Durante mucho tiempo uno de los argumentos más aludidos de cierta corriente de teología moral para independizar las libres elecciones en cuestiones sexuales conyugales respecto de las normas del Magisterio de la Iglesia ha sido la afirmación de que la guía última de nuestro obrar es la propia conciencia. “Cada uno debe decidir en conciencia qué es lo que debe hacer o dejar de hacer”. Lo que, en cuanto a la moral conyugal, se traduce como: los esposos son los que deben decidir qué es lo que deben hacer o no hacer en cuanto a vida sexual y en cuanto a la decisión de traer o no traer nuevos hijos al mundo, su número, o bien no traer más, y son ellos también los que deben decidir qué es lo que más les conviene para alcanzar estos fines. En este punto, por tanto, y siempre según estos teólogos y fieles de pie, nadie tiene que meterse a darles indicaciones. Ni siquiera el Magisterio de la Iglesia. A lo sumo este último podrá dar sugerencias e indicaciones que los buenos católicos se empeñarán en tomar en consideración, pero sin obligarse a seguirlas en caso de que vean que para ellos otras vías son mejores –o las únicas que pueden practicar.
Estas ideas, que tuvieron mucho auge tres y cuatro décadas atrás, no han sido desechadas por teólogos moralistas, pastores y vulgo en general. Al contrario, son muchos los que piensan así o simplemente obran según tales principios. A lo sumo la mayoría de los que viven con tal tenor ya no se preocupan tanto del asunto. La discusión no ha terminado; más bien ha entrado en el coma inducido que el indiferentismo de este principio de siglo ha impuesto a todas las cuestiones importantes. En 1989 Juan Pablo II decía –después de recordar que “entre los medios que el amor redentor de Cristo ha dispuesto para evitar este peligro de error (de la conciencia), se encuentra el Magisterio de la Iglesia”– que “no se puede decir que un fiel ha realizado una diligente búsqueda de la verdad, si no tiene en cuenta lo que el Magisterio enseña”[1].
Repropongo, por consiguiente, este estudio sobre la relación entre la conciencia y el Magisterio de la Iglesia, que publiqué hace ya muchos años, pero sigue siendo actual.
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El hecho de hacerse “dramas de conciencia” cuando están en juego el propio interés parece algo que en nuestros días solo encontramos en los teatros donde se representan las tragedias de Shakespeare. Sólo a un Enrique V oiremos hoy preguntar, al aspirar a un cargo político, algo así como “¿Puedo mantener tal pretensión en justicia y en conciencia? (May I with right and conscience make this claim?” (Enrique V, Acto I, escena II). Los hombres de nuestro tiempo, retoños primorosos de Maquiavelo, son más pragmáticos y generosos cuando se trata de ampliar las mangas del vestido.
Pero resulta indudable que la Sagrada Escritura contiene indicaciones morales determinadas (mandatos, prohibiciones, condenaciones, incluso “listas de pecados”: Rom 1,29-31; Gál 5,19-21; Ef 5,3-6; 1 Cor 6,9-10; 5,9-11; Col 3,5-11). Algunas de estas normas son accesibles a la razón humana. Son las normas de la moral natural (en ellas se incluyen, de modo especial, las relacionadas con los comportamientos sexuales y conyugales). De ellas nos vamos a ocupar. La pregunta sería: ¿puede el Magisterio enseñar legítimamente sobre temas de moral natural? Y suponiendo que la respuesta sea afirmativa, se sigue esta otra: ¿qué valor vinculante tienen sus enseñanzas para la conciencia de los fieles, es decir, hasta qué punto está el cristiano “obligado” a obedecer al Magisterio? ¿Debe tomar tales enseñanzas como un mandato irrecusable, o como una “orientación”, como una “opinión más o menos fuertemente fundada”? Y un último paso: cuando el Magisterio de la Iglesia enseña algo, ¿puede llegar a proponer alguna enseñanza concreta como infalible?
I. COMPRENSIONES E INCOMPRENSIONES
Muchos autores han intentado desautorizar esta actuación del Magisterio sobre la conciencia. Así, por ejemplo, J. Fuchs ha sostenido que el Magisterio de la Iglesia no puede pretender enseñar normas universales sencillamente porque éstas no existen. Es decir, no se pueden catalogar ciertos comportamientos como malos “siempre y en todo lugar”, porque la malicia o bondad dependen de elementos circunstanciales, de situaciones concretas, de presiones, de las intenciones del sujeto que obra. Para dar un juicio universal sería necesario conocer de antemano todos los casos posibles en que el acto en cuestión puede ser ejecutado y conocer que en ninguno de ellos existe una circunstancia que lo justifique. Y esto no es posible[2].
Otros han dicho que aun cuando de hecho indique o prohiba ciertos comportamientos, esto no nos obliga mas que a tomar en cuenta tales indicaciones como opiniones autorizadas, como buenos consejos, ya que, no siendo el Magisterio moral de la Iglesia infalible, se trata de una opinión reformable, que podrá cambiar en el futuro. Así sostenía, por ejemplo, B. Häring[3].
Por último, y aquí está el nudo de nuestra cuestión concreta, otros se han amparado en que la norma última del obrar de cada hombre, su juez definitivo, no es ningún Magisterio exterior al hombre mismo, sino la propia conciencia de cada uno. Entre los que han defendido estas posturas cito especialmente a F. Böeckle[4] y Enrico Chiavacci[5], entre otros.
Se entiende así que cuando el Magisterio ha tratado de dar indicaciones morales universales, por ejemplo, Juan Pablo II en la Veritatis Splendor, haya sido catalogado de “falto de tolerancia, de futuro y de misericordia”[6], de “intregrismo ideológico… monolitismo ético y… conservadurismo teológico”[7], o de “premoderno, preconciliar y restauracionista”[8], de “apocalíptico”[9], de “fundamentalista, reaccionario y numantino”[10], o simplemente “inmoral”, “agresivo de la condición humana” y “coartador de las conciencias” (palabras, estas últimas, del ex fraile Leonardo Boff)[11].
Las tres afirmaciones recién mencionadas corresponden a tres sofismas y a tres errores filosóficos y teológicos.
Respecto de la primera, como la refutación exigiría un análisis que nos llevaría lejos de nuestro tema, debemos contentarnos con afirmar, siguiendo la doctrina bíblica, a toda la tradición ética filosófica y teológica de Occidente, y al Magisterio mismo de la Iglesia, que existen comportamientos que son en sí mismos y siempre malos, porque el primer elemento constitutivo de la moralidad de un acto es su objeto, no la intención del que lo realiza ni, menos aun, sus circunstancias. En cada acto se conjugan los tres elementos (objeto, fin y circunstancias), pero el acto ya tiene una moralidad básica que le viene dada por su mismo objeto[12].
La segunda se apoya en una concepción del Magisterio, con tres gruesos errores de base[13]. Ante todo, pensar que sólo el Magisterio “ex cathedra” es infalible. También el Magisterio ordinario universal goza de infalibilidad, como señala la Lumen Gentium[14]. Por tanto, cuando el Romano Pontífice presenta una determinada doctrina como sostenida desde siempre por la Iglesia universal, la está presentando como revestida de la cualidad de infalible[15]. De ahí que lo más importante en este punto no sea la forma más o menos solemne de promulgación sino que conste la intención definitoria de los Concilios y de los Papas[16].
Es también un serio error afirmar, como hace Häring, que “rara vez, acaso nunca”, el magisterio ha propuesto “normas morales atribuyéndoles valor de infalibilidad”. Por el contrario, escribe García de Haro: “prácticamente todas las normas morales concretas más importantes (sobre aborto, homosexualidad, relaciones prematrimoniales, masturbación, eutanasia, onanismo, etc.), han sido enseñadas por el Magisterio ordinario y universal: por el Romano Pontífice y por los Obispos en comunión con el Santo Padre, en todo el mundo y sin interrupción”[17]. Más aún: “… la inmensa mayoría de las cuestiones de cierta importancia para la vida moral, se encuentran de un modo u otro con carácter definitivo por el Magisterio”[18]. Muchos sostienen, por ejemplo, el carácter infalible de la doctrina expuesta en la Encíclica Humanae vitae[19].
Y no es menos erróneo sostener que Magisterio-no-infalible equivalga a opinable. “El Magisterio infalible no se opone a magisterio opinable, porque también el Magisterio no infalible posee valor de certeza aunque no tenga la dote de infalibilidad”[20]. Por tanto, también vincula la conciencia, ya que no es lícito obrar con dudas positivas de conciencia, y ningún fiel puede dejar de dudar positivamente sobre la licitud de un acto en torno al cual el Magisterio -aun no infalible- ha elaborado un juicio reprobatorio. “El Magisterio vincula las conciencias siempre que de un modo y otro así lo indica el mismo; los criterios para apreciarlo son: índole del documento, insistencia con que repite una misma doctrina, fórmulas usada para expresarlo”[21]. El mismo Código de Derecho Canónico se expresa diciendo que cuando se trata de un ejercicio del magisterio auténtico del Sumo Pontífice o del Colegio episcopal en unión con él, sobre materia moral, aunque no tenga intención de proclamarla con un acto definitivo, los fieles deben prestarle un “obsequio religioso del entendimiento y de la voluntad”[22]. Obsequio de voluntad significa que la voluntad debe adherirse a una doctrina con el acto que le es propio, la obediencia y el amor a la verdad. Esto, antes de que el intelecto perciba la verdad intrínseca de tal verdad, basándose en lo que ya ha percibido con anterioridad, por la fe, y que le garantiza la veracidad de tal doctrina: que el Papa y los obispos en comunión con él enseñan en virtud de la autoridad de Cristo. Obsequio por parte del entendimiento indica la adhesión de la inteligencia a tal verdad; lo hace “asintiendo”, que es su acto propio. Este obsequio es “religioso”, es decir, fundado en el mismo motivo religioso: la misión de los obispos y del Papa. Por tanto, la actitud exigida no se agota en un comportamiento exterior sino que exige un acto interior de sumisión y asentimiento. Y obliga la conciencia de los fieles porque hay una asistencia divina al magisterio auténtico, aun cuando éste no tenga intención de pronunciarse infalible y definitivamente[23].
En cuanto a la crítica que sostiene que la conciencia sea la norma moral última de nuestro obrar, vamos a explayarnos un poco más en el siguiente parágrafo.
II. LAS RELACIONES ENTRE MAGISTERIO Y CONCIENCIA
Debemos precisar dos: la naturaleza de la conciencia y la función del Magisterio. Entendidos correctamente, precisar la relación entre conciencia y Magisterio no ofrecerá mayores dificultades.
1. La conciencia, la verdad y el error
La conciencia no es una facultad del hombre, ni una superfacultad que se confundiría con la persona misma; menos aún una parte material de nuestro sistema nervioso, como ha llegado a afirmar algún neurólogo materialista[24]. Es solamente un acto de nuestra inteligencia en su función práctica por el cual advertimos que estamos realizando una acción determinada (conciencia psicológica) y que esa acción o es buena o es mala (conciencia moral)[25].
Este juicio sobre la moralidad de nuestros actos es posible porque aplicamos a nuestros actos el conocimiento de una ley que se encuentra impresa previamente en nuestro interior. Este conocimiento en parte nos viene dado por la misma naturaleza (sindéresis) y en parte lo vamos cultivando y precisando a través de la educación, la tradición, la enseñanza, y la Revelación divina contenida en las Escrituras.
Por tanto, la conciencia dice una relación constitutiva con la verdad. La conciencia es testigo, juzga, dirige, alaba, condena, en razón de unos principios que la trascienden pero que, sin embargo, ella puede alcanzar. La conciencia es la norma de nuestro obrar cuando se trata de una conciencia recta, y por tanto, sólo puede ser seguida de modo absoluto e incondicionado cuando es recta y porque es recta. Ahora bien, conciencia recta significa conciencia verdadera[26], conciencia que juzga según verdad, es decir, adecuándose a la norma suprema que es Dios y a la verdad de las cosas. Nuestros actos son buenos al adecuarse a nuestra conciencia (a lo que nuestra conciencia juzga que es bueno hacer aquí y ahora) sólo cuando nuestra conciencia se adecúa a una norma superior que es la ley divina (ya sea positiva, es decir, revelada, o bien natural). Ella mide bien porque regula su medida con la medida absolutamente infalible que es la medida divina. Es regula regulata. Por tanto, la conciencia no “crea” la verdad, sino que la descubre. Obrar de determinado modo no es bueno porque lo hayamos “decidido”[27], o porque estemos convencidos de ello (con convencimiento sentimental o afectivo), sino porque es así en la realidad (en la ley de Dios, en la naturaleza de las cosas) y coincide con la verdad objetiva.
Por lo tanto, es la verdad trascendente y objetiva la que hace verdadera la conciencia; la conciencia es recta cuando obra según esa verdad. De aquí el valor perenne de aquellas palabras de J.H. Newman: “Existe una verdad; existe una sola verdad… Nuestro espíritu está sometido a la verdad; por ende, no es superior a ella, y está obligado no tanto a disertar sobre ella, cuanto a venerarla”[28].
El modo según el cual tiene lugar tal descubrimiento de la verdad práctica, juega un rol secundario. Que uno llegue a la verdad a partir de los principios intrínsecos que posee sin ayuda exterior (autónomamente), o que esto advenga ayudado por principios exteriores (heterónomamente) no afecta a lo esencial. Lo que es fundamental es que la verdad sea interiorizada por nosotros, y esto es lo que dignifica nuestra conciencia; por el contrario, en nada menoscaba tal dignidad el que esa verdad sea ofrecida por alguien diverso de nuestra conciencia personal. La conciencia debe, pues, interiorizar la verdad, es decir, hacerla suya, encarnarla. El pensamiento moderno, desde Descartes y especialmente con Kant, ha dado un sentido diverso a tal interioridad. Para la modernidad, la verdad es interior en el sentido de que nace del sujeto, es creada por él, es hecha a su medida. En este contexto, hablar de obediencia a una autoridad extrínseca es un modo de legalismo destructivo de la moralidad. Sólo en el caso de una verdad que surja del interior se salvaguardaría la dignidad de la conciencia, mientras que todo cuanto viene de afuera la degradaría. Hegel dijo que fue Lutero el primero en poner en contradicción la autoridad y la conciencia[29]. En cambio, para el pensamiento tradicional, “interioridad de la verdad” significa la presencia interior de la verdad objetiva y trascendente que no disminuye sino que “constituye” su dignidad.
Consecuentemente, la conciencia que puede imponer al hombre, de modo absoluto, sus “derechos”, es la conciencia recta. Ahora bien, “para tener una ‘conciencia recta’ (1 Tim 1,5), el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad. Como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar ‘iluminada por el Espíritu Santo’ (cf. Rom 9,1), debe ser ‘pura’ (2 Tim 1,3), no debe ‘con astucia falsear la palabra de Dios’ sino ‘manifestar claramente la verdad’ (cf. 2 Cor 4,2)”[30]. “La conciencia recta es una conciencia debidamente iluminada por la fe y por la ley moral, y supone igualmente la rectitud de la voluntad en el seguimiento del verdadero bien”[31].
La conciencia errónea, en cambio, no puede dirigir nuestro obrar, sino de modo accidental y provisoriamente. Esto ocurre en un solo caso: cuando la conciencia es involuntaria e invenciblemente, es decir, cuando ella cree estar regulando de acuerdo a esa ley superior aunque en realidad esté equivocándose y apartándose de esa ley superior. Ahora bien, y aquí está el quid del asunto: no cualquier conciencia que yerra es invenciblemente errónea. Sólo lo es aquélla que ha puesto y agotado todos los medios necesarios para no estar en el error (lo que supone e implica el amor y la búsqueda de la verdad, la investigación de la verdad, la consulta a quien puede dar luz sobre el problema), y a pesar de ello no ha podido salir de él. Y en todo caso, sólo es norma del obrar accidentalmente (por creer ser verdadera), y provisoriamente (mientras dure el error)[32]. A pesar de todo, en el caso de aquél que sigue su conciencia involuntaria e invenciblemente errónea, su acto sigue siendo objetiva y materialmente malo, aunque su estado de conciencia lo excuse del pecado[33].
Por eso puede decirse con todo rigor que “la dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata de la verdad objetiva acogida por el hombre; en el caso de la conciencia errónea, se trata de lo que el hombre, equivocándose, considera subjetivamente verdadero”[34]. Pero “compromete su dignidad cuando es errónea culpablemente, o sea, ‘cuando el hombre no trata de buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se hace casi ciega como consecuencia de su hábito de pecado’”[35].
2. Magisterio y moral natural
“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?… Apacienta mis corderos” (Jn 21,15). “Simón… yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando vuelvas, confirma a tus hermanos” (Lc 22,31-32). El oficio de apacentar y confirmar, robustecer en la fe y guiar en el obrar, se enraíza directamente en la voluntad salvífica de Cristo, y es la razón de ser del Magisterio de Pedro y de los demás apóstoles unidos a Pedro.
El sentido último del ministerio de la Iglesia es el de transmitir la verdad de Cristo, y más aún, la verdad que es Cristo: “Por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo”[36]. Y esto engloba la verdad moral: “… y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana”[37].
Podemos indicar algunos motivos por los cuales es necesario que el Magisterio se extienda al ámbito de la ética racional[38]:
a) Por la función sobrenatural sanante del Magisterio. Proponiendo verdades morales racionales el Magisterio desempeña su misión de salvación. La Iglesia tiene como misión la salvación del hombre, en toda su amplitud, incluida su racionalidad ya que la racionalidad del hombre es una racionalidad llagada, es decir, afectada por el “vulnus”, la herida, del error y la ignorancia[39]. El Magisterio devuelve, así, a la razón práctica su relación originaria con la verdad. La cura de la permanente tentación de medir la grandeza y el valor del hombre según falsos criterios. “La ley, centrada sobre el Decálogo, forma la conciencia del hombre, la humaniza, la dirige hacia su fin bienaventurado y la abre a la gracia…”[40].
b) Por la función pastoral del Magisterio y las consecuencias de la Encarnación. Existe una conexión intrínseca entre el fin sobrenatural (salvación) al que el Magisterio debe encaminarnos y el ámbito humano de la vida cristiana, es decir, los actos concretos que son los medios por los cuales nos ordenamos al fin. La Iglesia no sería fiel a su misión si –enseñando “la fe que debe creerse y aplicarse en la práctica de la vida”[41]– no enseñase, al mismo tiempo, sus consecuencias coherentes en el plano humano. Y esto es consecuencia de la Encarnación: “El Verbo al encarnarse ha entrado plenamente en nuestra existencia cotidiana, que se articula en actos humanos concretos; muriendo por nuestros pecados, nos ha re-creado en la santidad original, que debe expresarse en nuestra cotidiana actividad intra-mundana”[42]. En la Encarnación el Verbo divino asume la naturaleza humana en su totalidad, exceptuado el pecado, para sanarla, rescatarla, redimirla; y nada puede sustraerse del alcance de la Encarnación sin que al mismo tiempo se parcialice la obra redentora de Cristo. Como dice San Ireneo: “lo que no es asumido, no es redimido”[43].
c) Por la profunda armonía existente entre la razón y la fe. A este antiguo problema de razón y fe pueden remontarse, en última instancia, las dificultades y críticas planteadas por numerosos teólogos respecto de la autoridad del Magisterio en el ámbito de la moral natural. Pero tales críticas están fundamentadas en un prejuicio: “la recíproca exclusión de la fe… y la razón, en base a lo cual la fe no es racional y la razón no es creyente, y por tanto, los ‘precepta fidei’ no son racionales y los ‘precepta rationis’ no pueden apoyarse en una autoridad de fe”[44]. De este modo, excluida la fe del ámbito de la razón (y reduciendo la competencia del Magisterio a la sola fe), la razón debería proceder autónomamente en la elaboración de sus normas. Así entendido el problema, un Magisterio es injustificable.
d) Porque, si bien en la Revelación se encuentran normas morales concretas (algunas de las cuales la razón por sí sola no habría podido descubrir, como por ejemplo los preceptos tocantes al ejercicio de las virtudes teologales; otras, en cambio, están -al menos de suyo- al alcance de la razón), sin embargo, puede legítimamente presumirse que la Revelación no ha enseñado explícitamente todas las normas morales determinadas racionalmente cognoscibles. Y esto porque Dios no se sustituye a la causalidad de las personas creadas[45].
3. Magisterio y conciencia
Es constitutivo esencial de la conciencia recta su adecuación con la verdad objetiva, como ya hemos dicho. Pero no siempre está en poder de la razón alcanzar por sí sola dicha verdad con la cual adecuarse, aun teniendo en sí los principios de los cuales se derivan todas las verdades morales. Los principios universales están, pero en su condición universal. Descubrir la relación estrecha entre nuestros comportamientos concretos y tales principios puede resultar evidente como puede no serlo. Y esto por muchos motivos. Por un lado, la nuestra es una razón herida y debilitada por el pecado original. Por otra parte, algunas de las verdades que rigen el obrar concreto son el fruto de deducciones que no todos pueden realizar. Asimismo, tienen su cuota de injerencia las presiones de una sociedad y una cultura atea y hedonista, que crea un modo de pensar consecuente con sus máximas. Finalmente, el juicio práctico de la razón guarda una fuerte dependencia de nuestros hábitos morales; y cuando éstos son vicios arraigados, interfieren influyendo notablemente nuestro modo de juzgar. De aquí la necesidad del Magisterio.
Por todo esto, se hace necesaria la intervención de un magisterio que por un lado custodie manteniendo incólumes los principios, y por otro ilumine el obrar cotidiano a la luz de los mismos. Juan Pablo II lo sostenía con fuerza en la Veritatis Splendor:
“La autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de conciencia no es nunca libertad «con respecto a» la verdad, sino siempre y sólo «en» la verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4,14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella”[46].
Por eso decía el Papa, en el Discurso que dirigió a los participantes del II Congreso internacional de teología moral, que “el Magisterio de la Iglesia ha sido instituido por Cristo el Señor para iluminar la conciencia”, y que por eso “apelar a esta conciencia precisamente para constestar la verdad de cuanto enseña el Magisterio, comporta el rechazo de la concepción católica de Magisterio y de la conciencia moral”[47].
NOTAS:
[1] Juan Pablo II, Discurso al II Congreso de teología moral, L’Osservatore Romano, 22/01/89, p. 45, n. 4
[2] “En teoría, escribe el P. J. Fuchs, parece que tal universalidad no es posible. Una acción sólo es moral al considerar las ‘circunstancias’ y la ‘intención’, y eso presupondría que se pueden prever adecuadamente todas las combinaciones posibles de circunstancias e intenciones, lo que, a priori, no es posible. Además, la opinión contraria no tiene en cuenta, para una comparación objetiva de la moralidad, el significado de: a) la experiencia práctica, b) las diferencias de civilización, c) la historicidad humana” (Josef Fuchs, S.J., The absolutesness of Moral Terms, Rev. Gregorianum, 52 [1971], p. 449).
[3] “Vivimos, dice B. Häring, la transición dolorosa de una época de la ‘Iglesia del imperio’ constantiniana… a una época de fe por decisión libre y entrega a la comunidad de fe… Existe aún el concepto de teología moral como guía para los confesores que se consideraban, principalmente, como jueces y controladores de conciencias… La escuela única, propugnada por una parte de la jerarquía, subraya en exceso la autoridad de los documentos romanos, incluso cuando están condicionados históricamente y rebasados en su propio contexto por lo que respecta a la moral. Aunque rara vez, acaso nunca, propuso el magisterio normas morales atribuyéndoles valor de infalibilidad, reiteradamente una escuela de moral ha planteado estas normas como si fuesen particularmente infalibles, ‘al menos hasta que el disenso creció hasta tal volumen que hizo simplemente insostenible esta posición’” (Bernard Häring, Libertad y Fidelidad en Cristo, Herder Barcelona, [1981], T. I, pp. 352-353; la expresión citada por Häring pertenece a J.P. Mackey).
[4] Este, hablando de la Humanae vitae y de la condena de la contracepción escribe: “Incluso un católico fiel a su iglesia puede llegar a una conclusión diversa de la decisión magisterial; él puede sostener esta posición e incluso practicarla ya sea personalmente, o bien, por ejemplo, como médico con sus pacientes” (F. Böeckle, Morale Fondamentale, Queriniana, Brescia [1979], 283).
[5] “Si (el juicio universal del Magisterio) es una norma de orden general, la conciencia lo asume como guía o como sugerencia que en determinados casos puede cesar” (Chiavacci, E., Studi di teologia morale, Assisi [1971], 45).
[6] Luis Antonio de Villena en “El Mundo”, citado por Miguel Ángel Velazco, Los derechos de la verdad, MC, Madrid 1994, p. 137-138.
[7] Así dice Francisco Vázquez, citado por Miguel Ángel Velazco, op. cit., p. 126.
[8] Algunos teólogos españoles de la Asociación de Teólogos “Juan XXIII” (Diario “El País”, 7/X/93; cit. por Miguel A. Velazco, op. cit., p. 142).
[9] Según Miguel Ángel Maestro (cf. Miguel Angel Velazco, ibid., p. 161). Maestro habla de la Veritatis Splendor como “la Encíclica de la crisis, del apocalipsis now de fin de siglo”.
[10] Antonio Castellote (Diario de Teruel, 6/X/93; cit. por Miguel Angel Velazco, op.cit., pp.156-157).
[11] Cf. “El Mundo”, 11/X/93; cit. por Miguel Angel Velazco, op. cit., p. 153.
[12] Cf. Enc. Veritatis Splendor, nnº 71-79; Catecismo de la Iglesia Católica, nnº 1750-1761.
[13] Cf. Dario Composta, La nuova morale e i suoi problemi, Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1990, especialmente cap. 8, pp. 145-175; Carlo Caffarra, La competenza del magistero nell’insegnamento di norme morali determinate, Rev. “Anthropotes” 1 (1988), pp. 7-23; Ramón García de Haro, Magisterio, norma moral y conciencia, Rev. “Anthropotes” 1 (1988), 45-71.
[14] Cuando los obispos “aun dispersos por el mundo, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, como maestros auténticos en materia de fe y costumbres convienen en exponer una enseñanza como definitiva, anuncian infaliblemente la doctrina de Cristo” (Lumen gentium, 25).
[15] “…(El) sucesor de Pedro… ya en el ejercicio ordinario de su magisterio actúa no como persona privada, sino como maestro supremo de la Iglesia universal, según la aclaración del concilio Vaticano II sobre las definiciones ex cathedra (cf. LG 25). Al cumplir esta tarea, el sucesor de Pedro expresa de forma personal, pero con autoridad institucional, la regla de fe, a la que deben atenerse los miembros de la Iglesia universal -simple fieles, catequistas, profesores de religión, teólogos…” (Juan Pablo II, Catequésis 10/3/93; en L’Osservatore Romano 12/3/93, p. 3, nº 4).
[16] Cf. Joaquín Salaverri, S.I., Potestad de Magisterio, en: Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, B.A.C., Madrid 1966, pp. 529ss.; cf. p. 523.
[17] García de Haro, Magisterio, norma moral y conciencia, op.cit., p. 64.
[18] Ibid., p. 63.
[19] Esto basándose en que Pablo VI presenta la doctrina de la Humanae vitae como “constantemente enseñada por la Iglesia” (nº 10), “propuesta por el Magisterio con constante firmeza” (nº 6), etc. Entre otros son de este parecer: Emenegildo Lio (Humanae vitae e infallibilità, Città del Vaticano 1986), Germain Grisez (Christian Moral Principles, Chicago 1983, p. 847), Dario Composta (La nuova morale e i suoi principi, op. cit., p. 148), García de Haro (Matrimonio e famiglia nei documenti del magistero. Corso di teologia matrimoniale, Ares, Milano 1989, p. 212), etc.
[20] García de Haro, Magisterio, norma moral y conciencia, op.cit., p. 62.
[21] Ibid., p. 63.
[22] Código de Derecho Canónico (1983), c.752. Cf. Francisco Javier Urrutia, S.J., Obsequio religioso de entendimiento y voluntad (c. 752). Clarificación de su sentido. En: AAVV., La misión docente de la Iglesia, Ed. Pontificia Universidad de Salamanca, Salamanca 1992, pp. 21-40. El autor refuta la posición de Francis Sullivan, S.J., que sostiene que el “obsequio” que se menciona en el canon 752 no exige “asentimiento” de la inteligencia.
[23] “Se da también la asistencia divina a los sucesores de los Apóstoles, que enseñan en comunión con el sucesor de Pedro, y, en particular, al Romano Pontífice, Pastor de toda la Iglesia, cuando, sin llegar a una definición infalible y sin pronunciarse en ‘modo definitivo’, en el ejercicio del magisterio ordinario proponen una enseñanza que conduce a una mejor comprensión de la revelación en materia de fe y costumbres, y ofrecen directivas morales derivadas de esta enseñanza. Hay que tener en cuenta, pues, el carácter propio de cada una de las intervenciones del Magisterio y la medida en que se encuentra implicada su autoridad; pero también el hecho de que todas ellas derivan de la misma fuente, es decir, de Cristo que quiere que su pueblo camine en la verdad plena. Por este mismo motivo las decisiones magisteriales en materia de disciplina, aunque no estén garantizadas por el carisma de la infalibilidad, no están desprovistas de la asistencia divina, y requieren la adhesión de los fieles” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, “Donum veritatis”, 24/5/1990, nº 17).
[24] Me refiero a Hanna y Antonio Damasio, neurólogos del Hospital Iowa and Clinics. Según ellos, la conciencia se encuentra ubicada en una zona del lóbulo frontal del cerebro; afirman esto basándose en que Pinieas Gafe, un obrero, a raíz de un accidente en que resultó herido en su cerebro, perdió la noción del bien y del mal (cf. LA NACION, 1 de junio de 1994, p. 9).
[25] “… Existe una conciencia psicológica, que reflexiona sobre nuestra actividad personal, cualquiera que ésta sea; es una especie de vigilancia sobre nosotros mismos; es un mirar en el espejo de la propia fenomenología espiritual, la propia personalidad; es conocerse, y, en cierto modo llegar a ser dueño de sí mismo. Pero ahora no hablamos de este campo de la conciencia; hablamos del segundo, el de la conciencia moral e individual, esto es, de la intuición que cada uno tiene de la bondad o de la malicia de las acciones propias. Este campo de la conciencia es interesantísimo también para aquellos que no lo ponen, como nosotros los creyentes, en relación con el mundo divino; más aún, constituye al hombre en su expresión más alta y más noble, define su verdadera estatura, lo sitúa en el uso normal de su libertad. Obrar según la conciencia es la norma más comprometida y al mismo tiempo, la más autónoma de la acción humana. La conciencia en la práctica de nuestras acciones, es el juicio sobre la rectitud, sobre la moralidad de nuestros actos, tanto considerados en su desarrollo habitual como en la singularidad de cada uno de ellos” (PABLO VI, Alocución del 12/II/1969; Cf. Homilia en el I Domingo de Cuaresma, 7/III/1965).
[26] Usamos este término en el sentido que le dió Santo Tomás. “Santo Tomás llamaba conciencia recta o verdadera a la que reflejaba la verdad objetiva de orden práctico, en conformidad con la ley de Dios, en contraposición de la conciencia errónea que puede ser tal vencible o invenciblemente. Es la terminología que asumió y divulgó San Alfonso María de Ligorio… Otros moralistas, más de acuerdo con la terminología de Francisco Suárez, dan a la conciencia recta una significación más amplia, de modo que comprende tanto la conciencia verdadera como la invenciblemente errónea o de buena fe. Así, por ejemplo, A. Vermerch” (Victorino Rodriguez, O.P., Función mediadora de la conciencia, Rev. “Mikael” 24 [1980] pp.116-117).
[27] “Algunos autores, queriendo poner de relieve el carácter ‘creativo’ de la conciencia, ya no llaman a sus actos con el nombre de ‘juicios’, sino con el de ‘decisiones’. Sólo tomando ‘autónomamente’ estas decisiones el hombre podría alcanzar su madurez moral…” (Enc. Veritatis Splendor, nº 55).
[28] J.H.Newman, Essay on the development of christian doctrine, London 1878, p. 357.
[29] Caffarra. C., L’autorità del magisterio in morale, op. cit., p. 183.
[30] Enc. Veritatis Splendor, 62.
[31] Instrucción Donum veritatis, nº 38.
[32] Cf. Santo Tomás, De veritate, q. 17, a.4.
[33] Cf. Suma Teológica, I-II, 19, 6; cf. Victorino Rodriguez, O.P., Estudios de antropología teológica, Speiro, Madrid, 1991; especialmente el capítulo Teología de la conciencia, pp. 145-147.
[34] Enc. Veritatis Splendor, 63.
[35] Ibid., 63. El texto indicado dentro de la cita corresponde a la Constitución Gaudium et spes, 16.
[36] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae, 14.
[37] Ibid.
[38] Para lo que sigue cf. Carlo Caffarra, L’autorità del magistero in morale, en: AA.VV., Universalité et permanence des Lois morales, Ed. Universitaires Fribourg Suisse, Ed. du Cerf Paris, 1986, pp. 179-181; Dario Composta, La nuova morale…, op. cit., pp. 160-161.
[39] Cf. Suma Teológica, I-II, 85, 4.
[40] Juan Pablo II, Alocución a los obispos del Sudoeste de Francia, L’Osservatore Romano, 15 de marzo de 1987, p. 9, nº 4.
[41] Lumen Gentium, 25.
[42] Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, en L’Osservatore Romano, 22 de enero de 1989, p. 9, nº 5.
[43] San Ireneo, citado por la Conferencia de Puebla, nº 400.
[44] Carlo Caffarra, L’autorità del Magistero in morale, op.cit., p. 181.
[45] Cf. Carlo Caffarra, La competenza…, op. cit., pp. 15-16.
[46] Enc. Veritatis Splendor, 64.
[47] Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, en L’Osservatore Romano, 22 de enero de 1989, p. 9, nº 4.