamente, doler y ser incó­moda; pero es el camino hacia la curación, hacia la paz y hacia la libertad interior. Una pastoral que quiera auténti­camente ayudar a la persona debe apoyarse siempre en la verdad. Sólo lo que es verdadero puede, en definitiva, ser pastoral. «Entonces conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32).

+Joseph Card. Ratzinger

Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe

El texto está tomado de: Congregación para la Doctrina de la Fe, Sobre la atención pastoral de los divorciados vueltos a casar. Documentos, comentarios y estudios, Madrid (2006) , 9-35.

 

NOTAS

[1] El texto de referencia esencial es el n. 84 de la Exhortación postsinodal Familiaris consortio (FC). También la mencionada Alocución del papa (Discurso), las afirmaciones del Catecismo de la Iglesia Católica (Catecismo) y del documento publicado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la recep­ción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados vueltos a casarse (Carta) deben ser tenidos en cuenta en un panorama de pro­nunciamientos magisteriales.

[2] Cfr Mt 11, 30.

[3] Cfr 1 Cor 11, 27-29.

[4] Sobre este tema se puede ver también la Instrucción sobre algunas cuestiones sobre la colaboración de los laicos en el ministerio de los pres­bíteros del 15 de agosto de 1997, art. 5,2 y art. 13.

[5] Estas normas están resumidas breve y claramente en el Directorio para la pastoral familiar de los Obispos italianos: «La participación de los divorciados vueltos a casar en la vida de la Iglesia está condicionada por su pertenencia no plena a ella. Es evidente, por tanto, que no puede desarrollar en la comunidad eclesial los servicios que exigen una pleni­tud de testimonio cristiano, como son los servicios litúrgicos y en par­ticular el de lector, el ministerio de catequista, el oficio de padrino para los sacramentos. En la misma perspectiva se debe excluir su partici­pación en los consejos pastorales, cuyos miembros, compartiendo en plenitud la vida de la comunidad cristiana, son de alguna manera sus representantes y delegados. No existen, por el contrario, razones intrín­secas para impedir que un divorciado vuelto a casar sea testigo en la ce­lebración del matrimonio: sin embargo, la prudencia pastoral pediría evitarlo por el claro contraste que existe entre el matrimonio indisolu­ble del que el sujeto se hace testigo y la situación de violación de la in­disolubilidad que vive personalmente» (n. 218).

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