En este grupo heterogéneo debemos colocar casos diversos que guardan entre sí alguna analogía.
Ante todo el de las personas casadas que ya no viven con su legítimo cónyuge por haberse separado (a veces de modo inculpable por parte de uno de ellos). Si bien no les es lícito realizar actos sexuales con quien no están legítimamente casados, sin embargo, no es pecado para ellos pensar o recordar los actos realizados con su cónyuge legítimo, porque todo lo que es lícito hacer, es también lícito desearlo y recordarlo (salvo que esto sea peligro próximo de consumar sus deseos en un acto ilícito sea solo o con otros).
Este estado es para muchos una cruz, pero es una cruz a la que deben abrazarse por amor a Cristo y por fidelidad a lo que le prometieron delante de Dios, aunque su fidelidad no sea correspondida por su cónyuge.
Estos no deberían hablar, como lamentablemente se oye a menudo, de “mi ex-esposo o mi ex-esposa” o simplemente “mi ex”. El vínculo matrimonial contraído ante el altar de Dios no se ha roto. No viven juntos y puede ser que haya de por medio heridas muy grandes que los han llevado a la separación; pero siguen siendo esposos ante Dios, obligados a rezar uno por el otro. El lenguaje así empleado tergiversa el concepto de “perpetuidad” que es propio del vínculo matrimonial (“hasta que la muerte los separe”); y el concepto tergiversado termina por hacer borrosas las motivaciones para mantenerse firmes en estas circunstancias.
Hay otras situaciones análogas como la de quienes, estando legítimamente casados, no pueden llevar una vida matrimonial plena por enfermedad (física o psíquica) de uno de los dos. Es ésta una dura cruz, pero que con la ayuda de Dios puede llevarse.
Varios años atrás recibí una carta que me resultó particularmente interesante. Entre otras cosas me decía lo siguiente:
“He leído que después de hacer sus votos finales, sólo el 10% de los sacerdotes se apartan del ministerio. En comparación, más del 50% de los matrimonios fracasan.
No estoy seguro, pero me parece que podría decirse que los sacerdotes son más felices que los hombres casados. Hay muchas cosas que se combinan para efectuar un estado de felicidad o de lo opuesto en la vida de una persona. Pero me parece que una de las cosas mas grandes que nos trae felicidad o dolor es la castidad.
Todo ser humano es llamado por Dios a vivir una vida casta. Todo cristiano entiende, o debe entender, que el placer sexual ha de limitarse solo a los abrazos amorosos de las parejas legalmente casadas. Los solteros por edad o por condiciones físicas o por el celibato no pueden gozar legítimamente del placer sexual.
La diferencia, tal vez, entre los religiosos y los casados es que un sacerdote se ha dedicado por completo a la castidad. Desde el principio de su formación religiosa tiene como uno de sus propósitos centrales el gran deseo de ofrecerse por completo a Jesucristo: mente, corazón y cuerpo. Está dispuesto a sacrificar el placer sexual por toda la vida como una muestra de la unión que desea hacer con Dios. El hombre casado, en cambio, usualmente no ha pensado jamás en la castidad de esta manera. Consideran que el placer sexual es como cualquier otro apetito: que al sentir el deseo hay que satisfacerlo inmediatamente. Me parece que el amor se pierde rápidamente cuando no hay autodominio, y cuando lo que se espera es la gratificación propia. Los que nos ponemos a nosotros mismos primero, y al placer sobre todas las demás cosas, vamos a dejar de amar y terminaremos buscando el divorcio.
Los que ponemos primero a Jesucristo en nuestras vidas, y que vivimos como si la virtud fuera lo principal, vamos a crecer en nuestro amor hacia nuestras esposas y no habrá tantos divorcios.
Así, me parece que, en cierto sentido, el sacerdote, por el hincapié que pone en lo que realmente es de importancia, tiene una ventaja. Pero el celibato es horriblemente difícil [Nota del autor: he dejado el término original, aunque me parece que la idea del autor no es indicar lo que nosotros solemos expresar en castellano con esta palabra, sino en el sentido de “muy difícil”]. Entiendo que algunos sacerdotes tienen el don del celibato. Pero los que no lo tenemos, debemos luchar constantemente por mantenernos puros de corazón y mente y continentes de cuerpo.
Yo estoy casado desde hace más de treinta años. Tenemos hijos ya grandes que han hecho sus propias vidas. Mi esposa sufre depresión. Ya cuando éramos novios siempre padecía de tristezas. Me gustaba poder elevar su espíritu y hacer que se riera de nuevo. Después de casarnos su depresión empeoró. Siempre fue una buena madre y una cocinera maravillosa. Hasta el día de hoy somos grandes amigos y hacemos todo juntos. Siempre hemos trabajado dentro de nuestra iglesia en muchos llamamientos y cargos diferentes. Los demás no tienen la menor idea de nuestra vida personal.
Sucede que hace ya más de un cuarto de siglo me encontré viviendo en mi propio dormitorio. He dormido solo por todos esos años. Me parece que la soledad en el matrimonio puede ser mucho más dura que la soledad del soltero. ¿Cómo podría explicarle lo que he tenido que hacer para conformarme con mi vida? He orado mucho. He tenido que aprender por la dura práctica lo que se puede decir y lo que no hay que mencionar. Creo que he llegado a ser un hombre mucho más paciente y tolerante y amoroso de lo que jamás habría logrado si mi esposa hubiera sido cariñosa y si hubiéramos compartido el lecho.
Pero Dios no me ha dado esas cosas. Ha sido MUY difícil llegar aquí, pero puedo decir que me siento casi contento, y que estoy dispuesto a vivir así hasta que muera. No voy a separarme de mi esposa. Y el gran secreto de esto es la castidad. Yo me entrego a mi esposa cada día con mi castidad. No soy perfecto y a veces no he luchado como corresponde. Pero no me doy por vencido jamás, y tengo fe que al fin de todo mis esfuerzos llevarán fruto.
Le escribo todo esto sólo para decirle que creo entender un poco lo que ustedes sacerdotes tienen que enfrentar para entregarse por completo a Jesucristo con el sacrificio del placer sexual. Ruego al Señor en mis oraciones que cada día nos ayude a ser más como él en nuestra búsqueda de la perfección.
Sigo esperando, pidiendo y anhelando que Dios me dé el don de la castidad perfecta. Pero él nos ama. Él tiene sus propios propósitos para nuestras vidas. Sabe lo que realmente necesitamos para ser felices.
¡Qué Dios lo bendiga!
A propósito, aunque no soy católico (serví en una misión para mi iglesia durante tres años en un país de Sudamérica, donde aprendí también a hablar y a escribir en castellano), he pensado muchas veces en la vida de los sacerdotes católicos y en el gran sacrificio que hace un joven católico al entrar al seminario. Esa elección me parece profundamente difícil. He estudiado en Internet muchas páginas de los conventos y monasterios católicos. Creo que estos muchachos y muchachas son completamente normales física, social, intelectual y emocionalmente. No puedo sentir otra cosa que admiración por su dedicación total a la fe y al Señor Jesucristo”.
Al llegar a las líneas finales de esta carta quedé admirado de encontrarme con la sorpresa de que su autor no era católico, sino un misionero protestante. Los protestantes en general (tanto anglicanos como en las demás iglesias de la Reforma) no tienen clero célibe; sus sacerdotes pueden casarse; sus Iglesias también aceptan el divorcio y muchas cosas más que están lejos de las enseñanzas católicas sobre la castidad (al menos en lo que hace al matrimonio). La vida matrimonial de este hombre ha sido muy dura, pues una de las pruebas más difíciles en esta vida es convivir con una persona depresiva. A él lo obligó a vivir en habitaciones separadas tan solo cinco años después de casarse. Y sin embargo este hombre ha encontrado en la práctica de la castidad (y no la castidad conyugal de un matrimonio sexualmente activo, sino una castidad total obligada por la enfermedad) el secreto de su serenidad. Esta comprensión de la castidad y del celibato como expresión del equilibrio y de la madurez afectiva, es lo que le permite captar la normalidad de quienes abrazan voluntariamente la virginidad.
También tenemos en una situación análoga, a los viudos y viudas. Estos pueden, ciertamente, volver a casarse, pero muchos de ellos no lo hacen y permanecen solos o con sus hijos, si los han tenido de su matrimonio. El mantener la castidad en este nuevo estado merece un título particular de honor. Honra a las viudas, dice San Pablo; y añade: a las que son verdaderamente viudas (1Tim 5,3). Las “verdaderamente viudas” son las que no sólo han perdido a sus cónyuges sino que han quedado solas —desamparadas— en el mundo.
Al haber incorporado la actividad sexual como parte de sus vidas, la viudez puede representar una dificultad para la castidad de estas personas. Los hábitos relacionados con la sexualidad que han adquirido legítimamente, siguen exigiendo su satisfacción al margen de que la persona decida no volver a casarse, o no pueda hacerlo. Los viudos y viudas deben tener en cuenta que el régimen de la castidad es, para ellos, particular: como cualquier otra persona deben mantener la pureza de cuerpo y alma, y si quieren continuar con una vida sexual activa, tendrán que pensar en casarse nuevamente; sin embargo, no representa para ellos ningún pecado el recordar y gozarse de los actos que legítimamente ejercitaron con su cónyuge cuando éste vivía. El principio es el mismo que hemos señalado para los separados de un matrimonio legítimo: es lícito recordar y gozar de lo que se hizo lícitamente. El límite, sin embargo, lo determina los actos que estos recuerdos puedan ocasionar: no es lícito consumar ningún nuevo acto sexual (ni solo ni acompañado) que no sea dentro de un nuevo matrimonio; esto impone moderación en los recuerdos e imaginaciones.
Para poder llevar adelante una viudez con plenitud espiritual, será necesario, para estas personas, tener una vida espiritual seria y con “altura”. Para muchos y muchas el camino más adecuado para colmar la laguna que la viudez ha dejado en el corazón será encauzar el amor a través de la caridad misericordiosa con los más necesitados (pobres, enfermos, presos, abandonados).
Bueno, me llamó profundamente la atención la carta del misionero, acerca de la castidad matrimonial.
Vivo y comulgo con esa idea, siendo una persona separada de mi matrimonio hace más de dos años.
Es verdad la castidad sin ayuda de Jesús es imposible que sea perfecta, habiendo llegado a esa misma conclusión, acerca de la castidad en matrimonios separados, hace ya algún tiempo, aplicándolo a mi vida misma.
Dios tiene sus tiempos, uno debe confiar y abandonarse a su voluntad y misericordia.
Me viene a la memoria unas frases del evangelio sobre personas que nacieron eunucos y otros se hicieron eunucos por el Reino de los Cielos, no sé si logra aplicar a este caso. . .
Puedo dar mi testimonio con relación al tema de la castidad matrimonial. Podría escribir in extenso. Pero seré breve. Mi esposo enfermó luego de habernos casado. Es bipolar y ha padecido graves adicciones. Su problemática determinó que no hayamos podido tener una vida matrimonial normal. Sólo unos cuatro años luego de habernos casado pudimos vivir como esposos normales. A partir de ese tiempo, vivimos en castidad. Impedido él físicamente, debí renunciar a la maternidad y a la intimidad matrimonial para asistirlo y acompañarlo. No sin grandes tormentas pude sostenerme a su lado. A pesar de todo no lo abandoné. Estuvo internado tres veces, la última de las ellas en estado de alienación mental, hospitalizado. Hoy puedo decir que siento que esta lucha ha dado sus frutos. Él recuperó parte de sus facultades, puede entender la naturaleza de sus actos y se convirtió, es decir, aceptó a Dios y a su Iglesia. Asiste a misa y recibe los sacramentos. Y en lo que a mí respecta, luego de pasar inenarrables penurias, puedo decir que he conservado la fe y también he (hemos) podido sostener este atípico matrimonio en una lucha dura, de muchos años. Hace 26 años que estamos casados. Esta es sólo una breve síntesis de lo acontecido en estos años. Podría extenderme, pero no sé si es necesario. Una de las motivaciones que me sostuvieron resuelta a no abandonar a mi esposo fue la inquebrantable decisión de continuar fiel a la fe de Jesús, es decir, al Sacramento que nos une, y el deseo de no perder por ningún motivo la Eucaristía. Estoy segura de que Dios mismo fue el artífice de esta batalla que todavía sostenemos, mi esposo y yo. Quiero dejar sentado que no es para mí un grave peso seguir acompañando a mi marido. Por el contrario, es para mí una alegría, una fuente de consuelo y de compañía. Como San Agustín puedo decir, da Señor lo que pides y pide lo que quieras. Creo que en nosotros se ha cumplido ésto. Quizás puede servir de algo este humilde testimonio. Es posible vivir en paz y en castidad, puedo, podemos dar fe de ello. Muchas bendiciones y gracias.
Estimada Zulma: ¡Muchas gracias por su hermoso testimonio que nos anima a luchar y mirar con mucha alegría lo que Dios nos pide a cada uno como testimonio de nuestro amor a Él!
Soy católica. Me divorcié de mi esposo, ambos casados en la Iglesia Católica, hacen casi 16 años. Hace 4 años comencé a vivir con un hombre también divorciado. Luego de un año en ese estado, me sentía muy mal así. Supe de la alternativa de conseguir el permiso del obispo para convivir como hermanos, en castidad. Al principio no fue fácil, pero, hace un tiempo yo soy feliz así, me siento bendecida por Dios. Para él es más difícil, pero mi oración y renuncia al mundo y al pecado nos ayudan.