El n. 60 de la Relatio Synodi del Sínodo de 2014 sobre “Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la Evangelización” afirma que “uno de los desafíos fundamentales frente al que se encuentran las familias de hoy es seguramente el desafío educativo” que los padres deben procurar para sus hijos. Dificultad que se vuelve en nuestro tiempo más ardua, señala el mismo documento, “a causa de la realidad cultural actual y de la gran influencia de los medios de comunicación”. En este artículo pretendo hacer algunos aportes a este tema recordando algunos principios de la esencia de la educación que los padres deben brindar a sus hijos (y, por extensión natural, los educadores todos respecto de sus alumnos), que es la educación de la vida afectiva por medio de la virtud.
Quisiera enmarcar estas reflexiones con dos textos. El primero se encuentra en el Catecismo de la Iglesia católica: “La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado”[1].
El segundo es la continuación del anterior pero corresponde, en realidad, a una citación de la Constitución Pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II: “La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes”[2].
Volveré sobre estos textos.
Delimitemos el tema
Hablamos de: 1º educación; 2º vida afectiva. Expliquemos brevemente los términos.
- Me refiero a la vida pasional, sentimental, o emotiva. Todos estos términos son conceptos afines, aunque no idénticos. A pesar de sus matices diversos, aquí vamos a considerarlos todos como referidos a la esfera humana constituida en el misterioso confín de lo corporal y lo espiritual que, a veces, se denomina “corazón”, por ser éste el órgano que más se altera cuando los afectos cambian (aunque no el único). La afectividad es la esfera de la apetibilidad humana sensible; el órgano que nos hace salir de nosotros mismos para tender a un bien sensible, sea un bien deleitable, sea un bien de difícil adquisición. Los antiguos lo llamaban “concupiscible” e “irascible”; más modernamente, apetito de placer y de lucha. La esfera afectiva o pasional es aquélla donde nacen y se desenvuelven nuestras pasiones (el amor sensible, el odio sensible, el temor, el deseo, la audacia, la esperanza, la ira, etc.). De este riquísimo argumento debemos limitarnos a recordar, escuetamente, los siguientes elementos:
- No se trata de actos espirituales sino sensibles, aunque nuestro espíritu se vaya detrás de ellos o sea conmocionado por ellos, como luego diremos.
- Se originan siempre a partir de un conocimiento sensible, que puede provenir de nuestros sentidos (como cuando veo y oigo un perro que me ladra), de nuestra memoria (como cuando recuerdo escenas alegres de mi infancia), o de nuestra fantasía (como cuando imagino que en mi ropero se esconden fantasmas que, en realidad, sólo existen dentro de mi imaginación).
- El conocimiento de esa realidad, cargada de tintes atractivos o repulsivos, causa en nuestro apetito sensible (sede, propiamente, de la afectividad) un movimiento que será de atracción si tal realidad se presenta como seductora, o de fuga si se presenta como temible.
- Ese movimiento siempre se acompaña de cambios físicos, que constituyen la mímica externa de la pasión (y por la cual generalmente descubrimos nuestras emociones o las de nuestros semejantes): el corazón que late con fuerza o se paraliza, el color de la piel que palidece o se ruboriza, los pelos que se erizan, los ojos que parecen salirse de sus órbitas o adquieren una expresión perdida, el sudor que baña la frente o el frío cadavérico que parece helar el alma, etc. Éstos son algunos de los signos por los que percibimos que alguien teme, odia, se contrista, goza, desea con ardor o, simplemente, se marchita desesperanzado.
- “Educar, ha dicho Pío XI, es promover a la prole hasta el estado perfecto de hombre, que es el estado de virtud”[3]. Este texto se inspira en otro de Santo Tomás: “La naturaleza no sólo se propone (intendit) la generación de la prole, sino su propagación (traductionem) y desarrollo (promotionem) hasta el estado de hombre perfecto, en cuanto hombre (o sea, en lo que es esencial a su naturaleza racional), que es el estado virtuoso. De aquí que el Filósofo (Aristóteles) haya sostenido que tres son las cosas que recibimos de nuestros padres: el ser, la nutrición y la enseñanza (disciplinam)”[4].
Educar es, por eso, acompañar, conducir, y, más propiamente “educir”; en otras palabras: llevar un ser a la perfección, en el orden de su naturaleza propia (o sea, para que llegue a ser lo que tiene que ser conforme a su naturaleza). En el hombre esto se da en el estado de virtud.
Por qué hay que educar los afectos
Porque el hombre es una unidad: “corpore et anima unus”[5]: “Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él, éstos alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del Creador”. El Catecismo añade: “La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar al alma como la ‘forma’ del cuerpo; es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza”[6].
Dice, a su vez, Santo Tomás de Aquino: “Por la unión entre las facultades del alma en una esencia, y del alma y del cuerpo en un ser compuesto, las facultades superiores y las inferiores, y también el cuerpo y el alma, lo que en alguno de estos sobreabunda, influye en el otro”[7]. Esto quiere decir que vivencias pasionales muy intensas (sobreabundantes) influyen en nuestro pensar y querer volitivo, así como el enérgico querer espiritual y la vida intelectual intensa, redundan sobre nuestra afectividad.
De ahí que, el desorden emotivo y pasional, al desbordarse arrastre consigo, inevitablemente, nuestra vida espiritual, así como ésta, cuando es vigorosa, eleva a su vera la afectividad humana.
Recuérdese, en este contexto, la frase con que hemos iniciado: “o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado”; y las que hablaban de actuar “bajo la presión de un ciego impulso interior” y de la “cautividad de las pasiones”.
El fin de la educación de los afectos
No es otro que el equilibrio humano, que coincide con lo que llamamos “madurez”.
Escribiendo a los tesalonicenses, San Pablo, ruega que nuestro “ser entero, el espíritu, el alma y el cuerpo”, sea conservado sin mancha hasta la venida del Señor (cf. 1Ts 5,23). No habla del Apóstol de tres realidades contrapuestas, pero podemos entender su expresión referida a las tres dimensiones humanas: entendemos por espíritu, el alma en su vida superior divina, la de la gracia; por alma a esa misma vida en sus facultades intelectiva y volitiva; por cuerpo a su dimensión afectiva y biofísica.
El equilibrio se presenta cuando las tres dimensiones de la persona están correctamente jerarquizadas y subordinadas. Jerarquía se da cuando la vida de la gracia divina transforma nuestras facultades superiores (inteligencia y voluntad), derramando sobre ellas su luz y dirección sobrenatural, a la vez que éstas, transfiguradas, penetran de racionalidad la vida afectiva, la cual, por último, ordena, cuanto la materia lo permite, nuestra realidad biológica. Por su parte, subordinación implica el camino inverso: la afectividad se sujeta a la dirección racional y la vida volitivo-intelectual se somete a la dirección de los principios evangélicos que brotan de la gracia divina y de la doctrina revelada. A esto hay que añadir que, por el pecado original (y el agravante de nuestro propios pecados), el trabajo de jerarquización y subordinación, se hace más arduo. Esto es “antropología evangélica”.
Cuando esto se hace real en una persona, el resultado se puede expresar con las tres ecuaciones con las que la Dra. María Ana Ennis caracteriza el equilibrio humano[8]:
- Lo que el hombre es, “es igual” a lo que cree ser. Esto significa que el hombre equilibrado o maduro percibe adecuadamente su propia realidad. No se engaña, ni tergiversa su realidad propia para creerse soberbia —y engañadamente— más de cuanto es, ni se rebaja equívocamente con un injusto, falso y nocivo complejo de inferioridad.
- Lo que él es, “es menos” de lo que quiere ser. O sea, el ideal al que aspira como hombre, o la meta en la que tiene puestos los ojos, está por encima suyo, lo trasciende, dándole un impulso de elevación. Cuando no es así, el hombre se hunde en la angustia depresiva y en la duda existencial, porque, como dice Elisabeth Lukas, citando a su maestro: “Viktor E. Frankl nos enseñó que el ser humano encuentra su identidad trascendiéndose a sí mismo. Según él, el ser humano apunta más allá de sí mismo. Nos remitimos a algo que no somos nosotros A algo o a alguien. A un sentido que hay que satisfacer o a otro ser humano con el que nos encontramos. A una cosa a la que servimos o a una persona a la que amamos”[9].
- Lo que quiere ser “es igual” a lo que debe ser. Esto manifiesta, que aspira a algo real, objetivo, normativo; no vive de, ni para, utópicas ilusiones.
La posibilidad de educar los afectos
Esta posibilidad se apoya en la capacidad que nuestra vida superior (inteligencia y voluntad) tiene sobre la vida afectiva. Las interacciones entre nuestra racionalidad y afectividad pueden resumirse en cinco principios:
- Ante todo, la emoción y la voluntad pueden coincidir sobre el mismo objeto. Lo cual ocurre a menudo, como cuando la persona encolerizada (pasión) quiere (voluntad) vengarse de su enemigo. En estos casos no es fácil distinguir lo que pertenece a la pasión y lo que es de la voluntad, porque ambas dimensiones simplemente se imbrican, como las escamas de los peces. Volcados, el querer y la pasión, sobre un mismo objeto, suman sus energías, sea para el bien como para el mal, tornándose, nuestras pasiones, en actos voluntarios, y nuestros quereres libres, en pasionales.
- En segundo lugar, la pasión puede arrastrar la voluntad. Esto sucede, generalmente, con la pasión que nace espontáneamente, sin que la hayamos deliberado ni buscado (pasión llamada antecedente). Veo esta pasión en la reacción de Matatías, padre de los Macabeos, cuando, ante la vista del apóstata que, a los ojos de todo Israel, se disponía a sacrificar a los ídolos, “se inflamó en celo y se estremecieron sus entrañas; encendido en justa cólera, corrió y le degolló sobre el altar” (1Mac 2, 23-25).
- Pero también sucede que hay emociones y pasiones que brotan espontáneamente de un querer intenso. Se cuenta en la vida de San José de Cupertino que los niños del pueblo, conocedores del intenso amor que el santo profesaba al Padre celestial, se acercaban calladamente y le gritaban: “¡Dios!”. Y el santo, ante el solo recuerdo de la majestad divina, no podía evitar que el amor llenara su alma y arrastrara consigo el cuerpo todo, en éxtasis. Por eso le decían “el santo de los vuelos”. De la misma manera, el odio más espiritual, cuando es intenso, se traduce en pasiones borrascosas (plano emotivo) y seca las entrañas (dimensión física).
- En cuarto lugar, la voluntad puede provocar la pasión (pasión consecuente). Lo que vale tanto para las pasiones con buen objeto como para las dirigidas a un mal fin. Podemos, por ejemplo, fijar la meditación de nuestro espíritu en las realidades que naturalmente causan temor para encender el miedo en nuestros corazones; así, San Ignacio nos propone, en sus Ejercicios, que revivamos con nuestra imaginación (“ver con la vista de la imaginación”: aplicación de sentidos) los tormentos del infierno, “para que si del amor del Señor eterno me olvidare por mis faltas, a lo menos el temor de las penas [del infierno] me ayude para no venir en pecado”. Del mismo modo, podemos revolver en las cavernas de nuestra memoria las injurias recibidas para hacer brotar por nuestros poros el rencor y el deseo de venganza. Pero también podemos concentrar nuestra atención en los beneficios de Dios para que florezca en nuestro pecho un amor agradecido que, naciendo en el alma, asocie nuestros afectos y nuestro entero ser. Es también San Ignacio el que nos lleva por este camino cuando, en la contemplación “para alcanzar amor”, nos hace pedir: “conocimiento interno de tanto bien recibido [de Dios], para que yo enteramente reconociendo, pueda en todo amar y servir [a Dios]”.
- Por último, la voluntad puede gobernar la pasión, nacida independientemente de ella. No con un dominio absoluto, como si fuésemos dueños de nuestros afectos y sentimientos; pero sí con un dominio relativo, que los antiguos llamaban “político”, y que se basa en la capacidad de provocar las condiciones para que la pasión impetuosa se aplaque, la mal encaminada vuelva a encauzarse, la desordenada desvíe su curso del mal objeto, o la tibia crezca en el buen camino. Así, por ejemplo, podemos fijar la atención de nuestros sentidos en algo que “enfríe” la pasión ya encendida, que aclare la emoción enturbiada o que despeje la tormenta que parece a punto de desatarse. Las reglas psicológicas para lograr este control son fáciles de conocer, aunque a veces difíciles de aplicar: a través de la distracción, del pensamiento contrario, del sentimiento contrario, e, inclusive, de la expresión facial contraria (sí, a veces el esfuerzo por dibujar una sonrisa en nuestro rostro disgustado, termina por cambiar el enfado interior que lo causa)[10].
Desórdenes afectivos
Vuelvo al texto inicial tomado del Catecismo: “o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado”.
Cuando no se trabaja con seriedad sobre los afectos terminamos por sufrir desórdenes afectivos e, incluso, perturbaciones emotivas, algunas de las cuales desembocan en auténticos estados neuróticos; estados, ciertamente, “desgraciados”. En la Divina Comedia, Dante divide los pecados que se depuran en el Purgatorio en tres clases: los que nacieron del exceso de vigor, los que surgieron del defecto de vigor y los que tuvieron mal objeto. Una análoga división nos permite distinguir entre los principales desórdenes que encontramos con más frecuencia:
- Algunos que parecen caracterizarse por falta de vigor: inestabilidad afectiva (y superficialidad), inmadurez, inconstancia, languidez de la voluntad, apatía; tristeza y melancolía (llegando incluso a la depresión) y acidia o pereza espiritual.
- Otros, que se identifican por su mal objeto (o quizás parecen consistir principal, aunque no exclusivamente, en perturbaciones de nuestro modo de juzgar y ver las cosas); por ejemplo: juicio propio (terquedad, orgullo y narcisismo espiritual), resentimiento e incapacidad para perdonar, y miedo (especialmente en sus extendidas formas de complejo de inferioridad y escrúpulos).
- Finalmente, otros que parecerían definirse por un ardor incontrolado; si bien entre éstos, deberíamos enumerar todos los vicios contra la templanza, yo colocaría principalmente los desórdenes de la castidad, en especial cuando se vuelven verdaderas adicciones (a la pornografía, a las relaciones sexuales, a la homosexualidad, a la masturbación, a la prostitución, etc.).
El trabajo…
“O el hombre controla sus pasiones…”; “el hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones”. ¿De qué manera se libra el hombre de la cautividad de sus pasiones y las controla, alcanzando la paz? En definitiva, por medio de las virtudes.
“Educar, decíamos con Pío XI, es promover a la prole hasta el estado perfecto de hombre, que es el estado de virtud”. En efecto, la virtud es la perfección del ser racional, como ya notó Aristóteles y todo el mundo clásico, e incluso, todas las grandes civilizaciones tanto de Occidente cuanto de Oriente, como muestran Christopher Peterson y Martin Seligman (este último, ex presidente de la American Psycological Association), representantes de la llamada “psicología positiva”, en su obra Character Strengths and Virtues (Energías del carácter y Virtudes)[11]. Los autores prenden hacer de esta obra una especie de complemento del “Manual de Desórdenes Mentales” (DSM-IV), por el que se rige, en buena medida, el diagnóstico actual de los problemas mentales; por eso califican su trabajo como “un manual de sanidades”. Y explican a continuación: “Esto quiere decir que estamos centrados tanto en [el estudio de] la fuerza como en la debilidad, tan interesados en construir los mejores aspectos de la vida cuanto en reparar lo peor de ella, y comprometidos tanto en llevar a plenitud las vidas de las personas cuanto en curar las heridas de los que están enfermos”[12]. Tal es la función que asignan, desde una perspectiva exclusivamente psicológica y no religiosa, a lo que nosotros llamamos “virtud”.
Esta visión es eco de la filosofía perenne, que ha visto siempre en las virtudes la única vía de perfección humana. Y cuando digo perfección humana, no me refiero solamente a perfección sobrenatural, evangélica, religiosa, sino también a “pleno desarrollo de las capacidades humanas”. Si se quiere, podríamos decir que las virtudes son el punto final de todo proceso de “hominización” o “humanización” (no se entienda esto en sentido darwiniano ni tehilardiano).
Esto es lo que enseña Santo Tomás: “La virtud moral perfecciona la parte apetitiva del alma ordenándola al bien de la razón”[13]. No solamente regula (perfecciona) los afectos (pasiones) sino también el apetito racional (la voluntad): “No toda virtud moral versa sobre las pasiones, sino que unas versan sobre las pasiones, y otras versan sobre las operaciones”.
En un célebre pasaje de la “Ética a Nicómaco”, Aristóteles, investigando en qué consista la felicidad del hombre, afirma con claridad: “el bien del hombre consiste en una actividad del alma según su virtud”[14]. Y Santo Tomás, en su Comentario a esta misma obra, dice que “el virtuoso es la medida en el género humano”[15]. Lo repite en otros lugares; por ejemplo: “En cualquier género existe en grado perfectísimo algo que mide todas las perfecciones que caen bajo este género; y, por lo mismo, una cosa parece más o menos perfecta en cuanto se acerca de un modo más o menos acabado a la medida de su género. Así, por ejemplo, se dice que el color blanco es la medida de todos los colores, y el virtuoso es la medida de todos los hombres”[16].
Decir esto, equivale a afirmar que la virtud es lo normal. ¿Quién es el hombre normal? El virtuoso. ¿Qué es el hombre que no tiene virtudes? Con lógica consecuencia: un ser a-normal. Y, siguiendo a Aristóteles, si la virtud es parte esencial de la felicidad (en el sentido de que si no hay obrar virtuoso, perfecto, no existe felicidad), ¿qué es el hombre que no tiene virtudes?[17] Con lógica consecuencia: un in-feliz.
Estamos así en las antípodas de la idea contemporánea del hombre y de la normalidad. A veces escuchamos frases que empiezan con “hoy en día es normal que…”. Buscado al azar he tomado algunas frases con esta expresión: “hoy en día es normal que los dos progenitores se encuentren trabajando y dejando al niño solo en casa con la niñera”; “hoy en día es normal que un niño o varios se contagien de piojos”; “hoy en día es normal que la mitad del tiempo disponible de un informativo de televisión esté ocupado por noticias de desgracias, crímenes y accidentes”; “hoy en día lo normal es que las chicas debuten sexualmente a los 14, 15, o 16 años”; “hoy en día es normal que te fumes un porro”; “hoy en día es normal que en los colegios se organicen fiestas Halloween para nuestros niños”, etc.
Lo que es “normal” no tiene nada que ver con el día de hoy ni con el de ayer; es permanente, porque hace referencia a la norma, la regla, lo que es estable y fijo. Lo normal es lo que se adecua a la esencia de una cosa, lo que perfecciona. Por eso Santo Tomás dice, en un texto citado al comienzo de esta charla, que “el estado de hombre perfecto, en cuanto hombre (o sea, en lo que es esencial a su naturaleza racional)… es el estado virtuoso”.
El Catecismo, al hablar de las virtudes dice: “El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien”[18]. Aquí se pone en estrecha relación, más aún, en una cierta relación de exclusividad, la libertad y la virtud. Si forzamos estas palabras a ser entendidas en su más pura materialidad deberíamos concluir que sólo el virtuoso es quien practica el bien libremente. ¿Es así? Creo que ésta es la idea correcta; al menos es lo que pensaría Aristóteles y Santo Tomás.
No decimos que el hombre que no es virtuoso no pueda obrar el bien o que no obre libremente. Puede obrar el bien, y puede actuar libremente; pero no puede obrar “libremente + el bien + de modo habitual”. Estos tres elementos: bondad intrínseca de la acción, libertad y hacerlo estable y permanentemente, sólo se verifican en el comportamiento del virtuoso.
Los pecadores obran libremente (el mal), si tomamos “libertad” en un sentido muy amplio. Pero Santo Tomás, cuando comenta el Evangelio de San Juan, haciéndose eco de la doctrina de San Agustín, no llama a esta libertad (para el mal) libertad a secas, sino “libertad perversa”, como a la libertad para las cosas buenas pero mundanas e intrascendentes, la llama “libertad temporal o carnal”. Sólo la libertad que elige el bien es llamada por él “libertad verdadera y espiritual”[19].
Por otra parte, tampoco hace falta ser virtuoso para obrar el bien; también lo realizan los esclavos, pero éstos lo hacen al modo de esclavos: por obligación o amenaza.
No obran así, los hombres “enteros”. Entero es el hombre cabal, acabado, completo. El hombre verdaderamente libre.
Vuelvo una vez más al texto del Concilio, citado por el Catecismo: “La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa”.
Es decir, el bien, realizado de modo natural, elegido conscientemente y amado, nacido de la convicción interna personal, requiere la perfección de la virtud. La virtud es la perfección de la libertad. Solo los virtuosos son libres; y solo son libres los virtuosos. La obra buena de quien no tiene virtud no es más que la fatigada empresa de un hombre que debe batallar cada acto derrochando innecesariamente energías dignas de mejor causa.
“Toda virtud es, dice Aristóteles respecto a la cosa sobre que recae, lo que completa la buena disposición de la misma y le asegura la ejecución perfecta de la obra que le es propia. Así, por ejemplo, la virtud del ojo hace que el ojo sea bueno, y que realice como debe su función; porque gracias a la virtud del ojo se ve bien. La misma observación, si se quiere, tiene lugar con la virtud del caballo; ella es la que le hace buen caballo, apto para la carrera, para conducir al jinete y para sostener el choque de los enemigos. Si sucede así en todas las cosas, la virtud en el hombre será esta manera de ser moral, que hace de él un hombre bueno, un hombre de bien, y gracias a la cual sabrá realizar la obra que le es propia (…) La virtud es un hábito, una cualidad que depende de nuestra voluntad, consistiendo en este medio que hace relación a nosotros, y que está regulado por la razón en la forma que lo regularía el hombre verdaderamente sabio. La virtud es un medio entre dos vicios, que pecan, uno por exceso, otro por defecto; y como los vicios consisten en que los unos traspasan la medida que es preciso guardar, y los otros permanecen por bajo de esta medida, ya respecto de nuestras acciones, ya respecto de nuestros sentimientos, la virtud consiste, por lo contrario, en encontrar el medio para los unos y para los otros, y mantenerse en él dándole la preferencia. He aquí por qué la virtud, tomada en su esencia y bajo el punto de vista de la definición que expresa lo que ella es, debe mirársela como un medio. Pero con relación a la perfección y al bien, la virtud es un extremo y una cúspide”[20].
Educar, pues, los afectos, es llevar al hombre al estado de la virtud moral, el estado perfecto, que, en palabras cristianas es lo que San Pablo llamó, la madurez de Cristo: Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo (Ef 4,13).
Termino con las palabras con que Platón concluye el discurso de Sócrates en su “Apología”; la despedida entre el viejo filósofo y el pueblo que asiste a su muerte:
“Cuando mis hijos sean mayores, atenienses, castigadlos causándoles las mismas molestias que yo a vosotros, si os parece que se preocupan del dinero o de otra cosa cualquiera antes que de la virtud, y si creen que son algo sin serlo, reprochadles, como yo a vosotros, que no se preocupan de lo que es necesario y que creen ser algo sin ser dignos de nada”.
Preocuparse de la virtud, es, pues, preocuparse de lo que, en esta vida, es necesario.
NOTAS:
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2339.
[2] Ibidem; cf. Gaudium et spes, n. 17.
[3] Pío XI, Enc. Divini illius Magistri, 17.
[4] Santo Tomás de Aquino, In IV Sent., d. 26, q. 1, a. 1, in c.
[5] Gaudium et spes, n. 14.
[6] Catecismo de la Iglesia católica, n. 365.
[7] Santo Tomás de Aquino, De veritate, 26,10.
[8] Cf. Ennis, María Ana, Psicoterapia simbólica, Buenos Aires (1981), 12-13.
[9] Lukas, E., Libertad e identidad, Barcelona (2005), 39.
[10] Véase una buena aplicación de estos principios, a propósito de la ira, en Irala, Control cerebral y emocional, Buenos Aires (1994), 211-222.
[11] Cf. Peterson – Seligman, Character Strengths and Virtues, NY (2004).
[12] Ibidem.
[13] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 59, 4.
[14] Aristóteles, Ética a Nicómaco, I, 7.
[15] “Cum virtuosus sit mensura in genere humano” (In Ethic., IX, XI, n. 1905.
[16] Santo Tomás, Suma Contra Gentiles, I, 28. En otro lugar: “El virtuoso es la medida (modelo) en los actos humanos, porque lo bueno es aquello a lo que aspira el virtuoso” (In I Sent., d. 17, a. 4, rta. 2. “El hombre virtuoso es la medida de los demás” (In II Sent., d. 24, q. 3, a. 3, rta. 3).
[17] Aristóteles, en su búsqueda especulativa de la felicidad, llegó sólo hasta este punto: consiste en una operación virtuosa (que él coloca en la contemplación filosófica de la verdad suprema). Santo Tomás, reconoce el mérito del filósofo y señala que habló de la felicidad cuanto es humanamente realizable; no puedo ir más allá al no conocer la verdad revelada. Habló, pues, dice el Aquinate, de la felicidad imperfecta (la que se da en esta vida). Cf. Suma Contra Gentiles, III, 48.
[18] Catecismo de la Iglesia católica, n. 1804.
[19] Cf. Santo Tomás, Comentario al Evangelio de San Juan (In Io.), VIII, IV, nº 1209.
[20] Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro II, cap. VI.