El matrimonio y el plan divino (P. Miguel Ángel Fuentes, IVE)

Duomo di Modena Creazione di EvaEs fundamental subrayar que aquello que se pone en juego en las discusiones actuales sobre el matrimonio y la familia no es, en última instancia, “la recepción de los sacramentos por parte de los divorciados vueltos a casar civilmente”, sino la misma naturaleza del matrimonio y la doctrina sacramental. Porque, en efecto, si se plantea la cuestión de la comunión de parte de quien vive en estado de adulterio, es porque se ha dado un desenfoque previo respecto de la naturaleza del matrimonio tanto natural como cristiano.

Los nn. 15-16 de la Relatio Synodi, abordan, para iluminar la naturaleza del matrimonio, lo que podemos denominar la “historia del matrimonio y de la familia”. Dice el texto del Documento:

“Las palabras de vida eterna que Jesús dejó a sus discípulos incluían la enseñanza sobre el matrimonio y la familia. Dicha enseñanza de Jesús nos permite distinguir en tres etapas fundamentales el proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia. [1º] Al principio, está la familia de los orígenes, cuando Dios creador instituyó el matrimonio primordial entre Adán y Eva como fundamento sólido de la familia. Dios no solo creó al ser humano varón y mujer (Gn 1,27), sino que también los bendijo para que fueran fecundos y se multiplicaran (Gn 1,28). Por eso «abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gn 2,24). [2º] Esta unión quedó dañada por el pecado y se convirtió en la forma histórica de matrimonio en el Pueblo de Dios, al que Moisés brindó la posibilidad de expedir un acta de divorcio (cf. Dt 24,1ss). Dicha forma era la que predominaba en tiempos de Jesús. Con su advenimiento y con la reconciliación del mundo caído gracias a la redención por él realizada, terminó la era inaugurada por Moisés. [3º] Jesús, que reconcilió en sí todas las cosas, recondujo el matrimonio y la familia a su forma original (cf. Mc 10,1-12). La familia y el matrimonio fueron redimidos por Cristo (cf. Ef 5,21-32), restaurados a imagen de la Santísima Trinidad, misterio del que todo amor verdadero dimana” (RSy, 15-16).

            Las expresiones “al principio” y “forma original”, que he destacado en el texto tienen una capital importancia a la hora de comprender la naturaleza del matrimonio. Lo había notado ya Pablo VI en la Humanae vitae, reiterando más de una vez la idea de un “plan divino” y de un “orden en la creación” para referirse al matrimonio[1]. Ese plan es el trazado por el Creador al “principio” de la creación, como afirma el mismo Jesús en su discusión con los judíos sobre la permisión mosaica del libelo de repudio[2]. Nuestro Señor Jesucristo dice que tal atenuación de la norma se debió a “la dureza del corazón” de los hombres, pero que “al principio no fue así” (Mt 19,8; remite a Gn 1,27 y 2,24), razón por la que Él vuelve a imponer, con su autoridad divina, la exigencia original.

Para Jesús, el principio (es decir, lo que Dios establece al momento de la Creación del cosmos y del hombre) tiene un valor normativo fundamental y determinante. Trataremos de señalar muy brevemente esos elementos “originales” del matrimonio y la elevación que de ellos hace Jesucristo.

 

1. El “Principio”

            Ante todo, debemos tener en cuenta que el “principio” al que se refiere Nuestro Señor fue un estado de gracia particular. El Concilio de Trento dice que el hombre fue “constituido en gracia”[3], perdiendo luego ese estado al pecar, causándose a sí mismo un “deterioro”, es decir un cambio hacia un estado debilitado[4]. Pero aunque el hombre gozaba en el paraíso de la gracia santificante, sin embargo, aun sin ella podía cumplir todos los mandamientos de la ley natural, pues estando íntegra su naturaleza sólo necesitaba el auxilio divino para los actos intrínsecamente sobrenaturales[5]. Esto pertenece a la fe.

El relato más antiguo de la creación del hombre es el de Génesis 2,18-25:

“Dijo luego Yahveh Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada». Y Yahveh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. El hombre puso nombre a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, pero no encontró una ayuda adecuada para sí mismo. Entonces Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne. De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: «Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada». Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne. Ambos estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro”.

 

Señalo algunos aspectos importantes en este texto.

(a) No es bueno que el hombre esté solo

Aún dominando el mundo infrahumano (“poner nombre” implica precisamente eso: dominio) Adán experimenta “soledad”; nada representa para él una “una ayuda semejante” (Gn 2,20b). Juan Pablo II señalaba en sus Catequesis sobre el amor humano, que la soledad experimentada por el primer hombre es, ante todo, la “trascendental”: nada puede colmar su vacío porque está hecho para Dios[6]. Y al mismo tiempo se trata de una soledad “horizontal” porque el hombre experimenta que necesita un complemento semejante a él. La mujer –y la específica unión que Dios establece entre ella y el varón, unión matrimonial– viene a colmar esa “soledad humana”.

(b) Hueso de mis huesos, carne de mi carne

Las palabras de Adán: “Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2, 23) subrayan dos cosas: (1º) la identidad de naturaleza: el varón y la mujer tienen la misma naturaleza; igual carne, igual huesos; (2º) que tienen unidad de origen: hueso “de mis” huesos, carne “de mi” carne… Eva es formada a partir de Adán; es parte suya. El texto hebreo dice literalmente que Dios “edificó (ibhnèh) la costilla en mujer”. Ambos aspectos se ponen en relieve en el nombre que Adán da a Eva: “varona”. Adán es îsch (varón), Eva es îschâh (varona). San Jerónimo tradujo el juego hebreo de palabras con otro latino: “Haec vocabitur virago quoniam de viro sumpta est”.

En estas ideas el autor inspirado demuestra una completa independencia de la cultura de su tiempo, que consideraba a la mujer como un ser de categoría inferior al hombre. En la elaborada cultura griega, el mismo Aristóteles calificaría a la mujer como un “hombre fallido” (mas occasionatus) y un “animal imperfecto” (animal imperfectum); mientras que gran parte del Oriente extrabíblico la consideraba objeto de placer del varón. Por el contrario, la Sagrada Escritura, establece una igualdad fundamental en cuanto a la dignidad y a la naturaleza.

La imagen de la “costilla”, un lugar cercano al corazón, indica que con la creación de la mujer, el hombre recibe un ser que ha salido de su corazón, como si fuera una “partición” del corazón o del alma. De aquí la tendencia natural a la unidad entre ambos, como la de dos mitades que buscan una unidad original. En esta alusión al “corazón” también se muestra que se trata de una tendencia a una unidad integral (no sólo a la unidad física o genital, sino principalmente a la afectiva y espiritual; son todas las esferas del ser humano las que tienden a la complementariedad masculino/femenina).

(c) Deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer

No deja de ser llamativa la marcada diferenciación con el mundo oriental circunstante que evidencia esta construcción. Como señala Beeston, “en el mundo mediterráneo medio oriental, la norma del matrimonio es y siempre ha sido un acuerdo virilocal en el que la mujer se muda a la casa de la familia del marido”, pero aquí es el hombre el que deja atrás a sus padres para ir hacia su mujer[7]. Tras esta sentencia late la dignidad que tiene la mujer en el plan original de Dios y en la cultura judía que recoge el relato de la creación.

(d) Serán una sola carne

Este sintagma –en el que Jesucristo ve expresada la indisolubilidad matrimonial (cf. Mc 10,9)– pone de manifiesto una de las finalidades del matrimonio: la unidad conyugal. Se refiere, ante todo, a la unión conyugal física, al acto propio y exclusivo de los esposos.

Pero aquí “carne” no significa solamente “cuerpo” o “acto carnal”. El sentido bíblico que tiene la expresión “carne” designa toda la persona; donde está el cuerpo (vivo) está toda la persona. De aquí las expresiones bíblicas como “morirá toda carne” o “revivirá toda carne” (cf. Gn 6,13.17; Joel 3,1). Por eso “serán una sola carne” equivale a “serán una sola cosa”, una sola “persona moral”. De ahí que la unión matrimonial sea, para el escritor sagrado, más sólida que la misma unidad de sangre: “Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer” (Gn 2,24). Esta expresión coloca el amor esponsalicio por encima del amor filial. Si la fuerza del amor conyugal es superior a los lazos de sangre, entonces debemos deducir como consecuencia que ¡también su indisolubilidad debe ser superior! Romper esta unión (no me refiero a mera “separación”, que podría ser tolerada en ciertas situaciones, sino la pretensión de “disolución vincular”) es tan inconcebible como amputar un miembro sano del cuerpo.

Aunque en Gn 1-2 no se hagan observaciones más detalladas sobre el tema, es interesante notar que el Código legislativo de Israel (cf. Lev 18,1-30), contiene prescripciones relativas a la unión conyugal, ordenadas a que los hijos de Israel no incurran en las abominaciones que habían contaminado a los cananeos. Ahora bien, el hecho de que el encuentro sexual sea objeto de permisos y prohibiciones de parte de Dios indica que es visto como algo sagrado y santo.

(e) Estaban desnudos y no se avergonzaban

Otro dato importantísimo es la alusión a la ausencia de vergüenza en el estado de “justicia original”. No se trata de un efecto de la ignorancia, como si no entendiesen lo que significaban sus cuerpos. Por el contrario, indica una plenitud: se veían desnudos y entendían lo que eso significaba, pero no les ocasionaba ningún desorden o perturbación. Esto expresa dos cosas: (1º) Que sus miradas estaban exentas de malicia. Veían las cosas, pero sólo bajo su aspecto de bondad (de hecho, Eva no había reparado en ningún aspecto “tentador” del mandato divino antes que se lo sugiriese la serpiente). Participaban, dice Juan Pablo II, de la visión divina de las cosas (“Vio Dios todo cuanto había hecho y era muy bueno”); y así también “se” veían a sí mismos. (2º) Que eran interiormente libres: no sentían atracciones desordenadas, lo que supone ausencia de la concupiscencia desordenada. Ambas dimensiones revelan el “estado” de paz (espiritual y afectiva) que caracterizaba al hombre y a la mujer en el albor de la humanidad y que denominamos teológicamente como “estado de justicia original” o “inocencia original” del corazón[8].

(f) A imagen de Dios

El texto de Génesis 1,26-27 completa la visión con dos precisiones: “Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra». Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó”. La expresión reaparece en Gn 5,1-2: “El día en que creó Dios a Adán, lo hizo imagen de Dios. Los creó varón y hembra, y los llamó «Hombre» en el día de su creación”. La imagen de Dios no sólo se realiza en cada individuo (sea varón o mujer) sino también en la misma relación “varón-mujer”. La imagen divina está, pues, presente en la llamada “communio personarum”, comunión de las personas[9]. El hombre es reflejo no sólo de la espiritualidad e inteligencia de Dios, sino también de la misma Comunión de Personas de la Santísima Trinidad.

(g) Sed fecundos

El relato de Gn 1 termina con la bendición y el mandato divino de la fecundidad: “Y los bendijo, y les dijo Dios: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra»” (Gn 1,28). Los hijos son un don de Dios; fruto del amor conyugal, pero siempre un don, inmerecido y al que no se tiene derecho. Como reconoce Eva en el nacimiento de cada uno de sus hijos; así, al nacer su primogénito, exclama: “He adquirido un varón con el favor de Yahveh” (Gn 4,1). Al nacer Set, dice: “Dios me ha otorgado otro descendiente en lugar de Abel” (Gn 4,25).

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            Por todos estos elementos, la Iglesia ha reconocido un cierto carácter sagrado a la misma institución familiar natural, como se lee en Pío XI: “Hay en el mismo matrimonio natural algo de sacro y religioso, no adventicio sino innato, no recibido de los hombres, sino inserto por la misma naturaleza”[10]. Por eso Santo Tomás lo llama “sacramento en potencia”[11].

 

2. Bajo el régimen del pecado

            El pecado de Adán no alteró la esencia del matrimonio, pero introdujo una particular dificultad para cumplir todas las obligaciones morales. Es de fe que con el pecado original el hombre no solo necesita el auxilio divino para los actos intrínsecamente sobrenaturales, sino también para poder cumplir la ley natural en toda su integridad[12].

El texto de Génesis 3,1-24, deja a las claras que el pecado original alteró las actitudes entre el hombre y la mujer. Adán y Eva pierden la solidaridad perfecta que tenían antes, para acusarse mutuamente del pecado cometido. Entra en sus vidas el dolor afectando a la mujer directamente en una dimensión esencial del matrimonio: la maternidad (“tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos”). Sus miradas pierden la inocencia original y sienten vergüenza del modo concupiscente con que se miran uno al otro (Gn 3,7: “Vieron que estaban desnudos y sintieron vergüenza”). La armónica subordinación entre mujer y varón se troca en sujeción y dominio (Gn 3,16: “Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará”).

Estas consecuencias, sin alterar la sustancia del matrimonio, introducen fisuras (con Dios, consigo mismo, con el cónyuge, con los demás hombres, y con la misma naturaleza) que harán cuesta arriba la vida matrimonial así como el cumplimiento de la ley natural en su conjunto. Añadiendo a esta dificultad los pecados personales, los hombres darán origen a la poligamia, al adulterio, a la violencia, al sometimiento de la mujer, al divorcio, etc. Ejemplos de este desbarajuste los encontramos a lo largo de la historia bíblica. Es interesante observar, por ejemplo, que es uno de los descendientes de Caín, Lamek (hombre injusto a los ojos de Dios), el iniciador de la poligamia (cf. Gn 4,10-24), mientras que los patriarcas descendientes del linaje de Set son monógamos, por ejemplo, Noé (cf. Gn 7,7). Sólo más adelante se extenderá el fenómeno a los demás patriarcas, probablemente por influencia de los pueblos vecinos.

La debilidad que, tras el pecado, afecta la vida moral del ser humano, explica, en primer lugar, los desórdenes que se introducen entre los hombres, pero también la condescendencia divina respecto de algunos de estos fenómenos, como la poligamia de los patriarcas y, en particular, el divorcio permitido por Moisés[13]. El texto que condensa mejor la legislación del divorcio mosaico es Dt 24,1: “Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, y resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que le desagrada, le redactará un libelo de repudio, se lo pondrá en su mano y la despedirá de su casa”. Como señalan algunos exégetas[14], la práctica del repudio de la esposa estaba muy generalizada en el antiguo Oriente, por lo que no es Moisés quien la inventa, sino quien la legisla para el pueblo hebreo, regulándola para evitar abusos. No hay que perder de vista, pues, que Dios condesciende ante una costumbre ya difundida y arraigada que atraía grandemente a los hebreos. La referencia que hará Jesús a la dureza del corazón (sklerokardían) de los judíos, indica que éstos no tenían las disposiciones necesarias para apartarse de esa usanza extendida entre sus vecinos. El texto del Deuteronomio expresa muy vagamente las causas del repudio. Se dice que si el esposo notare en la mujer algo torpe (ásjemon prágma según los LXX, o aliqua foeditas según la Vulgata), puede repudiarla. La palabra hebrea erwath parece que alude a algún defecto corporal infamante. En tiempos de Cristo, la escuela rabínica de Shammai lo interpretaba en el sentido de infidelidad conyugal, mientras que la de Hillel lo tomaba en sentido amplio, de forma que bastaba que la mujer disgustara por cualquier cosa (por ejemplo, por haber dejado quemarse la comida), para poder repudiarla. Aun otorgando este permiso, Moisés exige un libelo de repudio, o escrito que ha de ser entregado a la esposa como certificado de que se halla en libertad para unirse a otro como legítima esposa (mientras que entre otros pueblos bastaba que le dijera delante de testigos: “yo te repudio”, o “ya no eres mi esposa”). La redacción de este documento, que la mayor parte de las veces requería la colaboración de un escriba o notario (porque pocos sabían leer y escribir), daba tiempo a calmar los ánimos y a la reconciliación. Entre los nómadas de Transjordania, el marido debía pronunciar tres veces seguidas la fórmula talaqtuki (yo te he repudiado), y sólo tenía efecto después de tres días de espera. Es entonces cuando la repudiada tiene que volver a la casa paterna. Moisés impone además otra cortapisa: incluso si luego se arrepiente, el marido no podrá volver a tomar la mujer repudiada; esto tiene como objetivo que no se actué irreflexivamente o llevado por la pasión del momento.

No sabemos, dice De Vaux, si los maridos israelitas hacían frecuentemente uso de este derecho, que parece haber sido bastante amplio. Pero es claro que solo es una mera concesión y por eso los escritos sapienciales hacen el elogio de la fidelidad conyugal (Pr 5,15-19; Ecl 9,9), y Malaquías enseña que el matrimonio hace de los dos cónyuges un solo ser, y que el marido debe guardar la fe jurada a su compañera: “Odio el repudio, dice Yahveh, Dios de Israel” (Mal 2,14-16). Y sobre todo, hallamos en la Sagrada Escritura ejemplos admirables de matrimonios santos donde ha brillado el amor conyugal y el don sacrificial: Abraham y Sara, Jacob y Rebeca, Rut y Booz, Tobías y Sara, Zacarías e Isabel, María y José, etc. Esto manifiesta que, aun bajo el régimen de la ley natural y de la ley antigua, el designio divino del “principio” era posible con la gracia de Dios.

 

3. El matrimonio bajo el régimen de la gracia

            Es de fe que Jesucristo elevó el matrimonio a la dignidad sacramental, es decir: lo hizo “signo eficaz de la gracia”[15]. Veamos cuáles son los textos más importantes que sobre este tema tenemos en el Nuevo Testamento. Comienzo por los textos apostólicos y no por los Evangelios, porque estos últimos están centrados principalmente en la controversia sobre el divorcio mosaico.

(a) Efesios 5,21-33

El más importante de los textos apostólicos es Efesios 5, porque en él está, cuanto menos, “insinuada” la dignidad de sacramento del matrimonio “en Cristo” (y para algunos allí se enseña claramente). Dice San Pablo:

“Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo. Las mujeres a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo. Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo. «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne» (Gn 2,24). Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia. En todo caso, en cuanto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido” (5,21-33).

            San Pablo alude a Gn 2,24, texto que tiene, para Jesucristo, valor de principio normativo. La sentencia divina es llamada por el Apóstol “gran misterio”, o “gran sacramento”. “Misterio” significa “algo escondido”, y también “signo”. Por eso añade San Pablo: “yo lo digo respecto a Cristo y la Iglesia”. Por tanto, según San Pablo, el texto del Génesis, referido al matrimonio, tiene una referencia profética a la unión de Cristo y de la Iglesia. Un “misterio” o “signo” largamente oculto, manifestado en toda su “verdad” y “plenitud” en el momento de la Encarnación y de la Muerte en Cruz, donde se realizan los “esponsales” entre Cristo y la Iglesia. Hay, pues, una doble significación respecto del Amor de Cristo y la Iglesia: una, misteriosa y profética (la del “principio”); otra, sacramental y eficaz (la de la ley nueva).

La presentación paulina del matrimonio muestra, por relación al matrimonio de Cristo y la Iglesia, las condiciones de “sacramento” reunidas en todo matrimonio entre bautizados:

1º Es un signo profético, que indica una cosa sagrada, es decir, apunta, señala, manifiesta un misterio sagrado (como el agua en el bautismo significa la limpieza interior del pecado): en este caso representa el amor de Cristo y la Iglesia. Por eso, los esposos deben amar a sus esposas “como Cristo amó a la Iglesia”.

2º No es sólo un signo de un misterio de Cristo, sino que expresa la “gracia propia” de este misterio de Cristo, realizada ahora en todo matrimonio: así como el agua expresa la “limpieza” del bautismo, aquí el matrimonio manifiesta el amor indisoluble, definitivo y purificador, de Cristo por la Iglesia: “se entregó a Sí mismo, para hacerla pura y santificarla”.

3º Pero, además, este signo “produce eficazmente” lo que simboliza. Esto se desprende del mero hecho de pertenecer a la Ley Nueva, cuyo proprium es “re-producir” los misterios de Cristo[16]. Es una ley “eficaz” porque produce lo que expresa. Así como los “sacramentos” de la ley antigua sólo profetizaban la gracia que traería el Mesías, los de la ley nueva actualizan la gracia ya traída. Por tanto, si Jesucristo asumió dentro de la nueva ley la institución del matrimonio (lo que vemos en el hecho mismo de significar el amor de Cristo y la Iglesia), entonces el matrimonio adquirió un carácter “efectivo”, como todas las realidades de la nueva ley.

(b) 1Corintios 7

El segundo texto importante lo tenemos en 1Co 7. Al parecer, algunos corintios, llevados de un ascetismo exagerado –y quizás bajo el influjo de tendencias gnósticas–, consideraban como pecaminoso el matrimonio, por lo que se creían obligados a vivir en el celibato o, si estaban ya casados, a vivir en continencia, y aun a separarse del cónyuge, principalmente si éste era todavía pagano. Se entiende que en una ciudad tan corrompida como Corinto, donde se daban numerosos abusos, incluso entre los mismos fieles (cf. 5,1; 6,9), surgiesen, como contrapartida, extremismos opuestos. Éste es el motivo por el que San Pablo expresa en esta carta su pensamiento tocante al matrimonio y a la virginidad. En su largo pasaje San Pablo enseña.

1º La bondad del matrimonio. Éste es bueno, aunque la continencia sea mejor (vv. 7-9: “Quisiera yo que todos los hombres fuesen como yo, pero cada uno tiene de Dios su propia gracia, éste una, aquél otra. A los no casados y a las viudas les digo que les es mejor permanecer como yo. Pero si no pueden guardar continencia, cásense, que mejor es casarse que abrasarse”). Y añade –quizá teniendo en mente los desórdenes morales que abundaban en Corinto–, no como “mandato sino como condescendencia” (v. 6), que “tenga cada uno su mujer, y cada una tenga su marido” (v. 2), “para evitar la fornicación” (es decir, como remedio de la concupiscencia).

2º Por el matrimonio cada uno de los cónyuges pasa a pertenecer al otro: “la mujer no es dueña de su propio cuerpo, es el marido; e igualmente el marido no es dueño de su propio cuerpo, es la mujer” (v. 4).

3º El matrimonio no solo da derecho a la intimidad sexual sino que impone obligación de prestarse a ella: “el marido pague a la mujer, e igualmente la mujer al marido” (v. 3). No deben negarse cuando son solicitados para esta intimidad: “no os defraudéis uno al otro” (v. 5). De ahí que la abstinencia sexual deba practicarse exclusivamente de mutuo acuerdo y con un fin noble: “a no ser de común acuerdo por algún tiempo, para daros a la oración, y de nuevo volved al mismo orden de vida, a fin de que no os tiente Satanás de incontinencia” (v. 5).

4º Luego añade, esta vez a título de expreso mandato de Cristo, la indisolubilidad del matrimonio: “Cuanto a los casados, precepto es, no mío, sino del Señor, que la mujer no se separe del marido, y de separarse, que no vuelva a casarse, o se reconcilie con el marido, y que el marido no repudie a su mujer” (vv. 10-11). El que la redacción indique que es la mujer la que se separaría del marido parece adecuarse al contexto de Corinto, donde el divorcio iniciado por la esposa era más común que en las comunidades judías. En cuanto a la afirmación “y si separa…”, no significa que san Pablo tolere el divorcio a posteriori, sino probablemente aluda a un hecho consumado en el que a la divorciada, previamente pagana, que ahora quiere hacerse cristiana, se le impone o que se reconcilie con su marido o que permanezca sola. Fitzmyer concluye, con Hans Conzelmann, que “la norma es absoluta”.

5º A continuación expone lo que ha venido a denominarse “privilegio paulino”, que no nos interesa sino accidentalmente porque es una intervención apostólica sobre un matrimonio pagano en beneficio de la fe, no sobre uno sacramental: “A los demás les digo yo, no el Señor, que si algún hermano tiene mujer infiel y ésta consiente en cohabitar con él, no la despida. Y si una mujer tiene marido infiel y éste consiente en cohabitar con ella, no lo abandone. Pues se santifica el marido infiel por la mujer, y se santifica la mujer infiel por el hermano. De otro modo vuestros hijos serían impuros, y ahora son santos. Pero si la parte infiel se retira, que se retire. En tales casos no está esclavizado el hermano o la hermana, que Dios nos ha llamado a la paz. ¿Qué sabes tú, mujer, si salvarás a tu marido; y tú, marido, si salvarás a tu mujer?” (vv. 12-16). Lo importante de este caso es que san Pablo añade que fuera de este caso (el del matrimonio pagano en que uno de los cónyuges se convierte y el otro no acepta ni la fe ni la pacífica convivencia), todos deben ajustarse a la norma “del Señor”, que es la anteriormente señalada: “Fuera de ese caso, cada uno ande según el Señor le dio y según le llamó. Y esto lo mando en todas las iglesias” (v. 17).  Como podemos observar, según decía el cardenal Journet, “[en las cartas paulinas] la posibilidad del divorcio ni siquiera se plantea” para los matrimonios sacramentales[17].

6º Vuelve luego sobre el tema de la virginidad y continencia de aquellos que querían imponerla como la norma general. Esto dará pie a que, de manera conciliadora, el Apóstol dé libertad para que cada uno elija estado, si es libre, o permanezca en el que tiene, si no es ya libre: “¿Estás ligado a una mujer? No busques la separación. ¿Estás libre de mujer? No busques mujer” (v. 27). Pero insiste en que el matrimonio es lícito (v. 28), aunque reconoce que conlleva “la tribulación de la carne” (v. 28).

7º El estado matrimonial, a diferencia del virginal, en cuanto a la dedicación del corazón es un estado de división interior, porque el casado debe atender tanto a Dios como al cónyuge (v. 33-34: “El casado ha de cuidarse de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y así está dividido… La casada ha de preocuparse de las cosas del mundo, de agradar al marido”). En cambio la doncella y la célibe tienen una sola ocupación (v. 34: “La mujer no casada y la doncella, sólo tienen que preocuparse de las cosas del Señor, de ser santas en cuerpo y en espíritu”).

8º Finalmente, la muerte es la única causa de disolución del vínculo matrimonial: “La mujer está ligada por todo el tiempo de vida de su marido, pero una vez que se duerme [= muere] el marido, queda libre para casarse con quien quiera, pero en el Señor” (v. 39).

(c) Lc 16,18

Los pronunciamientos de Nuestro Señor giran en torno a las cuestiones planteadas por los fariseos sobre el divorcio mosaico. El más breve es el de Lucas 16,19: “Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido, comete adulterio”.

Como señala Mankowski, el objeto principal de esta sentencia no es, estrictamente, prohibir el divorcio, sino condenar el nuevo matrimonio de un hombre tras un divorcio. Hay que destacar que el motivo por el que Jesús rechaza la segunda unión de una persona divorciada es que el presunto segundo matrimonio simplemente no existe. Jesús lo deja en claro al considerarlo sencillamente un adulterio.

(d) Marcos 10,2-12

El texto dice: “Se acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, preguntaban: «¿Puede el marido repudiar a la mujer?» Él les respondió: «¿Qué os prescribió Moisés?» Ellos le dijeron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla». Jesús les dijo: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Él los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre». Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto. Él les dijo: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio»”.

Jesús subraya con fuerza que la permisión del divorcio fue dada “para vosotros”, es decir, para los judíos endurecidos en el corazón, representados aquí por los fariseos que le plantean la cuestión. La expresión griega “sklerokardían” es una traducción que hacen los LXX de la expresión hebrea de Dt 10,16 y Jr 4,4 ‘orlat lēbāb, que significa “prepucio del corazón”, es decir, como indica Makowski, “obstinación contumaz en desafío a la voluntad de Dios”. En otras palabras, la paganización (prepucio) del corazón.

Nuestro Señor se desvincula de esa actitud para volver a legislar según el plan del “principio de la creación”, cuando los corazones del hombre y la mujer se ajustaban a la voluntad divina, es decir, tenían un corazón ordenado según Dios. La unidad del marido y la mujer es presentada por Jesús como querida por Dios, y no como invención humana, ni posterior a la introducción del pecado en el mundo. Y precisamente porque este vínculo es bendecido por Dios, el hombre no tiene poder ni derecho para intervenir rompiéndolo: “no lo separe el hombre”.

La cuestión del divorcio aparece con ocasión de que sus mismos discípulos vuelven más tarde sobre el tema. La frase puesta en boca de Jesús es casi la misma que hemos visto en el texto de san Lucas, pero con dos diferencias. Por un lado indica que comete adulterio no solo el marido que se separa de su mujer sino también la mujer que se separa del marido. Nuevamente aquí queda en claro que la nueva unión, aunque Jesús diga “se casa”, debe entenderse como matrimonio nulo, razón por la cual es, en definitiva, un adulterio. La segunda diferencia es que dice que el marido al intentar la nueva unión comete adulterio “contra ella (ep’autēn)” [su esposa]. Esto está indicando que el divorciado sigue teniendo obligaciones hacia su verdadero cónyuge, puesto que peca contra él/ella al intentar una nueva unión.

(e) Mateo 19,3-12

El texto es paralelo a Mc 10,2-12: “Y se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: «¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?» Él respondió: «¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre». Le dicen: «Pues ¿por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla?» Él les dice: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así. Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer –excepto en caso de fornicación– y se case con otra, comete adulterio». Le dicen sus discípulos: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse». Pero él les dijo: «No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda»”.

Algunos sostienen que los fariseos intentaban sondear si Jesús se alineaba con la escuela rabínica de Shammai, quien interpretaba el libelo de divorcio de Dt 24,1 de forma más rigurosa (o sea, solo en caso de falta de decoro moral de parte de la esposa), o con la del rabino Hillel, más laxa, que sostenía que el marido podía repudiar a su esposa no solo por una conducta indecorosa, sino por cualquier defecto. Jesús pasa por encima de la disputa y muestra más rigorismo que el rigorista Shammai. En el fondo la pregunta es la misma que el trasfondo del texto de san Marcos: ¿puede hallarse alguna causa que permita el divorcio?

También en esta versión Jesús vuelve a mostrar que no es conciliable el divorcio con la voluntad divina. No es eso lo que ha querido Dios al establecer el matrimonio. Jesús se pone en continuidad, pues, con el plan original de Dios. Moisés ha hecho una “acomodación” a la humana sklērokardian de los judíos de su tiempo, solo en orden a limitar el mal que estos hacían. No se dice cuál era ese mal. Santo Tomás, y antes de él algunos Padres, como Juan Crisóstomo, Jerónimo, y Agustín, entendieron que Dios quería evitar que los endurecidos judíos llegaran al crimen de uxoricidio, que veían aludido en las palabras de Dt 22,13: “si un hombre después de haber tomado mujer, le cobrare odio[18], un odio, pues, capaz de llegar al asesinato.

El pasaje más discutido es el del v. 9: “excepto en caso de fornicación”, que explicaré a propósito del siguiente texto.

(f) Mateo 5,31-32

El último texto en que Nuestro Señor aborda la cuestión del matrimonio y el divorcio se encuentra en el Sermón de la montaña, capítulo 5: “También se dijo: «El que repudie a su mujer, que le dé acta de divorcio». Pues yo os digo: Todo el que repudia a su mujer, excepto el caso de fornicación, la hace ser adúltera; y el que se case con una repudiada, comete adulterio”.

Jesús está aquí legislando y corrigiendo la legislación mosaica que permitía el divorcio. Ante todo, notemos que para Jesús el divorcio, incluso sin intención de contraer nuevas nupcias, ya introduce una injusticia, pues dice que el marido que se divorcia “hace ser adúltera” a su esposa. Entendemos que vale también en sentido contrario, para la mujer que se divorcia. La expresión debe entenderse no en el sentido de que la persona que padece el divorcio (pedido o llevado a cabo por el otro cónyuge) se convierte automática en adúltera, sino que es hecha “sujeto del estigma del adulterio”, o sea, es puesta en situación de no poder volver a casarse sin incurrir en adulterio, y esto por una decisión tomada no por ella sino por quien ha sido actor del divorcio. Jesús enfatiza esta injusticia.

Pero lo más importante es aquí las expresiones usadas por Jesús: mē epì porneia en Mt 19,9 (“salvo en caso de fornicación”), y parektós logou porneias en Mt 5,32 (“excepto en caso de fornicación), que han sido tomadas por algunos como excepciones que legitiman el divorcio restringido a estos casos. Por tanto, cuando el cónyuge ha cometido fornicación, que por su razón de casado es adulterio, el divorcio sería lícito. La clave de la interpretación, y la fuente de las malas comprensiones, se relaciona con el sentido que se dé a porneia.

Porneia se deriva del griego pornē, prostituta; es el comportamiento de las prostitutas. De ahí la traducción equivalente: “[excepto en caso de] fornicación”, derivada de fornix, prostituta. También la Septuaginta tradujo con porneia los sustantivos hebreos zenut, zenûnîm, y taznût, todos derivados de zōnāh, prostituta. Pero si consideramos el uso de porneia en otros textos del Nuevo Testamento, vemos que se emplea preferentemente referida al matrimonio incestuoso. Así, por ejemplo, en 1Co 5,1: “Sólo se oye hablar de porneia entre vosotros, y una porneia tal, que no se da ni entre los gentiles, hasta el punto de que uno de vosotros vive con la mujer de su padre”. Probablemente es el mismo sentido que tiene en 1Co 6,18: “huid de la porneia”, puesto que está dicho muy poco después de la anterior referencia. En el libro de los Hechos tenemos un importantísimo testimonio en las tres veces que se indican las obligaciones que deben imponerse a los gentiles que quieran convertirse: 1º apartarse de lo sacrificado a los ídolos; 2º de la sangre, 3º de lo que ha sido estrangulado; 4º y de la porneia (Hch 15,20 y 29; 21,25). Según Fitzmyer estas obligaciones se inspiran en las cuatro cosas proscritas por la Ley de sanidad de Lv 17-18, que eran obligatorias no sólo para los judíos sino para todo extranjero que vivía entre judíos (17,8): la carne ofrecida a los ídolos (Lv 17,8-9), la sangre (Lv 17,10-12), comer animales estrangulados o no matados adecuadamente (Lv 17,15), y los actos sexuales con parientes cercanos (Lv 18,6-18)[19]. La porneia de Hechos, es decir, lo que entendían por tal los primeros judeocristianos, era el incesto. Además, los judíos de la época, como se ve en documentos esenios, condenaban el incesto y la poligamia bajo el título de zenut, que ya hemos visto que la Septuaginta traduce por porneia[20].

De todo esto se sigue que Jesús no establece una excepción al divorcio, sino que dice que uno nunca puede divorciarse de su cónyuge, excepto cuando está unido a éste en una relación que supone un impedimento dirimente, sea porque se trata de una relación incestuosa, sea porque es una unión libertina, sin verdadero matrimonio. Así lo han entendido muchos autores como Cornely, Prat, Borsirven[21], Danieli[22], McKenzie; Viviano[23], Fitzmyer (arriba citado), Manuel de Tuya[24].

Sobre este punto, considero que hay un episodio que puede reforzar esta interpretación de porneia / zenut, como relación impura, preferentemente incestuosa. Es la censura que Juan Bautista dirige a Herodes Antipas, divorciado de la nabatea Fasaelis y casado nuevamente con Herodías, mujer de su hermano Filipo, estando éste todavía vivo: “Porque Juan le decía: «No te es lícito tenerla»” (Mt 14,4). ¿No será que Jesús quiso dejar en claro que su proclamación de la indisolubilidad matrimonial no desautorizaba a Juan que muy poco antes había exigido de Antipas la separación de su falsa esposa?

Por otra parte, si no fuera así, la doctrina de Jesús al respecto sería realmente incomprensible, por dos razones. La primera, porque si admitimos que Jesús dice que el divorcio es ilícito salvo en caso de adulterio, entonces, estaría indicando implícitamente cómo poner las condiciones para lograr un divorcio, pues, bastaría con que quien pretendiera divorciarse de su cónyuge opte por una de tres posibilidades: 1º contratar a alguien que seduzca a su cónyuge, y, una vez que éste adultere, presentarle una demanda de divorcio, que sería, en tal caso lícita y válida por razón del adulterio; 2º adulterar uno mismo, con la esperanza de que su cónyuge le inicie una demanda de divorcio; 3º hacerle la vida imposible al cónyuge hasta que este se marche con la esperanza fundada de que, tal como están las cosas, se junte con otro, y entonces poder demandarlo por adúltero y divorciarse.

La segunda razón, porque Jesús llamaría, como dice san Mateo, adulterio al divorcio seguido de un nuevo matrimonio, pero una vez conseguido el divorcio válido por razón del adulterio, el segundo matrimonio, primero adulterino, sería válido, y no ya adulterino[25]. Parece una petición de principios.

(g) Un escamoteo de la enseñanza de Cristo

En torno a las discusiones suscitadas por las propuestas de Kasper y luego en el aula del Sínodo de 2014, el biblista Guido Innocenzo Gargano desvió el centro de la discusión exegética de los textos de san Mateo 5,31-32 y 19,3-12, hacia un punto desconcertante proponiendo una exégesis inaudita de la expresión “No he venido a abolir la ley sino a darle cumplimiento” (Mt 5,17)[26]. Es cierto que en su artículo Gargano pretende limitarse a la interpretación de este último texto, sin aplicarlo a las discusiones actuales, pero esto resulta inevitable, debido al intenso debate; por lo que sus ideas han terminado enlazadas a la polémica sobre el matrimonio y la comunión a los divorciados vueltos a casar.

No podemos analizar el artículo de Gargano, que nos llevaría lejos de nuestro propósito, por lo que nos limitamos a decir que nuestro autor entiende que Jesús establece dos clases de personas que entrarán en el Reino de los Cielos: los pequeños y los grandes; estos últimos son los capaces de cumplir la ley nueva predicada por Cristo; los primeros, son los que no se sienten capaces, y, por tanto, la transgreden, continuando a regirse por la ley antigua. Así entiende que deben tomarse las palabras del Señor: “el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos” (Mt 5,19). Para esos pequeños-transgresores –entre los que debemos contar, aunque Gargano no lo haga expresamente, a los divorciados vueltos a casar civilmente– sigue valiendo, pues, la ley mosaica. Ellos son “los duros de corazón”, que todavía se manejan con la ley de Moisés, y por tanto, con la permisión del divorcio y de la nueva unión. De ahí que la cuestión quedaría simplificada: los que no se divorcian, porque pueden mantener la fidelidad, se rigen por la ley nueva, de Cristo, y si perseveran entrarán como “grandes” en el Reino de los cielos; en cambio, los que no se sientan capaces de una fidelidad heroica (la mayoría, según Kasper, puesto que afirma que el heroísmo supera al cristiano actual), y se divorcian contrayendo, luego, nuevas nupcias, se atienen a la ley mosaica, la de los duros de corazón, entrando al Reino de los cielos, cuando les llegue el momento de dar cuentas a Dios, como “pequeños” o “mínimos”. Al fin y al cabo todos entrarán por la puerta ancha de la salvación, solo que con categorías diversas.

Gargano, evidentemente, no puede invocar ninguna autoridad patrística, ni magisterial, ni teológica (de los grandes doctores), que avale su interpretación; al menos no puede hacerlo con algún texto explícito, limitándose a alusiones nebulosas y genéricas que son igual a nada.

Más bien, lo que tenemos en la tradición es una interpretación completamente diferente[27]. San Agustín, por ejemplo, en el De civitate Dei considera que el Reino de los Cielos del que no están excluidos los “pequeños incumplidores” es la Iglesia “que está en el tiempo”, o sea, la militante y temporal, pero no la del Cielo, a la cual le aplica lo que el Señor dice a continuación: “si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 5,20)[28]. Y lo mismo dice en su Comentario al Evangelio de san Juan, en donde relaciona los “pequeños y grandes” del Sermón de la Montaña con los peces “pequeños y grandes” de la pesca post pascual (Jn 21,11), y con la parábola de los peces buenos y malos (Mt 13,47-50). En ambos casos sólo el “grande” y el “bueno” entran en el Reino, mientras que los pequeños y los malos son descartados (no entran por otra puerta como mínimos). Al respecto Agustín es clarísimo:

“El Señor (…) tras haber dicho: «No vine a echar abajo, sino a cumplir la Ley», (…) asevera (…) «Quien haya quebrantado uno solo de estos mandatos mínimos y haya enseñado así a los hombres, será llamado mínimo en el reino de los cielos; quien, en cambio, los haya practicado y enseñado, será llamado grande en el reino de los cielos». Ése, pues, podrá pertenecer al número de los peces grandes. Por su parte, el mínimo ése que con hechos quebranta lo que enseña con palabras, puede estar en la Iglesia cual significada en la primera captura de peces —Iglesia que tiene buenos y malos—, porque también a esa misma se la llama reino de los cielos. Por eso asevera: «El reino de los cielos es similar a una red echada al mar y que congrega de toda especie», pasaje donde quiere que se entienda también que congrega buenos y malos, respecto a los cuales dice que han de quedar separados en la orilla, esto es al final del mundo. Finalmente, para mostrar que esos mínimos —quienes hablando enseñan las cosas buenas que viviendo mal quebrantan— son réprobos y que ni cual mínimos van a estar en la vida eterna, sino que allí no van a estar en absoluto, tras haber dicho: «Será llamado mínimo en el reino de los cielos», ha agregado al instante: «Pues os digo que si vuestra justicia no supera la de los escribas y fariseos, no entraréis al reino de los cielos» (…) Es, pues, consecuente que, quien es mínimo en el reino de los cielos —la Iglesia cual es ahora—, no entre al reino de los cielos —la Iglesia cual será entonces—, porque enseñando lo que quebranta no pertenecerá a la sociedad de esos que hacen lo que enseñan, ni estará en el número de los peces grandes (…) Y, porque aquí será grande, por eso estará allí donde el mínimo aquel no estará” [29].

            En conclusión de todo lo antedicho, la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio entre bautizados y la absoluta imposibilidad de un divorcio seguido de nuevas nupcias “no ha sido, como decía Journet, la Iglesia, ni la de hoy ni la de los apóstoles, quien ha asumido la responsabilidad de formularla. Jamás lo habría osado. Ella tiembla ante el pensamiento de aportar un mensaje que no puede iluminar el mundo sin causarle verdadero estupor; pero no menos temblaría, por temor a cometer una traición, callando ese mensaje; siente, en efecto, resonar las palabras del Apóstol: «¡Ay de mí si no predicase el Evangelio!» (1Co 9,16)”[30].

 

NOTAS:

[1] Por ejemplo, “Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de fecundidad que por sí mismos distancian los nacimientos” (HV, 11). “Usar este don divino destruyendo su significado y su finalidad, aun sólo parcialmente, es contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su voluntad. Usufructuar, en cambio, el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador” (HV, 13). “La Iglesia es la primera en elogiar y en recomendar la intervención de la inteligencia en una obra que tan de cerca asocia la criatura racional a su Creador, pero afirma que esto debe hacerse respetando el orden establecido por Dios” (HV, 16).

[2] Sobre el tema del divorcio tolerado en el Antiguo Testamento véase: Miguel A. Fuentes, Jesucristo y el divorcio, Rev. “Diálogo”, 15 (1996), 181-188.

[3] Cf. DH 1510.

[4] DH 1511.

[5] “En el estado de integridad, podía el hombre cumplir todos los mandatos de la ley. De lo contrario, en aquel estado hubiera tenido que pecar por necesidad, ya que el pecado no consiste sino en dejar de cumplir los mandatos divinos” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 109, 4).

[6] Juan Pablo II, La soledad original del hombre, Catequesis del 10 de octubre de 1979.

[7] Beeston, A.F.L., One Flesh, Vetus Testamentum 36 (1986), 116; citado en: Mankowski, Paul, SJ, La enseñanza de Cristo sobre el divorcio y el segundo matrimonio: el dato bíblico, en: AA.VV., Permanecer en la verdad, 41.

[8] Juan Pablo II, Las experiencias primordiales del hombre, Catequesis del 12 de diciembre de 1979.

[9] Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 12: “Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gn l,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás”.

[10] Pío XI, Casti connubii, n. 30.

[11] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Suppl. 59,2 ad 1.

[12] “En el estado de naturaleza caída no puede el hombre guardar todos los preceptos divinos sin ser previamente curado por la gracia” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 109, 4). Así lo definió también el Concilio de Cartago: “Quienquiera que dijere que… aun sin dársenos la gracia, pudiéramos, no ciertamente con facilidad, pero pudiéramos al menos cumplir los divinos mandamientos, sea anatema” (Cf. DH 227),

[13] Para Santo Tomás las dispensas divinas versan exclusivamente sobre el derecho natural secundario, es decir, el conjunto de preceptos, derivados –a modo de conclusiones– de los primarios, cuya observancia facilita la consecución del fin primario, el cual igualmente podría ser alcanzado sin éstos aunque con más dificultad y no siempre (cf. Santo Tomás, Suma Teológica, Supl., 65, 2). A éstos pertenece la indisolubilidad (dispensada con el repudio) y la unidad (dispensada con la poligamia). En cambio, Dios no dispensa del derecho primario, intentado por la naturaleza para perpetuar la especie; por eso, no permite el concubinato ya que la unión sin estabilidad muchas veces excluye la prole, y cuando no la excluye, no puede garantizar su educación al faltarle la estabilidad matrimonial. De ahí que los casos en que la Escritura menciona la práctica del concubinato, lo hace, dice Santo Tomás contra Moisés Maimónides, suponiendo que se trata de una actitud pecaminosa; y cuando alguno de estos personajes es alabado por el texto bíblico esto se explica porque no se trata de un concubinato propiamente dicho sino de matrimonio verdadero (pues a veces la Escritura llama concubinas a las esposas secundarias de un polígamo) (cf. Suma Teológica, Supl., 65,3-5).

[14] Cf. De Vaux, R., Instituciones del Antiguo Testamento, Barcelona (1976), 68-70; Profesores de Salamanca, Biblia Comentada. I. Pentateuco, Madrid (1960), 1008-1009.

[15] Cf. Concilio de Trento, DH 1801; cf. 1601.

[16] “Celebrados dignamente en la fe, los sacramentos confieren la gracia que significan. Son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo” (CICat, n. 1127; cf. Concilio de Trento: DH 1605 y 1606).

[17] Journet, Ch., Il matrimonio indisolubile, Paoline, Roma (1968).

[18] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Supl., 67,6.

[19] Cf. Fitzmyer, J.A., The Matthean Divorce Texts and Some New Palestinian Evidence, en: Theological Studies 37 (1976), 209.

[20] Cf. Makowski, en: AA.VV., Permanecer en la verdad,  65.

[21] Bonsirven, Le divorce dans le Nouveau Testament, Paris,Desclee (1948).

[22] Cf. Il Messaggio della Salvezza, LDC, T.6, p. 151s. En esta misma línea: Sánchez Navarro, Luis, Cosa ne pensa Gesù dei divorziati risposati?, Cantagalli, Siena (2015).

[23] Viviano, Benedict, en: Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo,  Estella (2004), 85-86.

[24] Tuya, M., Evangelios, en: Biblia Comentada, BAC, Madrid (1964), 421-427.

[25] Ya había hecho notar esto su Beatitud Maximos IV, patriarca greco-melquita católico de Antioquía, preguntado acerca de la intervención de monseñor Elías Zoghby, vicario patriarcal para Egipto del Patriarcado de Antioquía de los Melquitas, quien durante una de las sesiones del Concilio Vaticano II había pedido que se permitiera casar nuevamente a los cónyuges abandonados: “Si, con motivo del adulterio, decía el patriarca, se tuviese que permitir el divorcio propiamente dicho, nada sería más fácil a los esposos que crear este motivo” (La Croix, 3 de octubre de 1965; citado por Journet en Il matrimonio indissolubile).

[26] Cf. Gargano, G. I., Il mistero delle nozze cristiane: tentativo di approfondimento biblico-teologico, “Urbaniana University Journal” 3/2014, 51-73.

[27] Estos defectos de la tesis de Gargano los hizo notar inmediatamente Silvio Brachetta en un artículo titulado Le maglie più strette della legge compiute da Gesù, en “Vita Nuova”, enero de 2015 (http://www.vitanuovatrieste.it/ma-la-legge-nuova-non-nega-la-vecchia/).

[28] San Agustín, De civitate Dei, XX, 9.1.

[29] San Agustín, Comentario al Evangelio de san Juan, 122, 9.

[30] Journet, Ch., Il matrimonio indisolubile.

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