La familia y el hombre líquidos (P. Miguel Ángel Fuentes, IVE)

Hombreliquido

Conferencia del P. Miguel Ángel Fuentes, IVE, en la Jornada de las Familias, en San Rafael, Argentina. 29 de noviembre de 2015. Al final puede oírse o descargarse el archivo de audio.

A comienzos de este siglo, el sociólogo marxista, Zygmunt Bauman, polaco, se hizo famoso por varias obras que giraban en torno al concepto de “liquidez” que él aplicaba a algunos fenómenos modernos: vida líquida, modernidad líquida, tiempos líquidos, amor líquido, pensamiento líquido[1]. El Papa Benedicto XVI aludió a él en su visita a Venecia –la ciudad de las aguas–, aceptando el valor de la metáfora como descripción de nuestra sociedad: “El hecho de que Venecia sea «ciudad de agua» hace pensar en un célebre sociólogo contemporáneo, que definió nuestra sociedad «líquida» y también la cultura europea: una cultura «líquida», para expresar su «fluidez», su poca estabilidad o, quizás, su falta de estabilidad, la volubilidad, la inconsistencia que a veces parece caracterizarla”[2].

Voy a tomar algunas de sus ideas, aunque dándoles a menudo un sentido diverso del original, pues no comparto completamente la perspectiva del autor.

El concepto de líquido se opone al de “sólido”. Los líquidos, a diferencia de los sólidos, no conservan mucho tiempo su forma y tienen una permanente disposición a cambiarla según el recipiente que los recibe y contiene. Los sólidos duran en el tiempo y mantiene su forma; los líquidos se transforman constantemente. Bauman usa esta metáfora para describir la sociedad de nuestro tiempo, el de la llamada posmodernidad. La vida líquida sería, pues, el tipo de vida que se vive en la sociedad moderna líquida; y ésta vendría a ser “aquella en que las condiciones de actuación de sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos en unas rutinas determinadas”. No se da tiempo a formar ningún hábito, pues todo está sujeto a constante transformación.

La primera consecuencia que se sigue es que la modernidad líquida se caracteriza como un tiempo sin certezas, sin puntos firmes de referencia. Dice Bauman: “La vida líquida es una vida precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constante. Las más acuciantes y persistentes preocupaciones que perturban esa vida son las que resultan del temor a que nos tomen desprevenidos,  que no podamos seguir el ritmo de unos acontecimientos que se mueven con gran rapidez, a que nos quedemos rezagados, a no percatarnos de las fechas «de vencimiento», a que tengamos que cargar con bienes que ya no nos resultan deseables, a que pasemos por alto cuándo es necesario que cambiemos de enfoque si no queremos sobrepasar un punto sin retorno”. Hasta tal punto nos apremia el cambio que, añade este autor, “entre las artes del vivir moderno líquido y las habilidades necesarias para practicarlas, saber librarse de las cosas prima sobre saber adquirirlas”. Se vive en una permanente y agobiante modernización en la educación, las leyes, el vestir, los medios de comunicación, el lenguaje, las diversiones, el trabajo, los estudios, las costumbres… Los antiguos estarían aterrados de este panorama, habiendo apostado, como sabemos, a la estabilidad de las instituciones, de las leyes y de los principios educativos, en orden a dar tiempo a que se forjaran hábitos. Hoy deliberadamente se impide este aquietamiento, de modo que el ser humano carezca de una estructura estable en el plano psicológico, espiritual, educativo y político.

Como consecuencia, otra de las notas que Bauman destaca en esta sociedad es la “desechabilidad”: nada puede permitirse durar más de lo debido o, mejor dicho, de lo permitido. “La perseverancia, la pegajosidad y la viscosidad de las cosas (tanto de las animadas como de las inanimadas) constituyen el más siniestro y letal de los peligros, y son fuente de los miedos más aterradores y blanco de los más violentos ataques”. Nuestra sociedad no se apega ni a los seres humanos, a quienes juzga –aunque no se anime siempre a llamarlos así– “deshechos humanos”, “excedentes”; gente prescindible. Dice Bauman: “La vida en una sociedad moderna líquida no puede detenerse. Hay que modernizarse —léase: desprenderse, día sí, día también, de atributos que ya han rebasado su fecha de caducidad y desguazar (o despojarse de) las identidades actualmente ensambladas (o de las que estamos revestidos)— o morir”. Y más adelante: “La «destrucción creativa» es el modo de proceder de la vida líquida”. Hay personas cuya profesión es inventar cambios, y las empresas más pudientes los contratan para que de modo permanente los modernicen. Los que somos más viejos recordamos todavía algunas marcas famosas en nuestra infancia y adolescencia cuyos logotipos pasaron a ser como una firma indeleble en nuestras memorias. Esto no pasa hoy en día. ¿Cuántas veces han cambiado en los últimos tiempos sus símbolos gráficos una empresa como “Google” o sus plataformas de presentación otra cual “Microsoft”?

Otra metáfora usada por nuestro Autor viene de un juego que probablemente hayamos realizado alguna vez: es el juego de las sillas, en el que se pone una silla menos de la cantidad de participantes; todos giran hasta que se da una señal y todos deben sentarse, quedando uno sin silla, el cual pierde y sale del juego; luego se saca otra silla y sigue el juego hasta que solo queda un ganador. Dice Bauman: “La vida en la vida moderna líquida es una versión siniestra de un juego de las sillas que se juega en serio. Y el premio real que hay en juego en esta carrera es el ser rescatados temporalmente de la exclusión que nos relegaría a las filas de los destruidos y el rehuir que se nos catalogue como desechos”. El que no se acomodó a tiempo cuando se dio la orden del cambio (de moda, política, partido, filosofía, auto, plasma, heladera, computadora, novia o concubino) quedó fuera de juego.

Todas las personas de esta sociedad “dominan y practican el arte de la «vida líquida»: la aceptación de la desorientación, la inmunidad al vértigo y la adaptación al mareo, y la tolerancia de la ausencia de itinerario y de dirección y de lo indeterminado de la duración del viaje”.

También describe a los hombres de nuestra sociedad tomando una imagen del libro Le città invisibili, del escritor neorrealista Italo Calvino: “Es probable que el horizonte ideal de estas personas sea Eutropia, una de las Ciudades Invisibles de Italo Calvino, cuyos habitantes, en cuanto «se sienten presa del hastío y ya no pueden soportar su trabajo ni a sus parientes ni su casa ni su vida», «se mudan a la ciudad siguiente», donde «cada uno de ellos conseguirá un nuevo empleo y una esposa distinta, verá otro paisaje al abrir la ventana y dedicará el tiempo a pasatiempos, amigos y cotilleos diferentes». La liviandad y la revocabilidad son los preceptos por los que se guían en sus apegos y en sus compromisos, respectivamente”.

Subrayo la idea de estos dos nuevos “preceptos” de la ética del hombre líquido: la liviandad en los apegos y la revocabilidad en los compromisos.

A este tipo de personas las califica Bauman con el término acuñado por Andrzej Stasiuk: “lumpenproletariado espiritual”, el subproletariado espiritual. La expresión lumpenproletariado es un término marxista alemán que designa a los marginados sociales; los andrajosos de la sociedad capitalista (no olvidemos que Bauman viene de una formación marxista). Aquí está trasladado al plano de la miseria y desnutrición espiritual y lo compartimos plenamente. De ellos dice: “Los afectados por el virus del «lumpenproletariado espiritual» viven en el presente y por el presente. Viven para sobrevivir (en la medida de lo posible) y para obtener satisfacción (tanta como puedan)”. Y más adelante añade: “Alisado hasta formar un presente perpetuo y dominado por la preocupación por la supervivencia y la gratificación (se necesita gratificación para seguir viviendo y se necesita sobrevivir para obtener más gratificación), el mundo que habitan los «lumpenproletarios espirituales» no deja margen para preocuparse por ninguna otra cosa que por lo que pueda ser consumido y disfrutado en el acto: aquí y ahora”.

Completa luego con otra observación notable: “La eternidad es evidentemente la gran marginada en este proceso. Pero no así el infinito: mientras dura, el presente puede estirarse más allá de todo límite y dar cabida a todo aquello que antaño se esperaba experimentar únicamente en una situación de plenitud temporal (en palabras de Stasiuk, «es harto probable que la cantidad de seres digitales, analógicos o de celuloide con los que nos encontremos a lo largo de nuestra vida corpórea se acerque al volumen que nos podrían ofrecer la vida eterna y la resurrección de la carne»). Es posible que, gracias a la esperada infinitud de las experiencias mundanas por venir, no se eche de menos la eternidad; puede que ni siquiera se note su pérdida. La velocidad, y no la duración, es lo que importa (…) El truco consiste en comprimir la eternidad para que pueda caber, entera, en el espacio temporal de una vida individual. El dilema planteado por una vida mortal en un universo inmortal ha sido finalmente resuelto: ahora podemos dejar de preocuparnos de lo eterno sin renunciar a ninguna de las maravillas de la eternidad. De hecho, podemos agotar en el intervalo de una vida mortal todas las posibilidades que dicha eternidad nos podría ofrecer. Quizás no podamos suprimir el límite temporal que continúa pesando sobre la vida mortal, pero sí podemos eliminar (o intentar eliminar, al menos) toda limitación del volumen de satisfacciones que podemos experimentar antes de alcanzar esa otra (e inamovible) frontera”. Estos dos binomios dialécticos me han parecido particularmente atinados: eternidad/infinitud y duración/velocidad. La eternidad es la perfecta, plena y siempre actual posesión del Bien Absoluto. Al ser plena y omniabarcante es inmutable. Es una total inmersión en el océano del Bien divino. El hombre líquido no se interesa por ella porque no se inquieta por Dios. Pero no renuncia por ello a algún sucedáneo de eternidad que Bauman llama infinitud. Ésta puede versar sobre cosas temporales y materiales. Basta que no se les ponga límite. Y no se les pone límite, diría santo Tomás, cuando se las desea como fin de nuestra vida. Si quiero dinero para construir una casa o comprarme un auto, mi deseo tiene una medida: el precio de la casa o del auto. Pero si quiero dinero porque me gusta el dinero, ¿con cuánto dinero me conformaré? ¡Ninguna cantidad satisface a los codiciosos! Su sed se incrementa en la medida en que más tienen. Con este razonamiento explica Santo Tomás que cuando una concupiscencia busca algo como fin, se vuelve en cierto modo infinita. Éste es el sucedáneo de la eternidad que Bauman ve en el ansia febril del hombre líquido. Y para esto debe reemplazar la duración (que se relaciona demasiado con la eternidad) por la velocidad. De ahí que en los últimos cinco años, quizá algunos de los presentes, que se van haciendo cada vez más líquidos, hayan tenido 10 celulares, que han cambiado sin que ninguno de ellos dejara de funcionar, 20 pares de zapatillas, ninguna de las cuales se llegaron a gastar, o 23 novias diversas, de ninguna de las cuales se enamoraron porque ni siquiera conocieron como correspondía.

Prueba de esto la encuentra Bauman en algo que observamos a diario en nuestras propias vidas y familias: “¿Para qué otra cosa, si no (que no sea para actuar en virtud de esa creencia), son el reacondicionamiento, la renovación, el reciclaje, la puesta a punto y la reconstitución imparables, compulsivas y obsesivas de la identidad? A fin de cuentas, la «identidad» significa (al igual que antaño significaban la reencarnación y la resurrección) la posibilidad de «volver a nacer», es decir, de dejar de ser lo que se es y convertirse en otra persona que no se es todavía”. He aquí el tercer binomio: resurrección/lifting. Lo que antes se esperaba en una vida después de la muerte, con la resurrección de los cuerpos, ahora se realiza en un permanente lifting, con una resurrección de la personalidad, ya sea tiñendo canas, estirando arrugas, practicando aerobismo o vistiendo estilo adolescente a pesar de ser cuarentones o cincuentones, o sea higos más pasados que maduros. No es que todas estas cosas estén mal en sí mismas. Es lo que les pide, lo que puede revelar una oculta desesperación de la vida eterna y el pánico al envejecimiento o a ser un perdedor en la vida.

Por tanto, el cambio constante ha reemplazado a lo que antes se buscaba en la solidez de la personalidad o de las relaciones familiares, amicales, laborales… “El autosacrificio y la inmolación, la autoinstrucción y la autodomesticación, la espera aparentemente interminable de algún tipo de gratificación y la práctica de virtudes que parecen sobrepasar toda capacidad de resistencia (costes exorbitantes todos ellos de las terapias pasadas) ya no son necesarios. Las nuevas dietas mejoradas, los aparatos de gimnasia, los cambios del papel pintado de las paredes, el parqué colocado donde antes había moqueta (o viceversa), la sustitución de un Mini por un todoterreno (o al revés), de una camiseta por una blusa y de una funda de sofá o un vestido monocromático por otra u otro saturado de color, el aumento y la disminución del tamaño de los pechos, el cambio de calzado deportivo, la adaptación de nuestra marca de licor preferida o de nuestras rutinas diarias a la última moda, y la adopción de un vocabulario sorprendentemente novedoso en el que formular confesiones públicas de turbaciones del alma… todas estas cosas sirven a la perfección. Y, como último recurso, se nos anuncian en un horizonte desconcertante y lejano las maravillas de la mejora genética. Suceda lo que suceda, no hay por qué desesperarse. Si todas esas varitas mágicas no resultan ser suficientes o, a pesar de su facilidad de uso, son consideradas demasiado farragosas o lentas, existen drogas que prometen una visita inmediata (aunque breve) a la eternidad (de la que, con un poco de suerte, habrá otras drogas que nos garanticen un billete de regreso)”.

Como no puede ser de otro modo, “la vida líquida es una vida devoradora. Asigna al mundo y a todos sus fragmentos animados e inanimados el papel de objetos de consumo: es decir, de objetos que pierden su utilidad (y, por consiguiente, su lustre, su atracción, su poder seductivo y su valor) en el transcurso mismo del acto de ser usados”. Lo que todo pedagogo ha observado en la psicología de los niños caprichosos –que patalean hasta que les compran el juguete con el que se han antojado y luego se aburren de él casi en el mismo momento de usarlo por vez primera, para pasar a querer otro distinto– es lo que sucede a la mayoría de los adultos de nuestro tiempo, ricos y pobres, profesionales y desocupados, seglares y consagrados. La nuestra es una sociedad caprichosa, aniñada y neuróticamente pueril.

Ahora, el cambio constante impone a los hombres de nuestra sociedad otro rasgo particular: la ausencia de lealtad tanto hacia cosas como hacia personas. Porque cambiar es dejar una cosa por otra. Lo señala Bauman: “Para librarnos del bochorno de quedarnos rezagados, de cargar con algo con lo que nadie más querría verse, de que nos sorprendan desprevenidos, de perder el tren del progreso en lugar de subirnos a él, debemos recordar que la naturaleza de las cosas nos pide vigilancia, no lealtad. En el mundo moderno líquido, la lealtad es motivo de vergüenza, no de orgullo. Conéctese a su proveedor de Internet ya de buena mañana y hallará algún recordatorio de esa lisa y llana verdad en la primera de las noticias de su lista diaria: «¿Se avergüenza de su teléfono celular? ¿Tiene un teléfono tan antiguo que le ruboriza responder a una llamada en público? Actualícese con uno del que pueda presumir». La otra cara de la moneda del imperativo de «actualizarse» a un teléfono celular acorde con la moda vigente en el mercado es, obviamente, la prohibición de volver a ser visto con uno como el último al que ya se actualizara usted la última vez”.

Para esto “la vida líquida significa un autoescrutinio, una autocrítica y una autocensura constantes. La vida líquida se alimenta de la insatisfacción del yo consigo mismo”. Esto lo dice Bauman, pero él piensa en una autocrítica no de orden moral o espiritual, sino en una decepción permanente consigo mismo en el orden material y temporal. Los hombres líquidos están descontentos consigo no porque se hallan espiritualmente imperfectos, sino porque temen no gustar, no estar a la altura de competir, de perder el tren de la vida. ¿No refleja esto el fenómeno tan extendido de los quejosos de todo, de los satisfechos con nada, de los contrariados y resentidos con lo que tienen y lo que no tienen?

Una de las consecuencias del destierro de la lealtad es que “en la sociedad moderna líquida no tienen cabida los mártires ni los héroes”. En su libro La vida líquida, titula un capítulo: “De mártir a héroe y de héroe a celebridad”. El mártir es el que muere por una razón eterna. El que “pone la lealtad a la verdad por encima de cualquier otro cálculo de ganancias o beneficios mundanos (materiales, tangibles, racionales y pragmáticos), ya sean éstos reales o putativos, individuales o colectivos”. El máximo beneficio que un mártir podía esperar conseguir con su acto es “la demostración definitiva de su propia probidad moral, el arrepentimiento de sus pecados y la redención de su alma”. El héroe es, en cambio, el que lucha y está dispuesto a dar la vida por su tierra y su patria; su causa tiene, al mismo tiempo, algo de eterno y algo de temporal: puede ser la causa nacional, la grandeza de la patria o el bien de sus seres queridos. En este caso, su sacrificio tiene siempre una recompensa que no es personal pero sí nacional; muere o se sacrifica él, pero se benefician su patria, sus amigos, su familia. Es una esperanza menor que la del mártir. En el último siglo el mundo dejó de entender, como en el pasado, la figura del mártir, pasando a centrarse solo en la del héroe. Los pueblos, fuera de las religiones, celebran a sus héroes, pero no ya a los mártires de la fe. Pero en la sociedad líquida en que vivimos, ya no queda lugar ni para el primero ni para el segundo. No hay espacio para los que dan la vida por un ideal eterno, ni para el que se sacrifica por una causa espacio-temporal, como la patria. Estos han dado paso a la “celebridad”. Las figuras heroicas de nuestro tiempo son los famosos. “Un famoso –dijo un autor en la década del ‘60– es una persona famosa por ser muy famosa”. O sea, que todo su mérito consiste en haberse hecho conocido de muchos, lo cual es un rasgo común a san Maximiliano Kolbe, Albert Einstein, Al Capone y Marilyn Monroe; todos por razones diversas. De éstos, millones de personas saben sus nombres, sus vidas, sus chismes, coleccionan sus fotografías y se vuelven locas por hacerse de un pañuelito que haya secado su sudor, el cual, sin duda alguna, no brotó del uso asiduo de una pala. Los “siguen” en las redes sociales; lloran cuando ellos lloran, ríen cuando aquéllos ríen y hasta se suicidan si se mueren, lo que ocurre de vez en cuando a causa de una sobredosis… Hasta hace pocos años, para convertirse en punto de referencia moral o espiritual para otros hombres era necesario sacrificar la vida, inmolarse, derramar su propia sangre en el campo de batalla, o desgastarse por sus hermanos leprosos. En nuestros días basta con buena puntería al arco, una voz bien templada, cualidades artísticas o, cuando se carece de todas estas cosas, al menos con tener la desvergüenza de desnudarse en un programa de Tinelli. De los santos pasamos a los héroes, y de éstos a los famosos. A los primeros los conocíamos por las hagiografías, a los segundos por los libros de historia o los monumentos en las plazas públicas, a los últimos en los reality shows y en las revistas de farándula. Este desplazamiento tiene su razón de ser en un mundo líquido: no hay nada tan líquido como la celebridad. Los famosos son tan efímeros que las quinceañeras de hoy no tienen ni idea de quiénes eran los famosos por los que se morían sus madres cuando eran quinceañeras. Y más aún, ni siquiera saben los nombres que idolatraron a los quince años sus primas que hoy solo tienen veinte.

En otro de sus libros Bauman aplica el concepto de liquidez al amor: “amor líquido”; una poética pero desconsoladora imagen. No esperemos de sus análisis más que interesantes descripciones fenomenológicas, que pueden servirnos si somos capaces e un buen discernimiento. También en el amor el hombre líquido está atento a mantener la fluidez de vida, buscando siempre las mejores oportunidades afectivas; preocupado por no perder el tren de la vida. En una tal perspectiva, todo compromiso se convierte en una traba. Por eso, señala Bauman, la gente habla cada vez más de “conexiones” en lugar de otro tipo de relaciones, como el parentesco, el matrimonio, la familia, la amistad. En lugar de amigos, tenemos “seguidores”, en vez de conversaciones con un café o un mate de por medio, preferimos la falsa cercanía de un chat; en vez de mirarnos a los ojos para descubrir si decimos la verdad o mentimos o estamos tristes, nos mandamos un “whatssap”; y hemos cambiado la familia real, de carne y hueso, por una red social y una pantalla que acomodamos a nuestro gusto. Las relaciones auténticas, como el matrimonio y la filiación, resaltan el compromiso mutuo y miran con recelo a su opuesto, la falta de compromiso. En cambio, una red o una “social network”, es algo nebuloso que permite conectarse y desconectarse a gusto; estar disponible o no estarlo, según las preferencias. En una familia, en cambio, no puede tildarse ningún casillero como “no disponible” y dejar que cada cónyuge viva como pueda, que los hijos se arreglen solos, o el abuelo se aguante sin su medicación. Los hijos, los parientes, el cónyuge, los amigos en serio, son verdaderos obstáculos para la libertad de los sujetos líquidos, y chocan con el ideal de los vínculos descartables, que es propio de esta sociedad líquida.

De ahí que el amor se haya hecho flotante, sin responsabilidad hacia el otro o los otros. Eso es lo que ofrecen hoy las redes sociales: los “vínculos sin cara”. Surfeamos por las olas de la sociedad líquida, donde no hay lugar para el compromiso ni para la lealtad. Hoy la lealtad se negocia, o sea, se niega, porque la lealtad es, por definición, un compromiso innegociable.

En esta sociedad líquida las relaciones se establecen sobre la base de un cálculo de inversiones y conveniencias; y cuando éstas no son beneficiosas, se abandonan. Lo que no es una buena inversión no se mantiene, se cambia por otra. Así es, en esta perspectiva, el amor y la familia y algo análogo sucede con la vida consagrada de muchas personas que piensan que cuando las cosas no son como se habían imaginado, o como eran en otro tiempo, ya no están obligados a la perseverancia. La fidelidad es, para muchos, cuestión de papas tibias, porque cuando queman se pueden soltar. ¿Cómo predicarán estos tales a quienes deben alentar a morir en el campo de batalla o a los que se no tienen otra opción que el heroísmo de un matrimonio crucificado?

El lei motiv del homo consumens, hombre consumidor, como llama dice Bauman al hombre de esta sociedad, no es acumular bienes, sino usarlos y descartarlos rápidamente para hacer lugar a nuevos bienes. La modernidad líquida produce desperdicios, sobrantes, tanto de objetos como de sujetos. Novios y novias que quedan en el camino, cónyuges que son parte de la historia, hijos huérfanos no a causa de la muerte sino del fracaso y de la renuncia al heroísmo. En vez de cónyuge se oye decir partner –expresión que se puede aplicar al compañero de tenis, al socio de la empresa y al cómplice de un crimen–, y muchos dicen “mi ex”, palabra blasfema en el lenguaje sacro del amor. Y la sexualidad no es excepción a la regla. El sexo está cada vez más desligado de la reproducción, del amor, de la seguridad, de la permanencia y de su papel “inmortalizador” gracias a la continuación del linaje. Es algo autónomo. Se basta a sí mismo y sólo persiste en función de sus gratificaciones. Pero la contracara de esta concepción es su liviandad: “la insoportable levedad del sexo”, como ha sido descripta. También el campo del amor y de la sexualidad el hombre actual sigue siendo un homo consumens, un consumidor.

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Si alguien se ha tomado el trabajo de leer las obras de Bauman, se habrá percatado de que cuanto he dicho sólo coincide en parte con sus puntos de vista. He tomado algunas cosas, otras las he dejado de lado, y a varias les he dado un tono diverso para que puedan servir dentro de una visión de fe. Tengo, de hecho, varias críticas que hacer al sociólogo polaco que me ha ayudado en esta presentación. Sólo me detengo en dos. La primera es que el concepto de “líquido” que él usa para describir estas realidades de la modernidad no da adecuada cuenta de la verdad de las cosas. Es cierto que la naturaleza líquida tiene como propiedad el cambiar completamente de forma al ser pasada de un recipiente a otro, o el ir tomando la forma de los lugares por donde transita: el agua toma forma cilíndrica si está pasando dentro de un caño, se torna cúbica al entrar en un piletón y parece desintegrarse al caer en forma de cascada para tomar la forma caprichosa del lecho del dique donde termina contenida. Pero en todos estos cambios mantiene su naturaleza acuosa y su misma fórmula química. El calificativo de “líquido” aplicado por Bauman y sus seguidores al mundo moderno, al hombre y al amor, tiene un carácter neutro; y creo que esto no es correcto. Pienso que el pensamiento y las costumbres humanas, individuales y sociales, que van mutando constantemente para adaptarse a los cambios de la modernidad líquida, van cambiando también su naturaleza, porque se les pegan los virus y los males de los recipientes por los que pasa, muchos de los cuales están contaminados cultural y filosóficamente. Por eso me parece que la idea de modernidad líquida debe ser completada o entendida en el sentido preciso de modernidad en “descomposición”. El agua que voy pasando de un vaso a un jarro sucio, y de éste aun balde roñoso, y esto a través de una manguera mugrienta, va arrastrando consigo todas estas porquerías y va tornando el agua en aguas servidas.

En segundo lugar, no veo en los sociólogos modernos soluciones reales a los problemas que a veces describen con mayor o menor tino. Y cuando proponen, no se trata sino de soluciones resfriadas que se limitan a buscar un equilibrio; un no exagerar tanto pero sin ir a la raíz de los problemas. Lo que se puede lograr si se los sigue es a lo sumo ralentizar un proceso de descomposición, pero no revertirlo. Porque también ellos padecen una cierta liquidez, la de la antropología líquida y una metafísica más líquida aún. Líquida y a veces liquidada.

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Rescato, sin embargo, los rasgos acertados que indican en el hombre de nuestro tiempo: es alguien que no permite consolidar sus hábitos (a lo sumo tiene ciertas costumbres), le faltan puntos de referencia en el orden moral y espiritual (de ahí que en la necesidad natural de buscarlos, termine anclándose al Ché Guevara, a John Lennon, a Marilyn Manson o a un cumbiero delincuente). Carece de certezas existenciales, vive presa del miedo, es un subdesarrollado espiritual (razón por la cual es presa de cualquier movimiento pseudoespiritual), confunde la infinitud con la eternidad, prefiere la velocidad de los cambios a la duración, no es leal a nada, ni siquiera a sí mismo.

Con esta estructura mental –o falta de– hay muchas cosas que a nuestros contemporáneos le resultan poco menos que incomprensibles. Entre ellas: una consagración para toda la vida, el perseverar en decisiones tomadas, el crear lazos sobre los que solo la muerte tiene derecho de disolución, todo cuanto exija constancia, perseverancia, tesón (que él confundirá con monotonía y rutina); el amor eterno y el heroísmo, el morir por los demás; el agradecer lo recibido sin reclamar cambios o exigir devoluciones (la identidad personal, el sexo, el lugar de nacimiento, la historia personal); todo cuanto es irrevocable; los compromisos; y la preocupación espiritual auténtica.

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Frente a esto, ¿cuál es la solución o, al menos, la actitud más atinada?

Parecería lógico que a una cultura líquida, como la que venimos describiendo, le opongamos otra sólida. Y por ahí va más o menos lo que debemos sostener, pero a condición de que no olvidemos que estamos usando metáforas. A las alegorías no podemos pedirles la exactitud del pensamiento riguroso. De ahí que así como nos parece una simplificación –útil, ciertamente– el describir los problemas de nuestra sociedad con la imagen de los líquidos, también debemos decir que es una simplificación decir que necesitamos realidades sólidas. ¿Sólidas como qué? ¿Qué sería un amor sólido? ¿Un amor duradero y capaz de desafiar los terremotos afectivos, o un amor con corazón de piedra? ¿Qué sería una vida sólida? ¿Una vida con parámetros estables, o una existencia incapaz de adaptarse sanamente a las circunstancias cambiantes de la vida?

Por tanto, la respuesta es que debemos buscar solidez en lo que exija tal actitud, pero no todo lo reclama. Al contrario. Existen dos actitudes malsanas y una sana. Las dos malsanas es ser líquidos con todo o ser sólidos con todo. Es sano tratar cada cosa según su propia naturaleza. En la vida encontramos lo mismo que en nuestro cuerpo, que posee estructuras sólidas –el esqueleto óseo–, elementos líquidos –como la sangre– y órganos flexibles –como el hígado, los pulmones y el corazón.

Respecto de todo lo que es efímero deberíamos ser líquidos, o sea, capaces de tomarlo o dejarlo, según nos lo pida Dios. San Pablo dice que “la apariencia de este mundo pasa”; sería insano endurecerse y pretender afincarse aquí para siempre. San Luis de Montfort decía que los santos de los últimos tiempos debían ser, respecto del Espíritu Santo, como las nubes en relación con el viento: dispuestos a seguir sus más leves insinuaciones. Job, ante la pérdida de todos sus bienes, incluida su propia salud, exclama: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó. Bendito sea Dios”.

Pero también hay realidades que son, en parte cambiantes y pasajeras y en parte no. Tratarlas con la superficialidad que exige algo puramente efímero no corresponde; pero tampoco es ajustado a la realidad el endurecerse en actitudes que no son proporcionadas a la naturaleza de las cosas. Frente a esto es mala la liquidez –que entiendo como desentendimiento, inconsistencia y fragilidad–, e igualmente una solidez en el sentido de endurecimiento y rigidez. Se requiere, en cambio, cierta flexibilidad. Así, por ejemplo, un educador, aun manteniendo su lealtad hacia su discípulo, no puede tratarlo del mismo modo cuando es párvulo, cuando entra en la adolescencia, cuando pasa por la juventud y cuando llega a la adultez. Tiene que adaptarse a sus capacidades y variar sus exigencias, de lo contrario, o lo infantiliza o, por el contrario, lo desampara reclamándole la responsabilidad de un adulto. Por análogas razones no podemos presentar la verdad al hombre de hoy con el lenguaje que solo comprenderían los hombres del medioevo. No podemos seguir poniendo como adversarios de la fe a Nestorio y Eutiques, cuando los errores de nuestro tiempo son el humanismo ateo, el existencialismo, el relativismo y el posthumanismo. No podemos limitarnos a predicar la fe desde los púlpitos de las iglesias, donde nos escuchan cien feligreses y dejar en manos del enemigo los medios de comunicación –desde lo que podemos llegar a millones de personas–. No cambiamos la verdad según los gustos, y por eso, esto no es liquidez; pero buscamos el modo de que sea entendida, y esto es flexibilidad.

Pero todo lo anterior es imposible sin la solidez en lo fundamental y en lo esencial. Sin un Principio y Fundamento, según el lenguaje ignaciano, todo se viene abajo. Nuestros órganos vitales y nuestra sangre tienen que estar contenidos y protegidos en el consistente y recio edificio de nuestro tejido óseo. Esto es quizá lo más notablemente negado en la cultura líquida en la que estamos sumergidos, por eso daría la impresión que es el aspecto que más debemos defender y subrayar en nuestro tiempo. Es notable las diversas veces y maneras en que la Sagrada Escritura nos habla de la necesidad del fundamento y de la estructura sólida en nuestra vida. Jesús nos dice que debemos construir nuestra existencia sobre un terreno rocoso y no sobre arena vacilante. Nos dice que sus Palabras son estables y jamás pasarán. El Espíritu Santo nos asegura que la fidelidad de Dios es inamovible. En el fondo, la solidez viene de nuestra raigambre en Dios. En la Biblia hay un nombre poético de Dios, que a muchos les resulta poco sugestivo pero que es muy recurrente, especialmente en los Salmos. A Dios se lo llama “Piedra” o “Roca”. Él es “la Piedra (‘eben) de Israel” (Gn 49,24). Moisés canta que Dios es la Roca (Dt 32,4), se queja de que su Pueblo ha despreciado a la Piedra que lo salva, la Piedra que lo crió (32,15.18). La Roca o Peña, o Piedra, es lugar que da refugio (Sal 94,22), amparo y protección (Sal 62,8), que salva (Sal 89,27). La piedra es estable, eterna (Sal 76,5) y da habitación al indigente. Dios es, pues, defensor, refugio, apoyo firme, ayuda invencible. San Pablo llamó a Cristo con este mismo nombre: “Cristo era la Roca” (1Co 10,4), la Piedra angular (Ef 2,20). Y Jesús puso este nombre, apelativo divino, a Cefas: “Tú eres Piedra y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Contra la Piedra que es Cristo y todo lo que Cristo ha edificado, tropiezan todos los enemigos de Dios (1Pe 2,8).

La solidez de la vida nos viene del estar fundados sobre Dios; y uno se funda en Dios si vive profundamente la fe y la la caridad hacia Dios. La fe nos da un modo seguro, certero, de pensar y juzgar. Nos otorga criterios lúcidos de discernimiento. Nos da cimientos estables sobre los que apoyar toda nuestra existencia. Por la fe sabemos de dónde venimos, dónde estamos y hacia dónde vamos y cómo transitar este camino. Por la caridad estamos unidos a Dios particularmente en el diálogo de la oración, en la confianza en su guía y protección paternal, en la intimidad filial que nace de saber que somos hijos de Dios.

Sin la fe y sin la caridad hacia Dios nos derramamos sin dirección, estamos desorientados, nos dejamos llevar por cualquier viento de doctrina, carecemos de discernimiento, crecemos retorcidos y estrangulándonos psicológicamente con sofismas, galimatías, errores y mentiras.

Todo pasa, pues, por poner a Dios en el lugar que le corresponde en nuestras vidas y en nuestras familias que es el del ser el fundamento primero. Todo debe partir de Dios, de la búsqueda de su voluntad, del esfuerzo por no separarnos de Él. Si Dios es, en cambio, solo una palabra vacía en nuestras vidas, y solo un barniz incapaz de manejar nuestras rutas, no sirve de nada. Y esto hay que empezar a inculcarlo desde el comienzo de la existencia. Hay que educarnos y educar a los demás en la solidez de la fe. Podemos aplicarle a esta relación educativa con Dios, nuestra Roca aquellos versos que Lugones dice de nuestros Andes:

Llevadles a los niños que los vean.

Haced que se ennoblezcan de montañas.

Yo, que soy montañés, sé lo que vale

La amistad de la piedra para el alma.

La amistad de esta Piedra es la que puede salvar de la licuefacción nuestras familias, nuestro amor, nuestra vocación religiosa, nuestra relación con la Patria, nuestra entrega a la Iglesia, y la salvación de nuestras almas.

P. Miguel Ángel Fuentes, IVE

Jornada de las Familias

San Rafael, 29 de noviembre de 2015

 

Audio de la Conferencia:


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NOTAS:

[1] Todo cuanto cito o aludo de Bauman lo tomo de dos de sus obras: Vida líquida, Barcelona (2006), y Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos, Buenos (2006). Aclaro que uso con mucha libertad sus afirmaciones, no siempre atándome al sentido original que el autor les da.

[2] Benedicto XVI, Encuentro con el mundo de la cultura y de la economía, Basílica de la Salud, Venecia

8 de mayo de 2011.

Un comentario

  1. Gracias por extender esta conferencia a todos. Esta condición es fatal y ha llevado a que se busquen otros dioses como consecuencia.

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