Los nn. 15-16 de la «Relatio Synodi» de la III Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos aborda lo que podemos denominar la “historia del matrimonio y de la familia”. Dice el texto del Documento:
“Las palabras de vida eterna que Jesús dejó a sus discípulos incluían la enseñanza sobre el matrimonio y la familia. Dicha enseñanza de Jesús nos permite distinguir en tres etapas fundamentales el proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia. [1º] Al principio, está la familia de los orígenes, cuando Dios creador instituyó el matrimonio primordial entre Adán y Eva como fundamento sólido de la familia. Dios no solo creó al ser humano varón y mujer (Gén 1, 27), sino que también los bendijo para que fueran fecundos y se multiplicaran (Gén 1, 28). Por eso «abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gén 2, 24). [2º] Esta unión quedó dañada por el pecado y se convirtió en la forma histórica de matrimonio en el Pueblo de Dios, al que Moisés brindó la posibilidad de expedir un acta de divorcio (cf. Dt 24, 1ss). Dicha forma era la que predominaba en tiempos de Jesús. Con su advenimiento y con la reconciliación del mundo caído gracias a la redención por él realizada, terminó la era inaugurada por Moisés. [3º] Jesús, que reconcilió en sí todas las cosas, recondujo el matrimonio y la familia a su forma original (cf. Mc 10, 1- 12). La familia y el matrimonio fueron redimidos por Cristo (cf. Ef 5, 21-32), restaurados a imagen de la Santísima Trinidad, misterio del que todo amor verdadero dimana” (Relatio Synodi, 15-16).
Las expresiones “al principio” y “forma original”, que he destacado en el texto tienen una capital importancia a la hora de comprender la naturaleza del matrimonio. Lo había destacado Pablo VI reiterando a menudo en la Humanae vitae la idea de un “plan divino” y de un “orden en la creación” para referirse al matrimonio[1].
Ese plan es el trazado por el Creador al “principio” de la creación, como afirma el mismo Jesús en su discusión con los judíos sobre la permisión mosaica del libelo de repudio, es decir, del divorcio bíblico[2]. Nuestro Señor Jesucristo dice que tal atenuación de la norma se debió a “la dureza del corazón” de los hombres, pero que “al principio no fue así” (Mt 19, 8; remite a Gn 1, 27 y 2, 24). De más está decir que Él vuelve a imponer, con su autoridad divina, la exigencia original.
Para Jesús, el principio (es decir, el momento de la Creación del cosmos y del hombre) tiene un valor normativo fundamental y determinante. Trataremos de señalar muy brevemente esos elementos “originales” del matrimonio y la elevación que de ellos hace Jesucristo.
1. El “Principio”
Ante todo, debemos tener en cuenta que el “principio” al que hace referencia Nuestro Señor fue un estado de gracia particular. El Concilio de Trento dice que el hombre fue “constituido en gracia”[3], pero que tal estado fue perdido por el pecado original, produciéndose en el hombre un deterioro, es decir un cambio hacia un estado debilitado[4]. Si bien el pecado del hombre no ha alterado la esencia del matrimonio, sin embargo, los seres humanos no cuentan ya con las mismas fuerzas para llevarlo adelante; por eso, hasta la Encarnación, estarán afectados por una debilidad adquirida. Así se entiende la explicación de Jesús sobre la tolerancia divina ante el libelo de repudio o divorcio mosaico (lo que también puede aplicarse análogamente a la poligamia en tiempos patriarcales).
Si bien antes del pecado original el ser humano gozó de la gracia santificante, sin embargo, aun sin ella podía cumplir todos los mandamientos de la ley natural (sólo necesitaba de ésta para los actos intrínsecamente sobrenaturales)[5]. En cambio, después del pecado original, el hombre no sólo necesita la gracia divina para los actos sobrenaturales (aceptar la revelación, amar a Dios con caridad infusa o esperar sobrenaturalmente el cielo), sino incluso para cumplir la ley natural en toda su integridad[6]. Esto es “de fe”. Y la vida sexual y conyugal no sólo es parte de esos mandamientos naturales, sino una de sus mayores exigencias. Por tanto, nosotros que nacemos afectados por el pecado original, aunque sanados por el bautismo, no podemos vivir bien el matrimonio sin la fuerza sobrenatural de Dios: la gracia[7].
Antes de la encarnación del Verbo, Dios otorgaba misericordiosamente esta gracia divina con ocasión del matrimonio natural o religioso (judío). Pero después de la encarnación y de la pasión de Cristo, con la institución del matrimonio sacramental, esta gracia es algo intrínseco al matrimonio como sacramento de la Ley Nueva (precisamente uno de sus efectos).
El relato más antiguo de la creación del hombre es el de Génesis 2, 18-25:
“Dijo luego Yahveh Dios: ‘No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada’. Y Yahveh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. El hombre puso nombre a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, pero no encontró una ayuda adecuada para sí mismo. Entonces Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne. De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: ‘Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada’. Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne. Ambos estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro”.
(a) No es bueno que el hombre esté solo
Después que todos los animales de la tierra pasaron ante Adán para que éste los dominase poniéndoles nombre (Gn 2, 19-20), Adán experimenta “soledad”: en ninguno de ellos encontró “una ayuda semejante” (Gn 2, 20b). La soledad experimentada es, ante todo, “trascendental”: significa que ninguna cosa creada puede colmar su vacío porque está hecho para Dios. Pero también es una soledad “horizontal” porque el hombre experimenta que necesita el complemento de algo semejante a él, como expresa el mismo Dios: “No es bueno que el hombre esté solo”. El matrimonio viene a colmar esa “soledad humana” de Adán. Sea cual fuere la explicación que demos a cada elemento del relato sobre la creación de Eva (el sopor de Adán, la costilla, etc.), es indudable que el autor inspirado quiere mostrar que Eva es formada de la misma naturaleza humana de Adán. El texto hebreo dice literalmente que Dios “edificó (ibhnèh) la costilla en mujer”.
(b) Hueso de mis huesos, carne de mi carne
Las palabras de Adán: “Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2, 23) subrayan dos cosas: (a) la identidad de naturaleza: el varón y la mujer tienen la misma naturaleza; igual carne, igual huesos; (b) que tienen unidad de origen: hueso “de mis” huesos, carne “de mi” carne… Eva es formada a partir de Adán; es parte suya. Ambos aspectos se ponen en relieve en el mismo nombre que Adán da a Eva y debería traducirse “varona”. Adán es îsch (varón), Eva es îschâh (varona). San Jerónimo tradujo el juego de palabras: “Haec vocabitur virago quoniam de viro sumpta est”.
Destaquemos la diferencia que existe entre la presentación bíblica de la mujer y la del pensamiento extrabíblico, que consideraba a la mujer como un ser de categoría inferior al hombre. Incluso Aristóteles calificaba a la mujer como un “hombre fallido” (mas occasionatus) y un “animal imperfecto” (animal imperfectum), mientras que en Oriente se la consideraba objeto de placer del varón. Por el contrario, la Sagrada Escritura, establece una igualdad fundamental en cuanto a la dignidad y a la naturaleza.
La imagen de la “costilla” del varón tampoco carece de valor: el texto sagrado elige este lugar cercano al corazón para indicar que con la creación de la mujer, el hombre recibe un ser que ha salido de su corazón, como si fuera una “partición” del corazón o del alma. De aquí la tendencia natural a la unidad entre el hombre y la mujer. Tendencia natural como la de dos mitades que buscan una unidad original. En esta alusión al “corazón” también se muestra que la mutua tendencia del hombre y la mujer es tendencia a una unidad integral (no es sólo inclinación a la unidad física o genital, sino que es una propensión principalmente afectiva y espiritual que engloba también la unión carnal; son todas las esferas del ser humano las que tienden a la complementariedad masculino/femenino).
(c) Serán una sola carne
Jesucristo ve en esta expresión la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mc 10, 9).
Aquí “carne” no significa solamente “cuerpo” o “acto carnal”. El sentido bíblico que tiene la expresión “carne” designa toda la persona; donde está el cuerpo (vivo) está toda la persona. De aquí las expresiones bíblicas como “morirá toda carne” o “revivirá toda carne” (cf. Gn 6, 13. 17; Joel 3, 1).
Por eso “serán una sola carne” equivale a “serán una sola cosa”, una sola “persona moral”, es decir, una unidad indisoluble, en el sentido en que San Ambrosio decía que el matrimonio es “una carne y un espíritu” (una caro et unus spiritus est)[8].
De ahí que la unión matrimonial sea, para el escritor sagrado, más sólida que la misma unidad de sangre: “Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer” (Gn 2, 24). Esta expresión, recordada también por Jesucristo, coloca el amor esponsalicio por encima del amor filial. Si la fuerza del amor conyugal es superior a los lazos de sangre, entonces debemos deducir como consecuencia que ¡también su indisolubilidad debe ser superior! Romper esta unión (lo que no ocurre con la sola “separación” de los cónyuges, que podría ser tolerada en algunos casos, sino con la pretensión de la “disolución vincular”) es tan inconcebible como amputar un miembro sano del cuerpo.
El texto “una sola carne” manifiesta una de las dos finalidades propias del matrimonio: la unidad conyugal. Se refiere, ante todo, a la unión conyugal física, al acto propio y exclusivo de los esposos. En Gn 1-2 no se hacen observaciones más detalladas sobre este tema. En cambio, es interesante ver el Código legislativo de Israel que se encuentra particularmente en el Levítico (cf. Lev 18, 1-30), donde se contienen prescripciones relativas a la unión conyugal. Se trata de las normas (permisiones y prohibiciones) que los hijos de Israel han de seguir para no caer en las abominaciones en que habían incurrido los cananeos, sus precursores en la tierra que Dios les promete. Ahora bien, el hecho de que el encuentro sexual sea objeto de permisos y prohibiciones de parte de Dios indica que es visto como algo sagrado y santo.
San Pablo en 1 Corintios manifiesta el alcance que tiene esta unidad al hablar de lo que podemos llamar “mutua pertenencia” de los esposos: “No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer” (1Co 7, 4). Por eso el apóstol habla del acto conyugal en términos de deber: el acto conyugal es “lo debido”, lo que se le debe al otro cónyuge en razón no sólo de caridad sino también de justicia. “Que el marido dé a su mujer lo que debe y la mujer de igual modo al marido… No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para daros a la oración; luego, volved a estar juntos, para que Satanás no os tiente por vuestra incontinencia” (1Co 7, 3.5).
Excluye, pues, cualquier uso egoísta del matrimonio. Este es un “don de sí” al otro. Evidentemente, no debe entenderse este “débito” sólo del acto sexual. Implica también la entrega de la afectividad y del corazón (en sentido espiritual). También esto fue subrayado por San Pablo: “El casado se preocupa de… cómo agradar a su mujer… La casada se preocupa de… cómo agradar al marido” (1Co 7, 33.34). Dar el débito exige el sacrificio de darlo con alegría, con gozo, entregando el corazón junto con el cuerpo. El hombre y la mujer no buscan en su cónyuge solamente “placer” sino “unidad” y “complemento”.
Es interesante también señalar la delicada y hermosa expresión bíblica con la que se designa el acto conyugal: conocer. “Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió y dio a luz” (Gn 4, 1); “Conoció Caín a su mujer” (Gn 4, 17); “No conozco varón”, dice María al ángel (Lc 1, 34).
En el acto matrimonial, el hombre y la mujer “se dan a conocer”, “se manifiestan” lo más íntimo. De alguna manera se da algo así como la revelación de un “secreto”, de una intimidad personal que, por medio del acto conyugal, pasa a ser propiedad de los dos; se comparte un secreto interior del alma. Por eso, no puede darse esta realidad fuera de un matrimonio, es decir, de una unión definitiva. Por consiguiente, en toda unión sexual entre personas no casadas (sea fornicación o adulterio) siempre “se pierde algo propio” y “se roba algo ajeno”.
El sentido de “conocer” también nos lleva al plano del lenguaje. Los esposos se conocen en el acto sexual, porque el acto sexual es una palabra, no oral, sino física. Por eso se habla también de “sinceridad” del acto sexual, o por el contrario, de “mentira”, de “medias verdades”. Porque lo que “se conoce” en el acto sexual es la voluntad de entrega total y absoluta, sin reservas, de la persona a la que uno se une. Si esa entrega no es verdaderamente total y sin reserva, uno de los dos —o ambos— están
(d) Estaban desnudos y no se avergonzaban
La falta de vergüenza en el estado de “justicia original” no era efecto de la ignorancia, como si no entendiesen lo que significaban sus cuerpos. Indica, por el contrario, una plenitud: se veían desnudos pero esto no ocasionaba ningún desorden o perturbación en ellos.
Esto expresa dos cosas: (a) Que sus miradas estaban exentas de malicia. Veían las cosas, pero sólo bajo su aspecto de bondad (de hecho, Eva no había reparado en ningún aspecto “tentador” del mandato divino antes que se lo sugiriese la serpiente). Participaban, dice Juan Pablo II, de la visión divina de las cosas (“Vio Dios todo cuanto había hecho y era muy bueno”); así también veían Adán y Eva; y así también “se” veían a sí mismos. (b) Que eran interiormente libres: no sentían atracciones desordenadas, lo que supone ausencia de la concupiscencia desordenada.
Estas dos realidades nos revelan el “estado” de paz (espiritual y afectiva) que caracterizaba al hombre y a la mujer en el albor de la humanidad y que denominamos teológicamente como “estado de justicia original” o “inocencia original” del corazón[9].
El texto de Génesis 1, 26-28 completa esta visión con dos preciosas precisiones: “Y dijo Dios: ‘Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra’. Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó. Y los bendijo, y les dijo Dios: ‘Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra’”.
La idea vuelve a aparecer en Gn 5, 1-2: “El día en que creó Dios a Adán, lo hizo imagen de Dios. Los creó varón y hembra, y los llamó “Hombre” en el día de su creación”. La imagen de Dios no sólo se realiza en cada individuo (sea varón o mujer) sino también en la misma relación “varón-mujer”. La imagen divina está presente, pues, también en la llamada “communio personarum”, comunión de las personas[10]. El hombre es reflejo no sólo de la espiritualidad e inteligencia de Dios, sino también de la misma Comunión de Personas de la Santísima Trinidad.
En segundo lugar, este texto contiene la bendición y el mandato divino de la fecundidad: “Y los bendijo Dios, y les dijo: Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra”. El hijo es el fruto del “conocimiento” matrimonial: “Conoció Adán a Eva, su mujer, y ésta concibió”. A su vez, los hijos son un don de Dios; el fruto más precioso del amor conyugal, pero siempre un don, inmerecido y al que no se tiene derecho. Como reconoce Eva en el nacimiento de cada uno de sus hijos; así al nacer su primogénito exclama: “He adquirido un varón con el favor de Yahveh” (Gn 4, 1). Al nacer Set dice: “Dios me ha otorgado otro descendiente en lugar de Abel” (Gn 4, 25).
Estos dos aspectos, unitivo (“serán una sola carne”) y procreativo (“sed fecundos”) han de estar presentes en todo matrimonio y en cada acto matrimonial que intente uno de estos significados o dimensiones. Es decir: si se quiere la unión, ésta no debe excluir la “potencial” fecundidad (lo cual no contradice que se busque la unión en los momentos de natural infecundidad); si se quiere la fecundidad, ha de ser necesariamente como fruto de la unidad de la carne, del afecto y del espíritu.
2. Bajo el régimen del pecado
¿En qué cambió el pecado el plan sobre el matrimonio? En lo esencial, nada; sí en algunas relaciones secundarias.
Como leemos en Génesis 3, 1-24, el pecado original alteró las actitudes entre el hombre y la mujer dejando intactas las relaciones fundamentales.
Se introduce el dolor (“Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos”), la división (Adán acusa a Eva; se esconden uno a otro con hojas, es decir, aparece la mutua vergüenza, comienzan a mirarse con concupiscencia y se avergüenzan de ello), y aparece la sujeción y el dominio (“Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará”: Gn 3, 16).
La serpiente sugiere a la mujer que si come del fruto prohibido “se le abrirán los ojos” (cf. Gn 3, 5). Pero la mujer, y luego Adán, que bajo la sugestión del Tentador habían visto la transgresión como algo atrayente y gustoso, pecando experimentan que si los ojos se les abren no es para ver belleza sino desnudez, no plenitud sino miseria: “Vieron que estaban desnudos y sintieron vergüenza” (Gn 3, 7).
La “vergüenza” en la Sagrada Escritura es algo mucho más fuerte que para nosotros. Es una humillación y una derrota muy grave (de ahí que a menudo en los Salmos aquélla se pida a Dios como castigo de los enemigos inicuos). Es casi como la muerte.
Estas consecuencias, sin alterar ellas la sustancia del matrimonio, introducen fisuras (con Dios, consigo mismo, con el cónyuge, con los demás hombres, y con la misma naturaleza) que harán cuesta arriba la vida matrimonial así como el cumplimiento de la ley natural en su conjunto. Añadiendo a esta dificultad los pecados personales, los hombres darán origen a la poligamia, al adulterio, a la violencia, al sometimiento de la mujer, al repudio o divorcio judío, etc. Ejemplos de este desbarajuste los encontramos a lo largo de la historia bíblica. Es interesante observar, por ejemplo, que es uno de los descendientes de Caín, Lamek (hombre injusto a los ojos de Dios), el iniciador de la poligamia (cf. Gn 4, 10-24), mientras que los patriarcas descendientes del linaje de Set son monógamos, como por ejemplo, Noé (cf. Gn 7, 7). Sólo más adelante se extenderá el fenómeno a los demás patriarcas, por influencia de los pueblos vecinos.
Pero también hallamos en la Sagrada Escritura ejemplos admirables de matrimonios santos donde ha brillado el amor conyugal y el don sacrificial: Abraham y Sara, Jacob y Rebeca, Rut y Booz, Tobías y Sara, Zacarías e Isabel, María y José, etc. Esto manifiesta que, aun bajo el régimen de la ley natural y de la ley antigua, el designio divino del “principio” era posible con la gracia de Dios.
3. Unidos in Domino (1Co 7, 39): el matrimonio bajo el régimen de la gracia
Jesucristo no se limitó a devolver su pleno vigor a la institución matrimonial. Hizo eso y mucho más al elevar el matrimonio a una dignidad sacramental.
La Iglesia ha reconocido un cierto carácter sagrado a la misma institución familiar natural, como se lee en Pío XI: “Hay en el mismo matrimonio natural algo de sacro y religioso, no adventicio sino innato, no recibido de los hombres, sino inserto por la misma naturaleza”[11]. Por eso Santo Tomás lo llama “sacramento en potencia”[12].
Sin embargo, sólo mediante la acción de Cristo recibe la plena dignidad de sacramento. Esto significa que Cristo hace del matrimonio un “signo eficaz de la gracia”.
Esta realidad, definida por la Iglesia como verdad de nuestra fe[13], está por lo menos “insinuada” en el texto (clave) de Efesios 5, 21-33 (decimos “por lo menos” ya que algunos se atreven a decir que está enseñada allí de modo claro).
El texto es el que sigue:
“Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo. Las mujeres a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo. Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo. ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne’ (Gn 2, 24). Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia. En todo caso, en cuanto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido”.
San Pablo hace alusión al “principio”, es decir, al texto de Gn 2, 24 donde se instituye el matrimonio, y lo llama “gran misterio”, o “gran sacramento”. “Misterio” significa “algo escondido”, y también “signo”. Por eso añade San Pablo: “yo lo digo respecto a Cristo y la Iglesia”.
Por tanto, según San Pablo, el texto del Génesis, referido al matrimonio, tiene una referencia profética a la unión de Cristo y de la Iglesia. Un “misterio” o “signo” largamente oculto, manifestado en toda su “verdad” y “plenitud” en el momento de la Encarnación y de la Muerte en Cruz, donde se realizan los “esponsales” entre Cristo y la Iglesia. Hay, pues, una doble significación respecto del Amor de Cristo y la Iglesia: una misteriosa y profética (la del “principio”) y otra sacramental y eficaz (la de la ley nueva).
La presentación paulina del matrimonio muestra, por relación al matrimonio de Cristo y la Iglesia, las condiciones de “sacramento” reunidas en todo matrimonio entre cristianos:
- Es un signo profético, que indica una cosa sagrada, es decir, apunta, señala, manifiesta un misterio sagrado (como el agua en el bautismo significa la limpieza interior del pecado): en este caso representa el amor de Cristo y la Iglesia. Por eso, los esposos deben amar a sus esposas “como Cristo amó a la Iglesia”.
- No es sólo un signo de un misterio de Cristo, sino que expresa la “gracia propia” de este misterio de Cristo, realizada ahora en todo matrimonio: así como el agua expresa la “limpieza” del bautismo, aquí el matrimonio manifiesta el amor indisoluble, definitivo, purificador, de Cristo por la Iglesia: “se entregó a Sí mismo, para hacerla pura y santificarla”.
- No es sólo signo sino que “produce eficazmente” lo que simboliza. Esto se desprende por el mero hecho de pertenecer no ya a la ley natural o antigua sino a la ley nueva[14]. Lo propio de la ley nueva es “re-producir” los misterios de Cristo. Es una ley “eficaz” porque produce lo que expresa. Así como los “sacramentos” de la ley antigua sólo profetizaban la gracia que traería el Mesías, los de la ley nueva actualizan la gracia ya traída. Por tanto, si Jesucristo asumió dentro de la nueva ley la institución del matrimonio (y esto lo vemos, por el hecho de significar el amor de Cristo y la Iglesia), entonces ésta adquirió un carácter “efectivo”, como todas las realidades de la nueva ley.
La ley de Jesucristo —ley nueva— lleva el amor conyugal (y la esfera misma de la sexualidad) al plano de la interioridad. Así, en el Sermón de la Montaña, predica el Señor: “Habéis oído que se dijo: ‘No cometerás adulterio’ (Ex 20, 14). Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5, 27-28). Nuestro Señor, conduce la expresión “una sola carne” a la más pura interioridad. El hombre debe a su mujer y ésta al marido, también sus afectos y deseos.
Por eso Tertuliano (en torno al año 200) escribía a su esposa llamándola: “mi queridísima compañera en el Señor”; “mi queridísima compañera en el servicio del Señor”[15]; y describía hermosamente el matrimonio cristiano diciendo: “¿Cómo podré describir de forma satisfactoria la felicidad de esta unión que la Iglesia dispone, la ofrenda confirma, la bendición consagra, los ángeles celebran y es el gozo del Padre?… ¡Qué yugo más maravilloso para dos cristianos que la misma esperanza, la misma ley y el mismo servicio! Los dos son hermanos, los dos son compañeros de esclavitud. Nada los divide en la carne o en el Espíritu. Son en verdad dos en una sola carne, y donde hay una sola carne hay también un solo Espíritu (cf. 1Co 6, 17). Oran juntos, se ponen de rodillas juntos y ayunan juntos. Se instruyen mutuamente, se exhortan uno a otro y se sostienen entre sí. En la Iglesia de Dios van juntos compartiendo la comida de Dios, afrontando con un mismo corazón las pruebas y las persecuciones y reconfortándose juntos. Entre ellos no hay ningún secreto, ningún pretexto, ninguna pena. Con toda libertad visitan a los enfermos y dan de comer a los hambrientos. Dan limosnas sin ansiedad, cumplen sus deberes cotidianos sin trabas. No se persignan a escondidas, ni dan gracias temblando, ni piden la bendición en silencio. En su casa resuenan himnos y salmos… Cristo se complace viéndolos y escuchándolos y les envía su paz. Allí donde están dos reunidos, allí está Él; y donde está Él, no está el Maligno”[16].
El amor que Dios construyó “al principio” fue elevado, con la fuerza que le dio la oblación de Jesucristo, a su título más noble.
NOTAS:
[1] Por ejemplo, “Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de fecundidad que por sí mismos distancian los nacimientos” (HV, 11). “Usar este don divino destruyendo su significado y su finalidad, aun sólo parcialmente, es contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su voluntad. Usufructuar, en cambio, el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador” (HV, 13). “La Iglesia es la primera en elogiar y en recomendar la intervención de la inteligencia en una obra que tan de cerca asocia la criatura racional a su Creador, pero afirma que esto debe hacerse respetando el orden establecido por Dios” (HV, 16).
[2] Sobre el tema del divorcio tolerado en el Antiguo Testamento véase: Miguel A. Fuentes, Jesucristo y el divorcio, Diálogo n. 15 (1996), 181-188.
[3] Cf. DS 1510/787. El P. García Vieyra, ha visto la expresión de esta “constitución” o “elevación al estado de gracia” en la mención que hace el texto sagrado de una nueva intervención divina después de haberse terminado todo el ciclo de la creación. En efecto, tras haber concluido la creación de todas las cosas, incluida la creación del hombre y el descanso divino (cf. Gn 2, 7), Dios vuelve a intervenir, haciendo el Jardín de Edén para colocar allí al hombre (cf. Gn 2, 8). Pero no tiene sentido pensar que esta intervención implique una “modificación” en la creación, lo que supondría que ésta quedó truncada; más bien ha de tratarse de una una alusión a la creación sobrenatural, la elevación de Adán y Eva al orden sobrenatural, es decir, al estado de justicia original (A. García Vieyra, El Paraíso o el problema de lo sobrenatural, Santa Fe [1980])
[4] DS 1511.
[5] “En el estado de integridad, podía el hombre cumplir todos los mandatos de la ley. De lo contrario, en aquel estado hubiera tenido que pecar por necesidad, ya que el pecado no consiste sino en dejar de cumplir los mandatos divinos” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 109, 4).
[6] “En el estado de naturaleza caída no puede el hombre guardar todos los preceptos divinos sin ser previamente curado por la gracia” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 109, 4). Así lo definió también el Concilio de Cartago: “Quienquiera que dijere que… aun sin dársenos la gracia, pudiéramos, no ciertamente con facilidad, pero pudiéramos al menos cumplir los divinos mandamientos, sea anatema” (Cf. DS 227),
[7] La gracia de Dios tiene dos efectos: sana y eleva la naturaleza. En cuanto ayuda a sanar la debilidad que ha causado el pecado se llama “gracia sanante”; este efecto no existía antes del pecado original, pues la naturaleza estaba en estado íntegro; es un efecto posterior al pecado. En cuanto eleva la naturaleza por encima de sus fuerzas naturales se la llama “gracia elevante”; éste era el único efecto que producía antes del pecado original y uno de los dos efectos que produce después de él (sana y eleva).
[8] San Ambrosio, De Abraham, I, 9, 84.
[9] Cf. Juan Pablo II, en L’Osservatore Romano, 12/12/1979 nn. 3-4.
[10] Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 12: “Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gen 1,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás”.
[11] Pío XI, Casti connubii, n. 30.
[12] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Suppl. 59,2 ad 1.
[13] Cf. Concilio de Trento, DS 1801; cf. 1601.
[14] Se denomina “ley nueva” o “ley evangélica” o “ley de Cristo”, a la economía salvífica instaurada por Jesucristo con su Encarnación, Muerte y Resurrección. Ésta sucede, llevando a plenitud, la economía antigua (ley antigua o ley mosaica).
[15] Tertuliano, PL 1,1273.
[16] Ibidem.