La Relatio Synodi menciona el deseo de muchos sinodales de agilizar los procesos de nulidad. Dice concretamente:
“Un gran número de Padres ha subrayado la necesidad de hacer más accesibles y ágiles —y, a ser posible, totalmente gratuitos— los procedimientos para el reconocimiento de los casos de nulidad. Entre las diferentes propuestas se han indicado: la superación de la necesidad de la doble sentencia conforme; la posibilidad de determinar una vía administrativa bajo la responsabilidad del obispo diocesano; un procedimiento sumario en los casos de nulidad notoria. Algunos Padres, sin embargo, se declaran contrarios a estas propuestas porque no garantizarían un juicio fiable. Hay que reiterar que en todos estos casos se trata de la comprobación de la verdad acerca de la validez del vínculo. Según otras propuestas, habría que considerar también la posibilidad de dar relieve a la función de la fe de los novios con vistas a la validez del sacramento del matrimonio, sin perjuicio de que entre los bautizados todos los matrimonios válidos sean sacramento” (RSy, 48).
Como puede observarse, el parágrafo está redactado más bien a modo de crónica, haciéndose eco de propuestas dispares, algunas de ellas enfrentadas entre sí. Se indican tres proposiciones:
- Unos piden agilizar los procesos sugiriendo: (a) superar la necesidad de la doble sentencia conforme; (b) delegar al obispo diocesano el proceso como administrativo (actualmente es judicial); (c) establecer un proceso sumario para casos notorios.
- Otros rechazan las anteriores propuestas por considerar que no garantizan un juicio fiable.
- Otros piden dar relieve a la función de la fe de los novios para la validez del sacramento del matrimonio.
Las tres proposiciones están claramente inspiradas en la propuesta del card. Kasper al Consistorio: “Dado que el matrimonio, en cuanto sacramento, tiene carácter público, la decisión sobre la validez no puede dejarse por entero a la valoración subjetiva de la persona implicada. Según el Derecho Canónico, tal valoración es competencia de los tribunales eclesiásticos. Y como estos no son iure divino (de derecho divino), sino que han evolucionado históricamente, a veces nos preguntamos si la vía judicial debe ser la única vía para resolver el problema, o si no serían posibles otros procedimientos más pastorales y espirituales. Como alternativa, podría pensarse que el obispo pudiera asignar esta tarea a un sacerdote con experiencia espiritual y pastoral, que podría ser el penitenciario o el vicario episcopal”[1].
Analizaré brevemente las propuestas del Sínodo y las observaciones del card. Kasper.
Como ha señalado el Card. Raymond Burke, respondiendo a las observaciones de Kasper, si bien es cierto que el proceso judicial para la declaración de nulidad del matrimonio no es, en sí mismo, de ley divina, también es cierto que se ha desarrollado en respuesta a dicha ley, la cual exige un modo efectivo y apropiado de emitir un juicio justo en lo relativo a una demanda de nulidad[2].
El proceso de nulidad tiene como única finalidad la búsqueda y determinación de la verdad objetiva sobre la existencia del vínculo matrimonial frente a la demanda de quien supone que tal vínculo es inexistente por razón de alguna causa que impidió que éste se originase en el momento del contrato matrimonial.
No es una acción judicial contrapuesta a pastoral o espiritual, sino eminentemente pastoral y caritativa: “La actividad jurídico-canónica es pastoral por su misma naturaleza. Constituye una participación especial en la misión de Cristo Pastor, y consiste en actualizar el orden de justicia intraeclesial querida por Cristo mismo (…) Se sigue de ahí que cualquier contraposición entre las dimensiones pastorales y jurídicas [como la que postula precisamente Kasper] es engañosa”, ha dicho Juan Pablo II[3]. El mismo Pontífice criticó duramente la visión que intenta oponer dialéctica y falsamente, la misericordia pastoral y la justicia procesal: “Por ello [la autoridad eclesiástica] toma nota, por un lado de las grandes dificultades en las que se mueven las personas y las familias implicadas en situaciones de infeliz convivencia conyugal y reconoce su derecho a ser objeto de una solicitud pastoral especial. Pero no se olvida, por otra parte, del derecho que también tienen de no ser engañados por una sentencia de nulidad que esté en conflicto con la existencia de un verdadero matrimonio. Una declaración tan injusta de nulidad no encontraría ningún aval legítimo en el recurso a la caridad o a la misericordia. La caridad y la misericordia no pueden prescindir de las exigencias de la verdad. Un matrimonio válido, incluso si está marcado por graves dificultades, no podría ser considerado inválido sin hacer violencia a la verdad y minando de tal modo el único fundamento sólido sobre el que se puede regir la vida personal, conyugal y social. El juez, por lo tanto, debe siempre guardarse del riesgo de la falsa compasión que degeneraría en sentimentalismo, y sería solo aparentemente pastoral. Los caminos que se apartan de la justicia y de la verdad acaban contribuyendo a distanciar a la gente de Dios, obteniendo así el resultado opuesto al que se buscaba de buena fe”[4].
Benedicto XVI dijo algo semejante en su discurso a la Rota, del año 2010: “Es oportuno reafirmar que toda obra de auténtica caridad comprende la referencia indispensable a la justicia, tanto más en nuestro caso. «El amor –caritas– es una fuerza extraordinaria, que empuja a las personas a comprometerse con valor y generosidad en el campo de la justicia y de la paz» (Enc. Caritas in veritate, n. 1). «Quien ama con caridad a los demás es ante todo justo hacia ellos. No sólo la justicia no es extraña a la caridad, no sólo no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es ‘inseparable de la caridad’, intrínseca a ella» (Ibid., n. 6). La caridad sin justicia no es tal, sino solo una falsificación, porque la misma caridad requiere esa objetividad típica de la justicia, que no debe confundirse con la frialdad inhumana”[5]. Y finalizaba con la misma expresión de Juan Pablo II: “degeneraría en sentimentalismo… solo aparentemente pastoral”.
El proceso de declaración de nulidad parte de la verdad doctrinal expresado en el canon 1141, que recuerda que “el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte”. Por tanto, su función es buscar la verdad sobre una acusación de inexistencia del vínculo en un matrimonio concreto, realizada por una de las partes o por las dos partes contrayentes. “El único fin –ha dicho Pío XII– es un juicio conforme a la verdad y al Derecho”[6]. Y Juan Pablo II: “Finalidad inmediata de estos procesos es comprobar si existen factores que por ley natural, divina o eclesiástica, invalidan el matrimonio; y llegar a emanar una sentencia verdadera y justa sobre la pretendida inexistencia del vínculo conyugal”[7].
Por este motivo, dice Burke, el proceso se ha ido articulando a lo largo de los siglos para buscar de manera cada vez más perfecta la verdad de un hecho jurídico alegado, esto es, la pretendida nulidad de un matrimonio. Se constituye de un modo dialéctico –a modo de debate judicial– para tratar de llegar a la verdad, oyendo a cada una de las partes. En 1741, Benedicto XIV, al reconocer que ambas partes, al tratar de recuperar su libertad, podrían, de hecho, estar a favor de la nulidad de su matrimonio, instituyó la figura del “defensor del vínculo”, o “defensor del matrimonio”, que ha de garantizar que se escuche su voz. Es tan importante esta figura, que sin ella un proceso es nulo. Además instituyó el requisito de una “doble sentencia conforme” que afirmara la nulidad del matrimonio antes que una persona pudiera contraer una nueva unión.
Como vimos más arriba, una de las propuestas oídas en el Sínodo ha sido la de quitar el requisito de la doble sentencia conforme[8]. La razón alegada habitualmente es que conlleva un “oneroso juridicismo”. En realidad, si el proceso se ha llevado a cabo correctamente en primera instancia, el proceso para llegar a una doble decisión conforme, con el decreto de ratificación, no llevará demasiado tiempo[9]. El problema se presenta cuando los procesos en primera instancia están mal o negligentemente instruidos y discutidos. Pero los frenos posteriores no se deben, en tal caso, al prudente requisito de la segunda instancia, sino la impericia o desprolijidad de quienes actúan primero. La obligatoriedad de una segunda instancia exige a quienes intervienen en la primera a hacer las cosas bien, porque serán examinadas en un tribunal más alto. La trise experiencia de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, que, desde julio de 1971 a noviembre de 1983 (o sea, hasta la entrada en vigor del nuevo Código de Derecho Canónico) recibió la facultad de dispensar de la segunda instancia en “aquellos casos excepcionales en los que, a juicio del defensor del vínculo y de su ordinario, la apelación contra una decisión afirmativa resultara claramente superflua”, es aleccionadora: “ni una sola vez se negó una sola solicitud de dispensa de los cientos de miles recibidas”. A nivel del vulgo se habló durante ese tiempo, y con razón, de “divorcio católico”, con las tremendas consecuencias que esto ha traído. Porque no hay que olvidar que una falsa sentencia de nulidad, aunque abra la puerta a un nuevo matrimonio, no disuelve el anterior si realmente ha existido (no es una sentencia productiva sino declarativa), por lo que el segundo matrimonio es una mera apariencia social, o sea, un estado real de bigamia. Si la persona realmente ignora su situación, Dios se lo tendrá en cuenta; pero si sabe que las cosas que ha logrado, por su astucia personal o por la negligencia, incompetencia o desprecio de la verdad de los jueces, no corresponden a la verdad… es un bígamo a los ojos inexorables de su propia conciencia, y por tanto, alguien en un estado de pecado mortal y de gravísima injusticia. Y de su suerte participan quienes han declarado falsamente en el proceso.
Otra de las propuestas habla de intentar seguir no una vía judicial sino administrativa[10]. No se trata de un proyecto nuevo, sino de algo que viene de varios años atrás, tanto de parte de canonistas como de moralistas (lo proponía, por ejemplo, B. Häring, en el libro que ya hemos citado sobre la pastoral de los divorciados). El deseo de una vía más rápida para ayudar a las personas que se encuentran en situaciones dolorosas es encomiable, pero jamás se puede procurar a costa de la verdad o de la justicia, como ya hemos visto más arriba. El mismo Código exige la prontitud que sea posible: “Los jueces y los tribunales han de cuidar de que, sin merma de la justicia, todas las causas se terminen cuanto antes, y de que en el tribunal de primera instancia no duren más de un año, ni más de seis meses en el de segunda instancia” (CIC, c. 1453; CCEO c. 1111; Instr. Dignitas connubii, art. 72).
Ahora bien, lo que aquí se propone no es simplemente la agilización de un proceso sino seguir otra vía distinta de la que ha seguido la Iglesia hasta el momento.
Proceso judicial se denomina cuando tiene por objeto un juicio bajo la responsabilidad de un juez y en fuerza de la potestad judicial. Es administrativo si tiene por objeto la relación entre un superior y un inferior bajo la responsabilidad del superior y en fuerza de la potestad administrativa. Cada uno de ellos se subdivide en distintos modos. La diferencia consiste fundamentalmente en la naturaleza de la potestad que se ejerce en uno y otro caso. Se distingue claramente el poder judicial del poder ejecutivo (administrativo). El primero pertenece al juez, el segundo al superior. Aunque el oficio de juzgar y de gobernar (y también el de legislar) sean confiados al mismo sujeto, al Papa para el caso de la Iglesia universal (cc. 331;1442) y al Obispo para la Iglesia particular (cc. 381; 1419), distinta es la naturaleza de la potestad que ejerce según haga las veces de juez o de superior. Tratándose de dos poderes o potestades diversas, generalmente se ejercen según un modo de proceder (proceso) distinto, justamente en razón de la naturaleza de la potestad que se ejerce.
El poder judicial y el administrativo tienen en común que ambos actúan en orden a la aplicación de la ley, el judicial en el juicio y el otro en el acto administrativo; el primero se caracteriza por el rigor de la ley en orden a un juicio según justicia y verdad, en el respeto de la ley; el segundo, en el acto administrativo, según un juicio prudente, ordenado al bien de la comunidad y del individuo. El primero compete al juez, en cuanto es llamado a aplicar la ley según justicia y verdad, dando a cada uno lo suyo, su derecho. El segundo compete al superior en cuanto responsable de la comunidad, que debe aplicar la ley para el bien de esa comunidad, a menudo con un amplio margen de discrecionalidad. El juez decide después de haber alcanzado la certeza moral en base a las actas y a las pruebas (can. 1608, § 2); en la base de las decisiones del poder administrativo está la justa causa, no la certeza moral.
Si tenemos esto en cuenta, comprenderemos fácilmente el motivo por el cual el derecho canónico establece la vía del proceso judicial cuando se trata de la declaración de la nulidad de un matrimonio. Estando en juego la indisolubilidad del vínculo matrimonial, la Iglesia ha considerado tradicionalmente que el medio más eficaz en orden al fin propuesto es el proceso de tipo judicial. Por tanto, el que es llamado a juzgar sobre la validez o no del vínculo, que por derecho canónico es el juez que obra en virtud de la potestad judicial, debe alcanzar la certeza moral ex actis et probatis, sobre lo actuado y lo probado (can. 1608, § 2) para poder declarar con sentencia judicial la nulidad del matrimonio. Y tal declaración, además, debe ser confirmada por una segunda sentencia, a menos que la nulidad aparezca evidente, en tal caso la sentencia de primera instancia puede ser confirmada mediante decreto (cf. can. 1682, § 2).
Dado que lo más característico de la potestad administrativa es el amplio margen de discrecionalidad de que goza el superior, y además, el hecho de tener de mira sobre todo el bien de la comunidad y la justa causa (y no la certeza moral) el peligro real se puede presentar si tales elementos característicos de la potestad administrativa se quieren mantener en un proceso de nulidad matrimonial. Con otras palabras, si el confiar las causas de nulidad matrimonial a quien no fuese formalmente juez y, por consiguiente el procedimiento empleado fuese “administrativo”, significase que dicha autoridad tiene una amplia discrecionalidad para “anular” un matrimonio, por el hecho de que esa autoridad considera la nulidad “pastoralmente oportuna”, entonces se tocaría la esencia misma de este proceso, el cual ya no consistiría en un proceso para verificar la nulidad del vínculo, es decir, no tendría ya por objeto la verdad objetiva acerca de la existencia de un vínculo que por naturaleza es indisoluble, sino que la existencia o no del vínculo quedaría librada al juicio prudencial del superior, llamado a “juzgar” acerca del vínculo matrimonial no en base a la verdad y la justicia, sino a lo que considere aquí y ahora más prudente y oportuno, cosa que justamente es propio de la potestad administrativa[11].
Éste es el verdadero peligro cuando se habla de proceso de nulidad matrimonial por vía administrativa: que una tal nulidad se convierta en definitiva en un simple trámite, al modo como se pide al superior una gracia, una dispensa, o un indulto. Esto haría en definitiva que, bajo otro nombre, se introduzca el divorcio en la Iglesia. Decía el Santo Papa Juan Pablo II, que “a ningún juez le es lícito pronunciar una sentencia a favor de la nulidad de un matrimonio si no ha llegado antes a la certeza moral sobre la existencia de la misma nulidad. No basta solo la probabilidad para decidir una causa. Se aplicaría a cualquier cesión a este respecto lo dicho sabiamente por otras leyes relativas al matrimonio: toda relajación lleva en sí una dinámica impulsora: «cui, si mos geratur, divortio, alio nomine tecto, in Ecclesia tolerando via sternitur» [que, si se hiciese praxis habitual, allanaría la introducción del divorcio en la Iglesia bajo otro nombre (declaración de nulidad del matrimonio)]”[12]. Juan Pablo II recordaba también a los miembros del tribunal de la Rota Romana, que los cónyuges aunque tienen el derecho de solicitar la nulidad del propio matrimonio, no tienen, sin embargo, ni el derecho a la nulidad ni el derecho a la validez del mismo[13]. No se trata, en realidad, de promover un proceso que se resuelva definitivamente en una sentencia constitutiva, sino más bien de la facultad jurídica de proponer a la autoridad competente de la Iglesia la cuestión sobre la nulidad del propio matrimonio, solicitando una decisión al respecto. Se trata de indagar acerca de la verdad objetiva del vínculo matrimonial, si existe o no; verdad que supera la verdad subjetiva del fiel (su convencimiento personal) y también la de la autoridad que decide en mérito. Una decisión del juez en contraste con la verdad objetiva, provocaría un daño ante todo a los mismos cónyuges.
Por eso es fundamental que se respete ante todo la naturaleza meramente declarativa del proceso, y que por tanto, quien esté llamado a juzgar sea consciente de que no tiene ningún poder discrecional para “anular” un matrimonio. Para esto, es necesario que se respeten y mantengan los elementos constitutivos fundamentales del proceso de nulidad matrimonial, cualquiera sea la vía que se emplee; particularmente la honesta recolección de pruebas, sobre todo a través de la colaboración de ambos cónyuges, que permita a quien deberá juzgar conocer la verdad objetiva sobre la validez o la nulidad del matrimonio; y que la nulidad pueda ser declarada solo cuando la autoridad tenga certeza moral de ello, en base a las causales de nulidad establecidas por el derecho canónico.
En relación a esto, el Cardenal De Paolis afirmaba que el proceso de nulidad “sea simple o complejo, breve o largo, judicial o administrativo, oral o escrito, deberá responder sin excepciones a algunos criterios fundamentales, entre los cuales indica: a) el valor absoluto e irrenunciable de la indisolubilidad; la declaración de nulidad no podrá plantearse en una perspectiva pastoral sino en la de la verdad; b) la declaración tiene valor declarativo, no constitutivo; por lo tanto, no es discrecional para el superior; c) el juicio de nulidad no puede ser dejado a la conciencia del individuo; d) la necesidad de la certeza moral, que presupone pruebas ciertas y objetivas; e) el derecho de defensa de las partes; con posibilidad de recurso o de apelación, si una de las dos partes no está de acuerdo”[14].
Dicho esto, el motivo por el cual se propone la vía administrativa, la mayor accesibilidad y agilidad del proceso, no parece tener fundamento. Si se mantienen los criterios arriba enunciados como elementos constitutivos irrenunciables a todo proceso de nulidad matrimonial, el seguir la vía administrativa, que ya no sería propiamente tal, sino que le quedaría solo el nombre, no necesariamente significaría mayor agilidad y brevedad. Surge espontáneamente preguntarse, a la luz de lo dicho, si el motivo de la insistencia en proponer la vía administrativa sea solo la agilidad y brevedad del proceso.
Al final del parágrafo que la Relatio Synodi dedica al tema se afirmaba: “Según otras propuestas, habría que considerar también la posibilidad de dar relieve a la función de la fe de los novios con vistas a la validez del sacramento del matrimonio”. Tales propuestas parecen inspirarse en la del cardenal Kasper, quien, durante el Consistorio de febrero de 2014, hablaba no solo de dar relieve a la fe, sino incluso de la necesidad “de aceptar [condividere] la fe en el misterio definido del sacramento y que comprendan y acepten verdaderamente las condiciones canónicas para la validez de su matrimonio”[15]. En otras palabras, se propone considerar la posibilidad de que la falta de fe en el sacramento del matrimonio pueda ser considerada una causa que abra una vía para juzgar la nulidad de un matrimonio fallido. De hecho, con la mala formación que reciben la mayoría de los que se casan, se podría postular la invalidez de una gran cantidad de matrimonios.
Ahora bien, según la doctrina católica, el matrimonio sacramento coincide con el matrimonio natural. El primero que negó esto fue Duns Scoto, y después de él se discutió durante mucho tiempo. Pero hoy no puede ponerse en duda. Juan Pablo II decía en 1988: “El matrimonio y la familia no son instituciones exclusivamente cristianas; forman parte de la herencia donada por Dios a la humanidad (…) El sacramento del matrimonio eleva y santifica estas realidades naturales”[16].
El sacramento del matrimonio es, pues, el matrimonio instituido y bendecido por Dios, al que Jesucristo hace recobrar su primitivo ideal de unidad e indisolubilidad y lo eleva a la dignidad de sacramento. Esta es la noción que está en la base del canon 1055 del CIC: “La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, ha sido elevada por Cristo el Señor a la dignidad de sacramento entre los bautizados. Por lo tanto, entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento”. Es la “alianza matrimonial” natural la que ha sido elevada a sacramento. Ese matrimonio, sigue luego diciendo el canon 1057, “lo produce el consentimiento de las partes manifestado legítimamente”. Y el canon 1096 pone como requisito del consentimiento válido “que los contrayentes al menos no ignoren que el matrimonio es un consorcio permanente entre el varón y la mujer ordenado a la procreación de la prole, mediante una cierta cooperación sexual”.
Es fundamental tener en cuenta esto, pues indica que basta, para la validez del matrimonio, el que los contrayentes sean capaces de casarse naturalmente; siendo ellos bautizados, ese vínculo será necesariamente sacramental, pero no porque lo sepan o lo ignoren, sino porque todo vínculo entre bautizados es sacramental por la elevación que le ha dado Jesucristo. Por tanto, no puede hablarse de “necesidad de la fe en el misterio definido”, para la validez del matrimonio, como indicaba Kasper.
Indudablemente que si alguien ignora las condiciones naturales del matrimonio (“un consorcio permanente entre el varón y la mujer ordenado a la procreación de la prole, mediante una cierta cooperación sexual”) no contrae válidamente matrimonio, pero esto no viene por ignorancia del sacramento sino de la naturaleza misma del matrimonio. El canon 1096 también afirma que “esta ignorancia no se presume después de la pubertad”, y funda en esto la “praesumptio iuris”, la presunción del derecho a favor de la validez, debiendo probarse, en cambio, la nulidad. Hoy en día, lamentablemente, la cultura moderna ha apuntado sus cañones contra estos mismos fundamentos naturales, por lo que la fuerza de esta “praesumptio iuris” en algunos casos tambalea más que en el pasado. Aun así no debe ser tomada a la ligera, y debemos decir que la mayoría de las personas que contraen matrimonio todavía conservan la capacidad de casarse “naturalmente”, con lo que, si son bautizados, también se unen sacramentalmente. Decir que la mayoría no sabe lo que hace cuando se casa, quizá abra la puerta a la “solución” de unos casos, pero a costa de ultrajar la capacidad racional de la mayoría de los casados… o sembrarles dudas sobre sus matrimonios.
Además, sostener la necesidad de la fe en el sacramento del matrimonio como condición para la validez del mismo no es compatible con la doctrina católica ni con la práctica pastoral, por dos motivos principales[17].
En primer lugar, la Iglesia enseña que se pueden contraer vínculos matrimoniales sacramentales e indisolubles entre católicos y no católicos bautizados (p. ej., ortodoxos o protestantes)[18]. En tales casos, los no católicos no profesan la fe católica en toda su integridad. De igual modo, cuando una pareja protestante se convierte al catolicismo, la Iglesia considera su matrimonio como sacramental e indisoluble, incluso si, en el momento de casarse, no creían que el matrimonio fuera un sacramento y buscaran solo los fines naturales del matrimonio[19]. Si el argumento de la necesidad de profesar la fe católica integral para la validez del matrimonio fuese valedero, todos los matrimonios mixtos y los matrimonios cristianos no católicos no serían válidos ni sacramentales.
En segundo lugar, este argumento cambiaría las enseñanzas expresas de la Iglesia respecto de que el matrimonio válido solo requiere de una persona con la intención de buscar los bienes naturales del matrimonio. Como lo explicó Juan Pablo II, “La Iglesia no rechaza la celebración del matrimonio a quien está bien dispuesto, aunque esté imperfectamente preparado desde el punto de vista sobrenatural, con tal de que tenga la recta intención de casarse según la realidad natural del matrimonio. En efecto, no se puede configurar, junto al matrimonio natural, otro modelo de matrimonio cristiano con requisitos sobrenaturales específicos”[20]. De hecho, en su discurso a la Rota Romana en 2013, Benedicto XVI respondió directamente al argumento que sostenía que una fe defectuosa invalidaba el matrimonio, y reafirmó enfáticamente las enseñanzas de Juan Pablo II respecto de que es suficiente buscar los fines naturales del matrimonio:
“El pacto indisoluble entre hombre y mujer no requiere, a los fines de la sacramentalidad, la fe personal de los contrayentes. Lo que se pide, como condición mínima necesaria, es la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Pero si es importante no confundir el problema de la intención con el de la fe personal de los contrayentes, tampoco es posible separarlos totalmente. Como hacía notar la Comisión Teológica Internacional en un documento de 1977, «allí donde no se percibe traza alguna de la fe como tal (en el sentido del término ‘creencia’, o sea disposición a creer), ni ningún deseo de la gracia y de la salvación, se plantea el problema de saber, al nivel de los hechos, si la intención general y verdaderamente sacramental, de la cual acabamos de hablar, está o no presente, y si el matrimonio se ha contraído válidamente o no». [San] Juan Pablo II, dirigiéndose a este Tribunal diez años atrás, precisó que «una actitud de los contrayentes que no tenga en cuenta la dimensión sobrenatural en el matrimonio puede anularlo sólo si niega su validez en el plano natural, en el que se sitúa el mismo signo sacramental»”[21].
Por tanto, solo si falta la intención de hacer lo que hace la Iglesia, no habría matrimonio válido. Pero el texto de la Comisión Teológica aquí citado debe ser entendido correctamente: si faltara una disposición para creer (para dejar obrar a la gracia) habría que plantearse si no falta la misma disposición de casarse. Lo que puede dudarse, pues, no es si se tiene fe, o si se sabe lo que la Iglesia enseña sobre el sacramento, sino si se pretende contraer un matrimonio válido tal como se da en el plano natural. Que la falta de fe puede hacer sospechar que ni siquiera hay intención de contraer un matrimonio natural, vaya y pase, pero habría que demostrar que realmente falta esa intención, y la sola falta de fe no prueba nada sino que puede hacer sospechar que ni siquiera tienen, esos contrayentes, la capacidad de saber qué es casarse. Se preguntaba el Cardenal Caffarra: “Quien pide casarse sacramentalmente, ¿es capaz de casarse naturalmente? Su humanidad, no sólo su fe, ¿está tan devastada que ya no es capaz de casarse?”[22] En el mismo sentido Benedicto XVI, recordando a Juan Pablo II, sostenía: solo si los contrayentes niegan la validez de su matrimonio en el plano natural lo hacen inválido; porque es en el plano natural donde “se sitúa el mismo signo sacramental”. Es decir, el sacramento se identifica con el mismo matrimonio natural en el caso de los bautizados y solo si los contrayentes son incapaces de contraer un matrimonio natural, es decir, si no tienen intención de realizar un matrimonio natural, lo hacen inválido.
NOTAS:
[1] Kasper, W., Il Vangelo della Familia, 45.
[2] Burke, Raymond, El proceso canónico de nulidad matrimonial como búsqueda de la verdad; en AA.VV., Permanecer en la verdad de Cristo, 227-258.
[3] Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 18 de enero de 1990, 4.
[4] Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 18 de enero de 1990, 5.
[5] Benedicto XVI, Discurso a la Rota Romana, 29 de enero de 2010.
[6] Pío XII, Discurso a la Rota Romana, 2 de octubre de 1944.
[7] Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 4 de febrero de 1980.
[8] “Doble sentencia conforme” hace referencia a la exigencia del derecho canónico, en el proceso declarativo de nulidad del matrimonio, de que haya dos sentencias conformes para que los cónyuges queden libres de contraer nuevo matrimonio. Esto implica que dos tribunales de distinto grado declaren la nulidad de un matrimonio por el mismo capítulo de nulidad y por las mismas razones de hecho y de derecho.
[9] Burke, en: AA.VV. Permanecer en la Verdad de Cristo, 253.
[10] Me baso para cuanto sigue, en el trabajo del R. P. Diego Pombo, IVE, La posibilidad de la vía administrativa en los procesos de nulidad matrimonial. A propósito de las propuestas del Sínodo (nn. 48-49), publicado en: http://familiarisconsortio.ive.org.
[11] Cf. Llobell, Joaquín, La pastoralità del complesso processo canonico matrimoniale: suggerimenti per renderlo più facile e tempestivo, en Misericordia e Diritto nel Matrimonio, relazioni alla Giornata di Studio “Misericordia e diritto nel matrimonio”, organizzata dalla Facoltà di Diritto Canonico della Pontificia Università della Santa Croce il 22 maggio 2014, p. 156ss.
[12] Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 4 de febrero de 1980, n. 6.
[13] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 22 de enero de 1996.
[14] De Paolis, Velasio, I fondamenti del processo matrimoniale canonico secondo il Codice di Diritto Canonico e l’Istruzione Dignitas Connubii, en Il giudizio di nullità matrimoniale dopo l’istruzione «Dignitas connubii». Parte Prima: I principi, Libreria Editrice Vaticana (2007), 50.
[15] Kasper, W., Il Vangelo della Familia, 44.
[16] Juan Pablo II, Ai participanti alla VI Assemblea plenaria del Pontificio Consiglio per la familia, 10 giugno 1988, Enchiridion della familia e della vita, 1549.
[17] Los tomo de John Corbett, et altri, Recent Proposals, D-1.
[18] Benedicto XIV, Matrimonia quae in locis (1741), DH 2515-2520; CIC, c. 1055, § I, c. 1059.
[19] Benedicto XIV, Matrimonia quae in locis, DH 2517-2518; CIC, c. 1099.
[20] Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 30 de enero de 2003; Discurso a la Rota Romana, 27 de enero de 1997.
[21] Benedicto XVI, Discurso a la Rota Romana, 26 de enero de 2013. El texto citado de la Comisión Teológica está en: La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio [1977], 2.3: Documenti 1969-2004, vol. 13, Bolonia 2006, p. 145.
[22] Caffarra, Carlo, Fe y cultura frente al matrimonio, conferencia pronunciada en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, 12 de marzo de 2015.
Definitivamente es muy importante verificar tan importante verdad, y a la vez facilitar ayuda cuando no hubo matrimonio válido. En mi experiencia sacerdotes que conocen a sus feligreses quieren realmente ayudarles en sus situaciones, y con tanto trabajo que tienen sería bueno que esta labor tenga más colaboradores preparados para facilitar el proceso-facilitar no significa en lo absoluto cambiar las leyes de Dios ni de la Iglesia, sólo los procedimientos que no sean cristianos.
Me gustaría saber qué sucede cuándo dos personas jóvenes que están de novio se casan al quedar la mujer embarazada. Si bien en el caso de ella tuvo una experiencia de católica practicante durante mucho tiempo, no así al momento de casarse. Si la pareja no fue consultada ni se confesó ante el celebrante, mi pregunta es ¿es ese matrimonio válido? Es posible subsanar ese error a través de una preparación de la pareja o sería motivo de nulidad por inmadurez al contraer matrimonio? En el momento presente, llevan varios años juntos y quisieran cumplir la voluntad de Dios lo más seriamente posible. Desde ya , muchas gracias.
Estimada: si sabían que el acto que realizaban los unía como esposos para toda la vida, el matrimonio es válido. Se requiere, para la validez de un matrimonio católico, lo mismo que se requiere para la validez de cualquier matrimonio: saber que casarse es una unión de uno con una para siempre, abierta a la vida.