Ayuda pastoral a los divorciados vueltos a casar civilmente (P. Miguel Ángel Fuentes, IVE)

bodascanaescultorperezrojasNo se puede menos que estar de acuerdo en la importancia y urgencia de prestar ayuda a los cristianos que viven situaciones irregulares de cualquier tipo, y singularmente a los divorciados vueltos a casar por la ley civil, a los casados civilmente con una persona divorciada, y a los que viven en concubinato.

Ya el Sínodo de 1980 se planteó seriamente el asunto y la Exhortación post sinodal de Juan Pablo II dedicó un apartado al problema con el título “La pastoral familiar en los casos difíciles”. Con mucho tino no se limitó a un solo caso sino que planteó los cinco posibles: a) matrimonio a prueba (FC, 80); b) uniones libres de hecho (FC n. 81); c) católicos unidos con mero matrimonio civil (FC n. 82); d) separados y divorciados no casados de nuevo (FC n. 83); e) divorciados casados de nuevo (FC n. 84). Y para completar el panorama, el Papa añadió un párrafo a los “privados de familia” (FC n. 85).

La Relatio Synodi también dedica todo un apartado a las “perspectivas pastorales” (RSy, 29-60) ante las situaciones que se plantean hoy en día, que son, sustancialmente, las mismas del Sínodo de 1980. Voy a referirme a las principales.

 

1. La pastoral y la doctrina

Ante todo, dejemos en claro que es mucho lo que se puede y lo que hay hacer, pero siempre guiados por la coherencia entre la pastoral y la doctrina católica. Algunos autores han sostenido que al discutir sobre la posibilidad de dar los sacramentos a divorciados vueltos a casar, no intentan cuestionar la doctrina católica sobre la indisolubilidad matrimonial, ni la doctrina sacramental, sino que sus propuestas se sitúan y ciñen al plano pastoral. “A lo largo de toda la etapa que va desde la convocatoria a la celebración de la Asamblea Sinodal Extraordinaria sobre el matrimonio y la familia, testimoniaba mons. Reig Plá, hemos oído repetir continuamente la siguiente proposición: «No se trata de cambiar la doctrina [sobre la indisolubilidad del matrimonio] sino de «renovar» o «cambiar» la práctica pastoral»”[1].

El planteamiento de Kasper va por ese lado, pues no parece ver otra solución, para salvar “el abismo que se ha creado” “entre la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y sobre la familia, y las convicciones vividas por muchos cristianos”[2], que mantener la doctrina (como letra muerta, pensamos nosotros) y guiarse en lo concreto por prácticas que contradicen la doctrina. El cardenal Müller reconocía que “la idea de que la doctrina puede ser separada de la práctica pastoral de la Iglesia ha llegado a ser frecuente en algunos círculos”; pero añadía: “ésta no es, ni nunca ha sido, la fe católica”. Sólo “dentro de la relación personal con Cristo, que abraza nuestras mentes, nuestros corazones, en fin la totalidad de nuestras vidas, podemos comprender la profunda unidad entre las doctrinas que creemos y cómo vivimos nuestras vidas, o lo que podríamos llamar la realidad pastoral de nuestra experiencia vivida. Oponer lo pastoral a lo doctrinal no es más que una falsa dicotomía”[3].

El cardenal V. De Paolis, aludió a este problema en una de sus conferencias: “A menudo se nos invita a tener presente la pastoral en oposición a la doctrina, sea moral, sea dogmática, que sería abstracta y poco adherente a la vida concreta, o a la espiritualidad, que propondría el ideal de la vida cristiana, inaccesible a los fieles cristianos, o al derecho, porque la ley siendo universal, regularía la vida en general, pero debería adaptarse a la vida y adecuarse a los casos concretos, que podrían no reentrar en la ley que por eso, en el caso concreto no debería ser aplicada. En realidad se trata de una visión errada de la pastoral, la cual es un arte, o sea el arte con el cual la Iglesia se edifica a sí misma como pueblo de Dios en la vida cotidiana. Es un arte que se funda sobre la dogmática, sobre la moral, sobre la espiritualidad, y sobre el derecho de obrar prudentemente en el caso concreto. No puede haber pastoral que no esté en armonía con la verdad de la Iglesia y con su moral, y en contraste con sus leyes, y que no esté orientada a alcanzar el ideal de la vida cristiana. Una pastoral en contraste con la verdad creída y vivida por la Iglesia, y que no señalase el ideal cristiano, en el respeto de las leyes de la Iglesia se transformaría fácilmente en arbitrariedad nociva a la misma vida cristiana”[4].

No es, pues, posible separar la doctrina y la pastoral. La segunda –si es sana y verdadera– es la plasmación coherente, en el obrar cotidiano, de lo profesado como adhesión intelectual en la fe que prestamos a la revelación divina. “La doctrina –dice José Granados– se pone al servicio de la verdad de nuestra vida: nos dice cómo ha vivido Cristo y cómo vivir cada instante a la luz de Cristo”[5]. Y añade: “Lo propio del cristianismo es haber introducido un principio nuevo de coherencia: el don de la caridad, que nos confiere el Espíritu de Jesús. El que ama sabe que su conocimiento y su querer no pueden separarse, porque el amor es uno, y posee a la vez luz y fuerza. La unidad de doctrina y práctica no se encuentra fijándonos en el individuo, que intenta sin éxito unirlos, sino a partir del amor, que nos los entrega desde siempre entrelazados”[6].

Por eso, más que considerar esta dialéctica como una mera dicotomía, el cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto divino, ha ido más allá, acusando que apartar el Magisterio “de la práctica pastoral –la cual evolucionaría según las circunstancias, modas y pasiones del momento–, es una forma de herejía, una peligrosa patología esquizofrénica”[7].

En el mismo sentido el jurista alemán Rainer Beckmann, ha señalado que “si queremos transmitir la fe, nuestras acciones deben corresponder a nuestras palabras. Quien no vive lo que enseña no es creíble. Ni es creíble quien no mantiene lo que ha prometido. Quien promete amor hasta la muerte, debe permanecer fiel hasta la muerte. Este es el camino en el cual Jesús nos ha precedido”[8]. No lo dice alguien a quien las cosas le han ido bien, sino un padre de cuatro hijos, que carga un fracaso matrimonial y un divorcio, pero que no ha vuelto casarse por coherencia con la palabra empeñada.

 

2. La pastoral con los que viven en el matrimonio civil o en convivencias

Se trata de situaciones irregulares que pueden regularizarse. El Sínodo de 2014 menciona los “matrimonios civiles”, las convivencias “ad experimentum, sin ningún matrimonio ni canónico ni civil”, el “matrimonio tradicional, concertado entre familias y a menudo celebrado en diversas etapas” (RSy, 41-42). Dice que estas situaciones deben ser afrontadas “en manera constructiva, buscando transformarlas en oportunidad de camino hacia la plenitud del matrimonio y de la familia a la luz del Evangelio”. Añade que esta tarea consiste en “acoger y acompañar [a estas personas] con paciencia y delicadeza”, y se resalta el valor que tiene para este fin “el testimonio atractivo de las auténticas familias cristianas” (RSy, 42). No agrega nada más al respecto.

La Familiaris consortio consideraba estas situaciones por separado, dando algunas pautas muy sugestivas en cada caso (FC 80).

Ante todo, para el “matrimonio a prueba” o “experimental”, indicaba que “ya la misma razón humana insinúa su no aceptabilidad, indicando que es poco convincente que se haga un «experimento» tratándose de personas humanas, cuya dignidad exige que sean siempre y únicamente término de un amor de donación, sin límite alguno ni de tiempo ni de otras circunstancias”. También la fe, añade a continuación, tiene reparos en tal situación por razón de lo que simboliza el matrimonio entre bautizados. Por tanto, ante todo, la Exhortación dejaba en claro el problema grave que representa este tipo de unión desde el punto de vista antropológico; no se invita a comenzar destacando lo positivo a costa de la verdad. Y luego se indican ciertos elementos muy importantes para la pastoral. Dice que la superación de esta situación “no se consigue sin una verdadera educación en el amor auténtico y en el recto uso de la sexualidad, de tal manera que introduzca a la persona humana —en todas sus dimensiones, y por consiguiente también en lo que se refiere al propio cuerpo— en la plenitud del misterio de Cristo”. Invita también a “preguntarse acerca de las causas de este fenómeno, incluidos los aspectos psicológicos, para encontrar una adecuada solución”. Sin remediar de las causas, entre las que probablemente se incluya la desconfianza en la fidelidad, el miedo a los compromisos, la búsqueda de una seguridad humana que nunca podrá encontrarse de parte de los hombres, etc., no se puede lograr un cambio en quienes viven así. Por tanto, se trata, la de la Familiaris consortio, de una visión muy realista. Considero que no se llegará muy lejos, limitándose a enfatizar los aspectos positivos que puedan encontrarse en estas uniones (aunque haya que comenzar por esto), porque aquí es necesario corregir toda una visión antropológica defectuosa que hace de óbice al verdadero compromiso matrimonial.

En cuanto a las uniones libres de hecho (FC 81), que implican una mayor estabilidad que las anteriores, pero no recurren a ningún tipo de reconocimiento ni civil ni religioso por motivos que pueden ser muy diversos, no puede indicarse una sola línea pastoral sino que habrá que trazarla según las causas que hayan empujado, diversa en cada caso, a esta situación: temor a la pérdida de ventajas económicas, a discriminaciones, a daños de diversa índole, o por razones culturales, o por desprecio de la institución familiar, por mera búsqueda del placer, por ignorancia, pobreza o condicionamientos sociales, inmadurez psicológica, etc. La pastoral exige comenzar por “conocer tales situaciones y sus causas concretas, caso por caso”. Sigue por “acercar[se] a los que conviven, con discreción y respeto”; y continúa empeñándose “en una acción de iluminación paciente, de corrección caritativa y de testimonio familiar cristiano que pueda allanarles el camino hacia la regularización de su situación”. “Pero, añade con justeza el documento, sobre todo, adelántense enseñándoles a cultivar el sentido de la fidelidad en la educación moral y religiosa de los jóvenes; instruyéndoles sobre las condiciones y estructuras que favorecen tal fidelidad, sin la cual no se da verdadera libertad; ayudándoles a madurar espiritualmente y haciéndoles comprender la rica realidad humana y sobrenatural del matrimonio-sacramento”. Al mismo tiempo, la Exhortación indicaba, como parte de la acción pastoral, el trabajo respecto de las “autoridades públicas”, porque la solución de estas situaciones implica, por un lado, la revalorización social y política de la institución del matrimonio, y por otro la solución de las condiciones “socio-económicas injustas o inadecuadas” por las cuales algunos “jóvenes no están en condiciones de casarse como corresponde” (salario familiar, viviendas aptas, trabajo, etc.).

Respecto de los católicos unidos con mero matrimonio civil, que rechazan o difieren el religioso (FC 82), es necesario, ante todo, considerar que no se pueden equiparar a quienes conviven sin ningún vínculo, pues algún compromiso y cierta estabilidad buscan, razón por la cual recurren al reconocimiento civil; pero “a veces no es extraña a esta situación la perspectiva de un eventual divorcio”. En este caso, “la acción pastoral tratará de hacer comprender la necesidad de coherencia entre la elección de vida y la fe que se profesa, e intentará hacer lo posible para convencer a estas personas a regular su propia situación a la luz de los principios cristianos”. Y añade: “aun tratándoles con gran caridad e interesándoles en la vida de las respectivas comunidades, los pastores de la Iglesia no podrán admitirles al uso de los sacramentos”.

 

3. Los separados y divorciados no casados de nuevo

Es también muy importante el trabajo con las personas separadas y divorciadas no casadas de nuevo. La Relatio Synodi se refiere a ellas en el n. 47. La Familiaris consortio también les dedicaba un párrafo (FC 83). Hoy en día, cuando la persona separada vive sola con el o los hijos del matrimonio, se la denomina con el título de “familia monoparental”; expresión un tanto ambigua que se usa también para quienes han tenido hijos fuera del matrimonio o fruto de uniones civiles pero que actualmente viven sin un partner.

La atención pastoral en estos casos debe tener en cuenta varios elementos.

Ante todo, para los casos en que haya habido una ruptura matrimonial, deberá tenerse en cuenta si la persona es inocente o culpable de la situación. Hay personas que son inocentes del fracaso, pudiendo haber sido víctimas del abandono del cónyuge, de la repetida infidelidad que torna en algunos casos demasiado heroica la convivencia matrimonial, de maltrato físico o psicológico, etc. Otros son culpables, por ser la parte que hizo abandono del hogar sin razones gravísimas, etc. En algunos casos las culpas recaen de algún modo sobre ambos cónyuges. Cuando se trata de la parte inocente, el trabajo pastoral deberá estar atento a la necesidad de saber perdonar, de superar el rencor y el deseo de venganza. Si se trata de quien ha sido culpable, es necesario que la persona se haga cargo de su responsabilidad y se arrepienta de sus culpas, y provea a la justicia en cuanto a las obligaciones para con los hijos y con el cónyuge inocente. También habrá que ver si en algún caso es posible la reconciliación, lo que, lamentablemente, por las profundas heridas causadas por la separación, suele darse en pocos casos. Solo cuando los diversos obstáculos morales estén superados, estas personas podrán recibir la absolución y acceder a la Eucaristía.

Además, la atención pastoral debe pasar por animar a estas personas a vivir la fidelidad al cónyuge a pesar de no convivir con él, a recurrir a la oración, a comprometerse en la educación de los hijos, etc.

 

4. La pastoral con los divorciados vueltos a casar civilmente

El problema más serio que se ha planteado en la actualidad mira a los divorciados vueltos a casar. Es respecto de estas situaciones dolorosas que se han planteado las hipótesis doctrinalmente dudosas que venimos analizando. Ya hemos dado nuestra posición respecto del tema, pero queda por ver qué es lo que realmente se puede hacer para ayudarlos. Sobre esto hay que decir lo siguiente:

1º Si bien mientras dura la situación de convivencia more coniugali (al modo de los verdaderos esposos) la Iglesia no los admite a la comunión eucarística ni les puede dar la absolución, sin embargo, no desespera de su salvación ni los abandona sino que sigue preocupándose de ellos y buscando el modo de llevarlos a la salvación:

“La Iglesia, en efecto, instituida para conducir a la salvación a todos los hombres, sobre todo a los bautizados, no puede abandonar a sí mismos a quienes —unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental— han intentado pasar a nuevas nupcias. Por lo tanto procurará infatigablemente poner a su disposición los medios de salvación” (FC 84a).

            Más aún, la Iglesia sostiene que esta es una preocupación que no solo atañe al Papa, o a los obispos, o a los sacerdotes, sino al entero pueblo de Dios:

“En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida” (FC 84c).

2º La Iglesia tiene también el deber de caridad pastoral de decirles a estas personas la verdad sobre la gravedad de su situación y sobre las obligaciones que les atañen; no hay verdadera pastoral silenciando la verdad sobre lo que moralmente es necesario para la salvación. Y la verdad que debe enseñarles, con caridad y prudencia, es que las posibles soluciones son dos: una plena, que es la ruptura de esta situación, que será para ellos siempre ocasión próxima de pecado; otra parcial, que es, cuando no sea posible por el momento la separación, el vivir como hermanos:

“La reconciliación en el sacramento de la penitencia —que les abriría el camino al sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos” (FC 84e).

            Nótese que el Papa distingue dos acciones: a la primera la llama “obligación de la separación”; a la segunda, que es la que corresponde cuando la primera no es posible, “asumir el compromiso de vivir en plena continencia”. La expresión “plena continencia” significa que no se limita a las relaciones sexuales plenas, sino que implica toda manifestación afectiva que solo sea lícita entre personas verdaderamente casadas.

3º La Iglesia los ayuda particularmente con la oración, el aliento y su presencia:

“La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza” (FC 84c).

4º También indicándoles los medios que ellos mismos deben poner mientras no puedan realizar una solución plena o parcial. Estos medios son seis:

“Se les exhorte a (1) escuchar la Palabra de Dios, (2) a frecuentar el sacrificio de la Misa, (3) a perseverar en la oración, (4) a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, (5) a educar a los hijos en la fe cristiana, (6) a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios” (FC, 84c).

5º A estas personas hay que tratar de ofrecerles también, en la medida en que sea posible, una guía espiritual, la cual, si es sincera y conforme a la ley divina, no puede consistir en una conformidad y beneplácito con su estado, lo que implicaría una actitud no solamente incongruente con la verdad sino espiritualmente dañina. Debe tratarse, por tanto, del ofrecimiento de acompañarlos en un camino de fortalecimiento de la vida espiritual y afectiva en orden a que puedan llegar a abrazar eficazmente una de las dos soluciones anteriormente indicadas y así introducirlos nuevamente en la vida sacramental[9].

El n. 52 de la Relatio Synodi habla de “un itinerario penitencial bajo la responsabilidad del obispo diocesano” que debería preceder en estos casos “el acceso eventual a los sacramentos”. Ya hemos mencionado que el sentido que da el cardenal Kasper al camino penitencial por él propuesto en el Consistorio de febrero de 2014, no se refiere a una conversión respecto de la situación actual de convivencia irregular sino a la ruptura del matrimonio verdadero. Es más que evidente que en esta idea se inspira tanto este párrafo como su antecesor de la Relatio post disceptationem. Lo pone en evidencia el hecho de que ponga de por medio, como moderador, al obispo diocesano (lo que estaría de más si se tratara del itinerario penitencial entendido católicamente, pues en tal caso basta como guía de los esposos un sacerdote que los acompañe y guíe como director espiritual). La mención del obispo está suponiendo que el término del camino sería una suerte de “permiso excepcional” del ordinario del lugar para comulgar a pesar de que continúen activamente la vida sexual irregular. De ser así, sostenemos que no se trata de una acción auténticamente pastoral, sino todo lo contrario, de un engaño desorientador. Pastoral viene de pastor y del oficio de pastorear, que consiste en guiar a las ovejas –aquí los cristianos– hacia las fuentes de la vida. Pero la vida no se contradice con la verdad. La vida del alma es la verdad del alma. Como ha dicho el cardenal Francis George, “no es misericordioso contar mentiras a la gente, como si la Iglesia tuviera autoridad para dar a alguien permiso de ignorar la ley de Dios”[10]. La verdad que hay que recordar, con caridad y delicadeza es una verdad revelada: la Eucaristía sin previa reconciliación y estado de gracia no aprovecha, sino que condena (cf. 1Co 11, 27: “quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor”).

En este sentido, destaco la interesante moción del teólogo dominico Thomas Michelet, de la facultad teológica de Friburgo, Suiza, quien ha propuesto instituir un  “ordo paenitentium” para quienes se encuentran en una condición persistente de contraste con la ley de Dios pero quieren emprenden un camino de conversión que puede durar muchos años, o incluso toda la vida, aunque siempre en un contexto eclesial, litúrgico y sacramental que acompañe su “peregrinación”[11].

La idea de un camino de penitencia, se remonta a los primeros siglos de la Iglesia, y permitiría a quienes no pueden acceder a la comunión eucarística, tomar clara conciencia de que no están excluidos de la vida sacramental, puesto que tal camino de conversión sería, él mismo, sacramento (o sea, un modo del sacramento de la penitencia) y fuente de gracia, aunque esa gracia sólo la produzca, como fruto pleno y definitivo, al dar el paso de la conversión definitiva, con todas las exigencias que ésta implica.

La propuesta nace de la constatación de que la verdadera dificultad para los divorciados vueltos a casar no es la comunión eucarística, sino la absolución, que no pueden recibir por el impedimento que ellos tienen (la situación actual de pecado) y, por tanto, por la imposibilidad de cumplir con los tres actos esenciales para recibir la absolución: el arrepentimiento (contrición), el reconocimiento del propio pecado (confesión) y la reparación del mismo (satisfacción), con la firme voluntad –si no lo ha hecho aún, de separarse del pecado, de no volver a cometerlo y de hacer penitencia. Estos elementos, definidos por el magisterio, son intangibles, pero no lo es, en cambio, el orden en el cual ocurren, ya que solo en torno al año 1000 se hizo corriente que la penitencia se realizara luego de recibir la absolución, como un efecto del sacramento con el fin de la reparación. Antes, en cambio, era común que la penitencia fuera anterior, preparatoria para la contrición y la absolución y como pena reparadora. En los primeros siglos los actos del penitente no estaban unidos temporalmente, como en la actualidad –todos en el mismo rito de la confesión–, sino que se separaban incluso por muchos años; a veces, antes de recibir la absolución de un pecado, se indicaba como expiación una peregrinación dura y difícil, al término de la cual el penitente recibía la absolución (y si moría en el camino, lo hacía con la disposición de ir buscando esa perfecta reconciliación con Dios). Michelet propone que se establezca un “orden de los penitentes”, como “forma extraordinaria” de la penitencia, al mismo tiempo nueva y profundamente tradicional. Esto aportaría, como ocurría antaño, un estatus canónico y eclesial a quienes quisieran recurrir a él. En la antigüedad, precisamente por estar establecida por los cánones de los concilios recibía el nombre de “penitencia canónica”.

Dando un estatus canónico al que ingresa en este camino, la Iglesia mostraría un signo de protección y de reconocimiento de un vínculo que permanece válido a pesar de todo; el pecador, efectivamente, sigue siendo miembro de la Iglesia; ella está hecha para él, porque la Iglesia es santa aunque esté formada por pecadores, para que éstos reciban la santidad que Ella recibe de su esposo, Cristo. Esto mostraría que, como insiste la Iglesia aunque no todos lo entienden, el divorciado que se ha vuelto a casar no está excomulgado en cuanto tal, aunque esté excluido de la comunión eucarística. Y la pertenencia a este orden penitencial lo ayudaría a comprender mejor que es verdaderamente parte de la Iglesia, como también lo son otros órdenes (el de los catecúmenos, el de las vírgenes, el de las viudas y el de los monjes). Y esto no es poco, pues la experiencia confirma que este simple reconocimiento de su pertenencia eclesial puede ya apaciguar y despojar a muchos de un primer obstáculo para la reconciliación.

Además, un “ordo” indica también una finalidad y una dinámica, es decir, un itinerario por el que la Iglesia debería ir ayudando al pecador a trabajar cada vez mejor las disposiciones para llegar a la reconciliación final del sacramento que le abriría las puertas a la comunión eucarística[12]. Esto subrayaría la condición del cristiano como “homo viator”. “Antes, dice Michelet, no era raro permanecer toda la vida en el orden de los penitentes; del mismo modo, hoy hay pecadores que permanecen prisioneros de vínculos de los que no consiguen liberarse, sin que se encuentre una verdadera solución. Que puedan al menos hacer lo que puedan y que el Señor los encuentre en la condición de quien camina hacia la Jerusalén celeste”.

Para Michelet ésta es una posibilidad muy real con que cuenta la Iglesia, mientras que, por el contrario, otro tipo de modificaciones del régimen sacramental, como el propuesto por el cardenal Kasper, no puede llevarse a cabo “sin cambiar también la doctrina [sacramental], lo que es imposible”. Frente a esto, sostiene el teólogo, hay que decir: “non possumus”.

6º Esta guía espiritual y el verdadero camino pastoral implican, ciertamente, un progreso y una gradualidad, pero nunca una situación de contradicción con la ley moral. Se puede aplicar aquí lo que Familiaris consortio decía del itinerario moral de los esposos en la comprensión y obediencia a la ley moral de la conyugalidad (FC 34). Afirmaba Juan Pablo II que los esposos están llamados a hacer un camino de crecimiento en orden a conocer y acomodar su comportamiento a la ley moral, “sostenidos por el deseo sincero y activo de conocer cada vez mejor los valores que la ley divina tutela y promueve, y por la voluntad recta y generosa de encarnarlos en sus opciones concretas”. Esto supone, para muchos, un camino en etapas. Pero añadía: “ellos, sin embargo, no pueden mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo Señor a superar con valentía las dificultades”. Y por eso distinguía: “Por ello la llamada «ley de gradualidad» o camino gradual no puede identificarse con la «gradualidad de la ley», como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres y situaciones”. La gradualidad está, pues, en la paulatina adquisición de las condiciones interiores para poder vivir la ley; pero la ley no obliga gradualmente, sino íntegramente. Aplicado a nuestro tema, puede ser que estas personas que viven situaciones irregulares tarden en alcanzar esas condiciones subjetivas para recibir los sacramentos, pero esto no significa que pueden ir recibiéndolos de a poco o antes de tiempo.

 

5. La preparación de los sacerdotes

La Relatio Synodi, citando la Evangelii gaudium del Papa Francisco, afirma, en el contexto de la ayuda a las “familias heridas”, que “la Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos —sacerdotes, religiosos y laicos— en este «arte del acompañamiento»”.

Refiriéndose a la ayuda a los cónyuges para que conozcan y acepten vivir según las normas morales de la conyugalidad, Juan Pablo II, también tocaba el tema en Familiaris consortio; mutatis muntandis podemos tomar sus sugerencias como válidas para quienes deben acompañar a los que viven en estas situaciones irregulares:

“Este camino exige reflexión, información, educación idónea de los sacerdotes, religiosos y laicos que están dedicados a la pastoral familiar; todos ellos podrán ayudar a los esposos en su itinerario humano y espiritual, que comporta la conciencia del pecado, el compromiso sincero a observar la ley moral y el ministerio de la reconciliación. Conviene también tener presente que en la intimidad conyugal están implicadas las voluntades de dos personas, llamadas sin embargo a una armonía de mentalidad y de comportamiento. Esto exige no poca paciencia, simpatía y tiempo. Singular importancia tiene en este campo la unidad de juicios morales y pastorales de los sacerdotes: tal unidad debe ser buscada y asegurada cuidadosamente, para que los fieles no tengan que sufrir ansiedades de conciencia. El camino de los esposos será pues más fácil si, con estima de la doctrina de la Iglesia y con confianza en la gracia de Cristo, ayudados y acompañados por los pastores de almas y por la comunidad eclesial entera, saben descubrir y experimentar el valor de liberación y promoción del amor auténtico, que el Evangelio ofrece y el mandamiento del Señor propone” (FC 34).

            Tres cosas, por tanto, indicaba Juan Pablo II: reflexión, información y educación idónea.

Destaco también su indicación de la necesidad de “no poca paciencia, simpatía y tiempo”, en particular por el hecho de que, así como en el caso de los cónyuges se trata de “las voluntades de dos personas” (el Papa lo decía por el hecho de que no basta que una se decida a vivir la moral sexual según la ley Dios, sino que es necesario que lo hagan los dos; también en este caso se da algo análogo). En los cónyuges para vivir la conyugalidad según la ley divino-natural; en el de los convivientes que no son cónyuges, para respetar la ley moral limitándose al respeto fraternal sin manifestaciones conyugales. También aquí, y más que en el caso del verdadero matrimonio, el obstáculo principal será llegar a la aceptación de esta decisión por parte de las dos personas implicadas.

Subrayaba también el Papa la “singular importancia” que “tiene en este campo la unidad de juicios morales y pastorales de los sacerdotes”. Es, ésta, una de las principales heridas de la Iglesia; una de las “cinco llagas principales” de la Iglesia, que denunciaba Rosmini, y que aplico aquí a la falta de unidad doctrinal[13]. Es, sin lugar a dudas, escandalosa la cantidad de enseñanzas contrarias al magisterio de la Iglesia, o ignorante de la doctrina católica, que sale de la boca de teólogos, sacerdotes, obispos y cardenales (lo hemos visto patente en esta discusión con purpurados sosteniendo posiciones antagónicas respecto de temas ya definidos e irreformables). Las discusiones y opiniones en torno a este asunto, muchas veces despreciando explícitamente la enseñanza definitiva de la Iglesia, es realmente desvergonzada y causa de extravío en la fe para los débiles. Decía, por eso, Juan Pablo II: “tal unidad debe ser buscada y asegurada cuidadosamente, para que los fieles no tengan que sufrir ansiedades de conciencia”. ¿Quién se acusa hoy en día de haber causado “ansiedades de conciencia” entre los fieles?

Los fieles que viven en estas difíciles situaciones deben ser ayudados por sus pastores a “descubrir y experimentar el valor de liberación y promoción del amor auténtico, que el Evangelio ofrece y el mandamiento del Señor propone”. Los sacerdotes, por tanto, deben reflexionar y convencerse de que la ley de Cristo –incluso la ley moral difícil de cumplir en algunas circunstancias– es liberadora y creadora de auténtico amor. Si piensan que oprime y encadena el corazón o el amor, no han entendido el Evangelio de la Gracia, que es el Evangelio de la Familia, pues la Gracia penetra y transforma no solo a la persona singular sino a la familia humana.

 

6. Algunas directrices pastorales

En un breve documento del Pontificio Consejo para la Familia, titulado La pastoral de los divorciados vueltos a casar. Recomendaciones, del año 1997[14], se daban las siguientes sugerencias pastorales que podemos compartir plenamente:

El obispo, testigo y custodio del signo matrimonial –junto con los sacerdotes, sus colaboradores–, con el deseo de llevar a su pueblo hacia la salvación y la verdadera felicidad, deberá:

a) expresar la fe de la Iglesia en el sacramento del matrimonio y recordar las directrices para una preparación y una celebración fructuosa;

b) mostrar el sufrimiento de la Iglesia ante los fracasos de los matrimonios y sobre todo ante las consecuencias para los hijos;

c) exhortar y ayudar a los divorciados, que han quedado solos, a ser fieles al sacramento de su matrimonio (cf. FC, 83);

d) Invitar a los divorciados que han pasado a una nueva unión a:

  • reconocer su situación irregular, que implica un estado de pecado, y a pedir a Dios la gracia de una verdadera conversión;
  • observar las exigencias elementales de la justicia hacia su cónyuge en el sacramento y hacia sus hijos;
  • tomar conciencia de sus propias responsabilidades en estas uniones;
  • comenzar inmediatamente un camino hacia Cristo, único que puede poner fin a esa situación: mediante un diálogo de fe con la persona con quien convive, para un progreso común hacia la conversión, exigido por el bautismo, y sobre todo mediante la oración y la participación en las celebraciones litúrgicas, pero sin olvidar que, por ser divorciados vueltos a casar, no pueden recibir los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía;

e) llevar a la comunidad cristiana a una comprensión más profunda de la importancia de la piedad eucarística, como por ejemplo: la visita al Santísimo Sacramento, la comunión espiritual, la adoración del Santísimo;

f) invitar a meditar en el sentido del pecado, llevando a los fieles a comprender mejor el Sacramento de la Reconciliación;

g) y estimular a una comprensión adecuada de la contrición y de la curación espiritual, que supone también el perdón de los demás, la reparación y el compromiso efectivo al servicio del prójimo.

Quizá se puedan hacer muchas otras cosas más, y algunas las hemos indicado en las páginas que anteceden, pero por éstas se debe comenzar.

 

NOTAS:

[1] Reig Plá, J.A., La relación entre doctrina cristiana y pastoral, http://infocatolica.com/?t=noticia&cod=23215.

[2] Kasper, E., Il Vangelo della Famiglia, 8.

[3] Pentin, Edwar, Cardinal Müller Discusses Divorced-Remarried Reception of Communion and Liberation Theology, en “National Catholic Register”, 3 de abril de 2014.

[4] De Paolis, V., Los divorciados vueltos a casar y los sacramentos de la eucaristía y la penitencia, Rev. “Diálogo” 65 (2014), 108.

[5] Granados García, José, Eucaristía y divorcio: ¿hacia un cambio de doctrina?, BAC Madrid (2015), 20.

[6] Ibídem, 83.

[7] Sarah, Robert avec Nicolas Diat, Dieu ou rien, Fayard (2015).

[8]  Beckmann, Rainer, Il Vangelo della fedeltà coniugale. Risposta al Card. Kasper. Una testimonianza, Solfanelli, Chieti (2015).

[9] En este sentido, la Arquidiócesis de Milán acaba de crear una “Oficina diocesana para la recepción de los fieles separados”. Este organismo, totalmente gratuito para quienes recurran a él, ha sido instituido con tres sedes simultáneas en la enorme diócesis italiana para un mejor funcionamiento pastoral, y tiene como objetivos: agilizar, donde se den las condiciones, los procesos canónicos de nulidad matrimonial, colaborar con los consultorios familiares, ayudar a comprender a la luz de la fe la situación dolorosa en la que se encuentran, ayudar a que puedan vivir conforme a la enseñanza de la Iglesia, alcanzar el mutuo perdón, e incluso formalizar, con decreto canónico, una separación con permanencia del vínculo en los casos en que, por gravísimas razones, esto es pedido por algún cónyuge. En fin, pueden pensarse diversas propuestas pastorales a partir de este modelo; por ejemplo, tener consultorios familiares para ayudar a los matrimonios en crisis, con especialistas en estos temas (sacerdotes, religiosos y religiosas, psicólogos, laicos casados que puedan orientar a los cónyuges con dificultades, etc.) (Cf. Arquidiócesis de Milán, Decreto di istituzione dell’Ufficio diocesano per l’accoglienza dei fedeli separati, 6 de mayo de 2015).

[10] Cardenal George, Francis, No es misericordioso contar mentiras a la gente, Infocatólica, 30-10.2014.

[11] Michelet, Th., OP, Synode sur la famille: la voie de l’ordo paenitentium, “Nova & Vetera”, n. 90, 1 / 2015.

[12] Se trata de los actos que sugiere la Familiaris consortio, n. 84, que hemos ya transcripto.

[13] En su tratadito sobre Las cinco llagas de la Iglesia, escrito en 1833, él menciona como tercera “la desunión de los obispos entre sí, con el clero y con el Papa”. Las otras eran, para el beato Rosmini: “la separación entre el pueblo cristiano y el clero”, “la insuficiente formación cultural y espiritual del clero”, “la injerencia política en el nombramiento de los obispos” y “la esclavitud que experimentan algunos eclesiásticos por los bienes temporales”.

[14] Pontificio Consejo para la Familia, La pastoral de los divorciados vueltos a casar. Recomendaciones, 14 de marzo de 1997.

Un comentario

  1. Excelente guía para clarificar las situaciones actuales y la pastoral de la Iglesia para ayudar este cáncer social, y la gran necesidad de educación con ayuda para la reconstrucción de valores y vida cristiana. Gracias.

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