Los valores
El término valor viene de valer: lo que algo “vale” para nosotros. El valor es el fruto de la “valoración”, es decir, de la estimación o apreciación que se hace de una cosa y que se expresa en el “valor” que le asignamos “para nosotros”. Es evidente que el valor tiene una componente subjetiva, la apreciación que hacemos de una realidad. Los valores son pautas o referentes que conducen nuestra acción: nos movemos hacia lo que consideramos valores. Cuando hablamos de “nuestra escala de valores” indicamos precisamente la jerarquía que establecemos en nuestras apreciaciones.
Pero, los valores ¿dependen de algo objetivo, intrínseco a las cosas mismas, o, por el contrario, es el aporte que nosotros hacemos a las cosas de modo completamente subjetivo? La filosofía reinante, profundamente relativista, piensa del segundo modo. Así, “mi escala de valores” significa la gradación de valores que yo establezco según mis gustos, mi modo de ver las cosas, o, incluso, mis caprichos. La expresión “para mí lo principal es…” o “para mí lo que cuenta, o lo que vale es…”, etc., son expresiones de una concepción puramente subjetiva del valor. Esta visión es errónea.
Es indudable que el valor es el grado de importancia o excelencia que asignamos a una realidad; y el disvalor el grado de insignificancia o negatividad que asignamos a algo: esto vale o no vale para mí. Pero ¿el valor nace de la importancia que yo le doy, del interés que despierta en mí[1], o tiene también –y originariamente– una entidad autónoma de mí? Si respondemos de la primera manera nos situamos en una visión subjetivista según la cual yo creo los valores, y “mi escala de valores” será siempre válida, al menos para mí. Si aceptamos lo segundo, los valores pasan a tener un fundamento “in re” y son verdaderos y válidos en la medida en que expresan esa realidad; ya no creo los valores sino que los descubro y los asumo. Si acepto la primera postura desemboco en una pura palabrería, porque hablo de “valores” pero tales valores carecen de toda objetividad, por tanto, son simplemente caprichos. Si sólo valen porque yo los valoro, sólo valen para mí (pues otros harán otras valoraciones) y valen para mí en la medida en que despiertan un interés en mí; por tanto, no valen sino que simplemente son expresión de mi capricho del momento; pierden valor cuando me desintereso o cuando dirijo mi interés sobre otra cosa. Los valores subjetivos tienen tanta densidad como los volubles caprichos del niño que hoy abandona el juguete por el que berreaba ayer.
Para la filosofía clásica el valor, el bien y el ser se relacionan íntimamente. Los valores son apreciaciones ciertamente del sujeto, pero no son puramente subjetivas. Deben responder a la “verdad de las cosas”, a las esencias. Por eso podemos hablar de “valoraciones equivocadas” y de “escala de valores subvertidas”, es decir, “patas arriba respecto de la realidad”. Una cosa es buena en la medida en que tiene la plenitud de ser que le corresponde por naturaleza. Consecuentemente, en la medida en que es buena tiene un valor en sí misma; corresponde al hombre captar ese valor, es decir, la dignidad e importancia que le corresponde por ser lo que es. Por eso se puede hablar de valores verdaderos y de falsos valores. Y por eso se puede hablar también, como lo hizo Juan Pablo II en distintas oportunidades, de “verdadera jerarquía de valores”[2], de “justa jerarquía de valores”[3], y de “equilibrada jerarquía de valores”[4].
Cuando el libro de los Proverbios dice “el corazón del malo vale poco” (10, 20), no significa únicamente que éste es poco apreciado sino, y principalmente, que éste “es” poco, que tiene poca densidad moral y, en consecuencia, no puede valer mucho para quien lo evalúe correctamente. Lo mismo que señala el Salmo al decir: “lo poco del justo vale más que la mucha abundancia del impío” (Sal 37, 16). Valor significa en estas palabras “peso”, “miga”, “sustancia” y también apreciación, valoración, opinión. Lo segundo basado en lo primero.
De aquí que “formar” en los valores signifique, ante todo, formar en los criterios de valoración.
En cuanto a esto, las cosas pueden apreciarse, o medirse en su valor, ante todo, o por lo que son en sí mismas o por lo que nos reportan a nosotros. Ambas valoraciones son correctas si mantienen su lugar jerárquico.
Por encima de todo nuestra inteligencia debe juzgar las cosas por lo que éstas valen por sí mismas, independientemente de la utilidad o placer que produzcan en nosotros. No quiere decir esto que estas perspectivas no tengan importancia sino que, al margen de tal criterio, lo primero que debemos ver es qué grado de ser y de bondad tienen en sí mismas. De este modo, nuestras valoraciones coincidirán con lo que los antiguos llamaban el “bonum honestum”, el bien honesto. Honesto debe tomarse aquí en su acepción latina que significa noble, hermoso, de alta consideración, o simplemente lo que es digno de ser amado por lo que es en sí mismo, aunque no reporte beneficio alguno a quien lo ama, lo respeta o lo valora. Todo ser humano, las virtudes, la verdad, etc., son bienes por sí mismos y deben ser valorados como tales, independientemente de los beneficios o perjuicios que nos acarreen.
Dentro de este modo de apreciar lo que las cosas valen por sí mismas, hay criterios objetivos que dependen de la naturaleza misma de las cosas: Dios y el ámbito sagrado en primer lugar, luego el hombre y todo lo que es propiamente humano (la sabiduría, las virtudes, el bien común, la familia, etc.) y finalmente lo que ha sido hecho para el hombre (que debe juzgarse en la medida en que ayude a la plenitud humana).
En cambio, hay otras realidades relativas que solo son buenas por algo accidental: por el placer o por la utilidad que reportan. No juzgamos valioso el vino por lo que es en sí mismo, sino por ser agradable al paladar, ni una medicina dolorosa sino por ser útil para nuestra salud. Esta valoración se hace pues en base a otras dos clases de bienes que los antiguos llamaban bienes deleitables y bienes útiles. Es legítimo valorar ciertas cosas por su utilidad o por la fruición que producen, mientras estas estimaciones ocupen un segundo y relativo lugar respecto del valor que las cosas tienen en sí.
Como señalábamos más arriba, en nuestros días, el criterio de valoración se ha independizado del bien en sí, guiándose por pautas de utilidad, placer o capricho, llegándose, en muchos casos, a una escala de valores que suponen la completa subversión de la escala objetiva del bien y del ser. Asistimos al “ocaso de los valores”, como ha explicado Juan Pablo II: “debemos preocuparnos también por el ocaso de tantos valores fundamentales que constituyen un bien indiscutible no sólo de la moral cristiana, sino simplemente de la moral humana, de la cultura moral, como el respeto a la vida humana desde el momento de la concepción, el respeto al matrimonio en su unidad indisoluble, el respeto a la estabilidad de la familia. El permisivismo moral afecta sobre todo a este ámbito más sensible de la vida y de la convivencia humana. A él van unidas la crisis de la verdad en las relaciones interhumanas, la falta de responsabilidad al hablar, la relación meramente utilitaria del hombre con el hombre, la disminución del sentido del auténtico bien común y la facilidad con que éste es enajenado. Finalmente, existe la desacralización que a veces se transforma en «deshumanización»: el hombre y la sociedad para quienes nada es «sacro» van decayendo moralmente, a pesar de las apariencias”[5].
Así tenemos ante nuestros ojos al hombre hedonista, que pone por encima de toda medida de valoración la capacidad de placer que posean las cosas. Es más valioso lo más placentero, y algo vale en la medida que –y mientras– produzca placer. El principal valor es el placer sensible, estético para algunos, sexual para otros, emotivo o sentimental para otros. Así, una religión es valiosa, buena, verdadera, si produce emociones de paz, consuelo, reposo. La cruz es, en esta línea, el más grande disvalor. Es locura o necedad.
También nos encontramos con el hombre utilitarista o tecnocrático, que se guía por el criterio de la utilidad científica, técnica o pecuniaria. Algo vale en la medida que –y mientras– traiga beneficios, o más beneficios que costos. Lo que no produce beneficios positivos es prescindible, inútil, y hasta escandaloso. El criterio se aplica tanto a una vieja locomotora como a un anciano o a un discapacitado.
Finalmente, el hombre caprichoso se guía por criterios antojadizos; para él algo es valioso en la medida en que su capricho o gusto lo determine. Su escala de valores no tiene ningún patrón determinado: quizá en su escala del día de hoy, lo más valioso sea un buen banquete, luego venga venerar a Buda y a continuación la buena fama.
La familia y la transmisión de los valores
La familia cumple una función esencial en la transmisión de los valores, no sólo respecto de los hijos, sino de toda la sociedad, pues la sociedad la componen las familias y los hijos que nacen en la familia. Al transmitir valores a sus hijos, la familia da a la sociedad personas cargadas de valores que llevan esos valores al resto de la sociedad.
Dice Juan Pablo II: “La familia constituye el lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización y de personalización de la sociedad: colabora de manera original y profunda en la construcción del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana, es particular custodiando y transmitiendo las virtudes y los ‘valores’”[6]
Se lo proponga o no toda familia transmite siempre valores y criterios de valoración. Pero pueden ser valores objetivamente tales o bien disvalores o valores equivocadamente jerarquizados. Cuando decimos “familia” nos referimos principalmente a los adultos de la familia, que son aquellos a quienes toca transmitir, mientras que los hijos son los que principalmente reciben la transmisión: “El padre y la madre reciben en el sacramento del Matrimonio la gracia y la responsabilidad de la educación cristiana en relación con los hijos, a los que testifican y transmiten a la vez los valores humanos y religiosos”[7]
Ante todo, la familia transmite valores o disvalores a través del estilo de vida que eligen llevar. “Es preciso recordar que si los padres no viven los valores evangélicos, será difícil que los jóvenes y las jóvenes puedan percibir la llamada, comprender la necesidad de los sacrificios que han de afrontar y apreciar la belleza de la meta a alcanzar. En efecto, es en la familia donde los jóvenes tienen las primeras experiencias de los valores evangélicos, del amor que se da a Dios y a los demás. También es necesario que sean educados en el uso responsable de su libertad, para estar dispuestos a vivir de las más altas realidades espirituales según su propia vocación”[8].
Nuestra vida es la plasmación de nuestros valores. Más aún, la vida práctica revela cuál es la escala de valores que realmente nos guía. Es evidente que a menudo tenemos ideales que distan mucho de la moral que practicamos; un ladrón puede tener como ideal una vida honrada, pero tales valores no son más que veleidades; no están encarnadas. El ladrón, mientras se gana la vida robando, considera que vale más enriquecerse fácilmente que una pobreza honrada. Los valores son valores en la medida en que tienen fuerza para movernos a actuar; y al ladrón el valor de la honradez no es capaz de moverlo. En todo caso es más que evidente que los demás (por ejemplo, los hijos) no pueden ver el corazón sino los actos externos y por éstos captan la escala de valores de sus padres y mayores. Muéstrame cómo vives y percibiré qué es lo que vale para ti y lo que juzgas como verdaderamente importante.
En segundo lugar, los valores se transmiten en el diálogo familiar, especialmente en torno a la principal cátedra de la familia que es la mesa que diariamente reúne a sus miembros en todo a la comida. En ese acontecimiento de capital importancia se transmiten valores en las conversaciones que tienen los esposos, los hijos, los hermanos, etc. ¿De qué se habla en tu mesa? ¿Se reza? ¿Se habla de Dios, de la virtud, de la responsabilidad, de la vida, de la misma familia? En algunas familias este momento se vive intensamente y a pesar de la espontaneidad con que se lleva a cabo, en poca o mucha medida, se van mencionando los grandes temas de la vida, y los hijos reciben valores fundamentales que los marcarán para siempre: la importancia de Dios y de la religión, la importancia de la tradición familiar, de las historias personales de sus antepasados, el valor de la lengua, etc. Pero en otras familias, lamentablemente, estas reuniones son momentos hostiles donde se murmura, de habla sólo de dinero y problemas materiales, se da lugar al chisme, se habla de vanidades, se proyectan planes vacuos, etc. Y en algunos lugares, ni siquiera se habla sino que se calla para dar la palabra a la gran maestra de estupideces: la televisión, a la que todos miran con religioso respeto y silencio, como si estuvieran en un templo.
También se transmiten valores a través de las tristezas y alegrías que se viven familiarmente. La familia que vive como un acontecimiento extraordinario la noticia de que viene en camino un nuevo hijo, transmite un mensaje de vida y manifiesta que la vida es un valor fundamental, un don de Dios. Los que llevan con paciencia y resignación la enfermedad de alguno de sus miembros, o la presencia de los ancianos en el hogar, transmiten una valoración de la persona sufriente que no puede suplirse ni con mil horas de clases especializadas. En cambio los que ven un nuevo embarazo como una decepción, un motivo de tristeza, un nuevo problema; los que ven en el anciano o en el enfermo una carga o un estorbo, etc., transmiten disvalores y ponen en sus hijos los cimientos de una cultura del abandono y de la muerte. ¡Y qué decir cuando el mismo matrimonio y la fidelidad es visto como una realidad prescindible, pasajera, temporal! ¡Cuántos mensajes ambiguos y negativos se transmiten a menudo dentro de la misma familia!
Si consideramos qué valores se deben transmitir, vemos que a la familia compete comunicar, ante todo, los valores religiosos, pues como ha dicho Juan Pablo II: “la Iglesia defiende abierta y vigorosamente los derechos de la familia contra las usurpaciones intolerables de la sociedad y del Estado (…) Entre otros (…) [el derecho] a educar a sus hijos de acuerdo con las propias tradiciones y valores religiosos y culturales, con los instrumentos, medios e instituciones necesarias”[9]. Por algo la familia es “iglesia doméstica”[10]. Allí los niños deben aprender la Paternidad de Dios, los misterios de la fe, a rezar[11], a prepararse para los sacramentos, a tener esperanza en el cielo[12]. Más aún, en la Catechesi tradendae, del año 1979, Juan Pablo II, decía: “en los lugares donde una legislación antirreligiosa pretende incluso impedir la educación en la fe, o donde ha cundido la incredulidad o ha penetrado el secularismo hasta el punto de resultar prácticamente imposible una verdadera creencia religiosa, la iglesia doméstica es el único ámbito donde los niños y los jóvenes pueden recibir una auténtica catequesis. Nunca se esforzarán bastante los padres cristianos por prepararse a este ministerio de catequistas de sus propios hijos y por ejercerlo con celo infatigable”[13]. A treinta años de este documento podemos decir que, en buena manera, ésta es la situación social, política, legislativa y educativa de nuestra patria. Por eso debemos suscribir lo que el mismo Papa decía pocos años más tarde: “la futura evangelización depende en gran parte de la Iglesia doméstica”[14].
A la familia toca también transmitir los auténticos valores morales y espirituales que coinciden con las virtudes, pues como decía Don Quijote: “la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale”. La familia transmite a sus hijos los valores del respeto, la justicia, el orden, la aceptación resignada del dolor, la caballerosidad, la lealtad, la franqueza, la pureza y la castidad, etc. Enseña fundamentalmente el valor moral y espiritual de sí misma; es decir, es la familia la que transmite a sus hijos el valor de la familia y los prepara para que formen familias, pues sólo lo harán si han aprendido a valorar lo que es tener una familia.
Es también en la familia donde los hijos aprenden aquello que decía Juan Pablo II: “que hay verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida”; y citaba las palabras del poeta latino Juvenal: “Considera el mayor crimen preferir la supervivencia al pudor y, por amor de la vida, perder el sentido del vivir”[15]. La familia no sólo debe enseñar cuáles son estos valores sino “la primacía de los valores morales” porque “son los valores de la persona humana en cuanto tal”[16].
Hablando de nuestra cultura relativista, el mismo Juan Pablo II decía, en la Exhortación Reconciliatio et paenitentia, que “se trata de un verdadero vuelco o de una caída de valores morales y el problema no es sólo de ignorancia de la ética cristiana, sino más bien del sentido de los fundamentos y los criterios de la actitud moral. El efecto de este vuelco ético es también el de amortiguar la noción de pecado hasta tal punto que se termina casi afirmando que el pecado existe, pero no se sabe quién lo comete”[17]. Y acusaba, como causante de esta pérdida del sentido de pecado, “la negación de Dios: no sólo de la atea, sino además de la secularista. Si el pecado es la interrupción de la relación filial con Dios para vivir la propia existencia fuera de la obediencia a Él, entonces pecar no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir como si Él no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria”[18]. Y negado Dios, ¿qué queda? ¿Quizá el hombre endiosado? ¿Tal vez un paraíso puramente terreno donde el hombre es dios sin Dios? No. La historia es testigo inconfundible de que, negado Dios, el mundo se convierte en un matadero.
Finalmente, a la familia corresponde transmitir los valores culturales auténticos, después de purificarlos; porque las culturas son productos del hombre, y como tales a menudo se contaminan de falsos valores, como vemos en muchas culturas maleadas de superstición, de vicios y de malas costumbres. La inculturación, precisamente, implica esta etapa de transformación de los valores culturales “mediante su integración en el cristianismo”[19]. Pero, una vez, purificados y elevados, es la familia quien los conserva, enseña y pasa a las nuevas generaciones. Así es en la familia donde se fomenta y educa en los valores propios de cada cultura: la lengua madre, la historia, las instituciones, los cantos, los bailes, las usanzas, las vestimentas, las sanas costumbres, etc.
¡Qué sería de una sociedad en la que la familia renunciara a su misión de educadora de los valores! No sería ya un cuerpo vivo sino un cadáver en descomposición. Lamentablemente éste es el fenómeno al que parece que asistimos en nuestro tiempo.
La familia y la defensa de los valores
Finalmente, la familia cumple hoy otra función capital: es rectificadora de los disvalores que sus hijos reciben agresivamente a través de los medios de comunicación, a menudo –y lo decimos con tristeza– en la misma escuela[20] y cada vez con más frecuencia de nuestros gobiernos. A través de estos canales se predican como valores (siendo verdaderos disvalores) ideales de hedonismo, consumismo, lujo, violencia, venganza, un descarado mensaje antivida, antiamor, antimatrimonio, antivirtud y antiDios.
Si la familia actúa pasivamente entrega sus hijos a la corrupción de sus inteligencias y de sus afectos espirituales y sensibles.
Si la familia no contrarresta con una acción decidida, inteligente y corporativa esta campaña, está dejando que a sus hijos les transmitan un sistema de valores ateo y materialista.
Digo “decidida” porque esta acción exige salir de la indolencia y armarse de valentía, implica esfuerzo y desgaste, fuerza de voluntad y virtud. Digo “inteligente” porque la acción corruptora es astuta y llena de sofismas; y si no se piensa bien y no se forman debidamente los padres, éstos serán incapaces de formar a sus hijos. Y digo “corporativa” porque ante un enemigo de la familia que trabaja de forma asociada, no se puede responder sino de manera asociada, es decir, uniéndose a otras familias y con la Iglesia con lazos de amistad y colaboración para crear una red sana que pueda formar a sus hijos.
* * *
Queridos amigos, estamos ante urgencias impostergables. Somos no solo testigos, sino protagonistas de una lucha que no admite concesiones. Y al decir protagonistas quiero decir que no podemos quedar al margen; los que en la batalla deciden quedar al margen, no se denominan neutrales sino desertores. Y si desertamos de esta lucha, no echemos luego la culpa a otros de las tempestades que cosecharemos.
Recojamos aquel llamado de Juan Pablo II, con el cual termino esta intervención; decía el gran pontífice: “Vivid como hijos de la luz… Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas (Ef 5, 8. 10-11). En el contexto social actual, marcado por una lucha dramática entre la «cultura de la vida» y la «cultura de la muerte», debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz de discernir los verdaderos valores y las auténticas exigencias”[21].
P. Miguel Ángel Fuentes, IVE
[1] Tal es la teoría subjetivista de Ralph Barton Perry: “Lo que es objeto de interés adquiere eo ipso valor”.
[2] Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 32.
[3] Juan Pablo II, Centesimus annus, 41; Familiaris consortio, 66.
[4] Ibidem, 47.
[5] Juan Pablo II, Dives in misericordia, 12.
[6] Juan Pablo II, Familiaris consortio, 43.
[7] Juan Pablo II, Christifideles laici, 62.
[8] Juan Pablo II, Vita consecrata, 107.
[9] Juan Pablo II, Familiaris consortio, 46.
[10] Lumen gentium, 11.
[11] “Una finalidad importante de la plegaria de la Iglesia doméstica es la de constituir para los hijos la introducción natural a la oración litúrgica propia de toda la Iglesia, en el sentido de preparar a ella y de extenderla al ámbito de la vida personal, familiar y social. De aquí deriva la necesidad de una progresiva participación de todos los miembros de la familia cristiana en la Eucaristía, sobre todo los domingos y días festivos, y en los otros sacramentos, de modo particular en los de la iniciación cristiana de los hijos. Las directrices conciliares han abierto una nueva posibilidad a la familia cristiana, que ha sido colocada entre los grupos a los que se recomienda la celebración comunitaria del Oficio divino. Pondrán asimismo cuidado las familias cristianas en celebrar, incluso en casa y de manera adecuada a sus miembros, los tiempos y festividades del año litúrgico” (Juan Pablo II, Familiaris consortio, 62).
[12] “También la familia cristiana, en cuanto «Iglesia doméstica», constituye la escuela primigenia y fundamental para la formación de la fe. El padre y la madre reciben en el sacramento del Matrimonio la gracia y la responsabilidad de la educación cristiana en relación con los hijos, a los que testifican y transmiten a la vez los valores humanos y religiosos. Aprendiendo las primeras palabras, los hijos aprenden también a alabar a Dios, al que sienten cercano como Padre amoroso y providente; aprendiendo los primeros los primeros gestos de amor, los hijos aprenden también a abrirse a los otros, captando en la propia entrega el sentido del humano vivir. La misma vida cotidiana de una familia auténticamente cristiana constituye la primera «experiencia de Iglesia», destinada a ser corroborada y desarrollada en la gradual inserción activa y responsable de los hijos en la más amplia comunidad eclesial y en la sociedad civil. Cuanto más crezca en los esposos y padres cristianos la conciencia de que su «iglesia doméstica» es partícipe de la vida y de la misión de la Iglesia universal, tanto más podrán ser formados los hijos en el «sentido de la Iglesia» y sentirán toda la belleza de dedicar sus energías al servicio del Reino de Dios” (Juan Pablo II, Christifideles laici, 62).
[13] Juan Pablo II, Catechesi tradendae, 68. Lo repetía nuevamenten la Familiaris consortio, 52: “La absoluta necesidad de la catequesis familiar surge con singular fuerza en determinadas situaciones, que la Iglesia constata por desgracia en diversos lugares: ‘En los lugares donde una legislación antirreligiosa pretende incluso impedir la educación en la fe, o donde ha cundido la incredulidad o ha penetrado el secularismo hasta el punto de resultar prácticamente imposible una verdadera creencia religiosa, la Iglesia doméstica es el único ámbito donde los niños y los jóvenes pueden recibir una auténtica catequesis’”.
[14] Juan Pablo II, Familiaris consortio, 52.
[15] Juan Pablo II, Veritatis splendor, 94. Las palabras de Juvenal son: “Summun crede nefas animam praeferre pudori/et propter vitam vivendi perdere causas” (Satirae, VIII, 83-84).
[16] Juan Pablo II, Familiaris consortio, 8.
[17] Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, 18.
[18] Ibidem.
[19] “La inculturación comprende una doble dimensión: por una parte «una íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo…” (Juan Pablo II, Ecclesia in Africa, 59).
[20] De la que decía Juan Pablo II, hablando de las intuiciones de San Juan Bosco: “Al lado del papel educador de la familia hay que subrayar el de la escuela, capaz de abrir horizontes más dilatados y universales. Según la visión de Juan Bosco, la escuela, además de fomentar el desarrollo de la dimensión cultural, social y profesional de los jóvenes, debe proporcionarles una eficaz estructura de valores y principios morales. De no ser así, resultaría imposible vivir y actuar de modo coherente, positivo y honrado en una sociedad que se caracteriza por la tensión y las situaciones conflictivas” (Carta apostólica Iuvenum patris, 18).
[21] Juan Pablo II, Evangelium vitae, 95.