Pero ¿no hay ninguna posibilidad de dar la comunión a un divorciado vuelto a casar que vive “al modo conyugal”? (P. Miguel Ángel Fuentes)

comunion_divorciados190215Tratando de conceder lo más que sea posible a quienes piden que se busque una vía para poder dar la comunión a los divorciados vueltos a casar o juntar que no quieren o dicen no poder vivir como hermanos, vamos a investigar si existe alguna situación en que esto parezca viable.

La posibilidad de dar la comunión a un divorciado actualmente juntado con otra persona, con quien comparte una vida sexual activa, solo puede apoyarse en uno de estos tres supuestos:

1º O bien, el adulterio no es pecado grave.

2º O bien la recepción de la Eucaristía es compatible con el estado actual de pecado mortal consciente.

3º O bien el adúltero que no se arrepiente ni tiene propósito cambiar de vida es irresponsable de su estado y de los actos que comete y, por tanto, ni aquél ni éstos pueden serles imputados como pecados.

 

1. Adulterio y pecado

El adulterio no solo está prohibido por la ley natural, sino también por la ley divina: “No cometerás adulterio” (Ex 20,14; Dt 5,17). Jesucristo repite esta prohibición interiorizándola: “Habéis oído que se dijo: «No cometerás adulterio». Pues yo os digo: Todo el que        mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5,27-28). El Catecismo de la Iglesia Católica señala que “Jesús (…) en el Sermón de la montaña interpreta de manera rigurosa el plan de Dios” (CICat., 2336).

El adulterio es materia grave, como enseña el Catecismo: “La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: «No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre» (Mc 10,19)” (CICat., 1858). Y más adelante: “El adulterio y el divorcio, la poligamia y la unión libre son ofensas graves a la dignidad del matrimonio” (CICat., 2400).

El motivo por el que es materia grave es que nos priva de la ordenación al fin último: “Cuando la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal… sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio” (CICat., 2400)[1].

Y explícitamente afirma: “Esta palabra [adulterio] designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio (cf. Mt 5,27-28). El sexto mandamiento y el Nuevo Testamento proscriben absolutamente el adulterio (cf. Mt 5,32; 19,6; Mc 10,11; 1Co 6,9-10). Los profetas denuncian su gravedad; ven en el adulterio la figura del pecado de idolatría (cf. Os 2,7; Jr 5,7; 13,27)” (CICat., 2380).

Y también: “El adulterio es una injusticia. El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona el signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando el contrato que le da origen. Compromete el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan la unión estable de los padres” (CICat., 2381).

El adulterio es pecado por su misma naturaleza, al margen de las circunstancias y de las intenciones de quien lo comete. Nuevamente apelamos al Catecismo de la Iglesia Católica: “Hay actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias y de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio” (CICat., 1756).

El hecho de que la persona que se ha separado o divorciado contraiga según las leyes civiles una nueva unión no cambia la realidad del adulterio, pasando a ser incluso una “situación de adulterio” como la define el mismo Catecismo: “El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se haya entonces en situación de adulterio público y permanente: «Si el marido, tras haberse separado de su mujer, se une a otra mujer, es adúltero, porque hace cometer un adulterio a esta mujer; y la mujer que habita con él es adúltera, porque ha atraído a sí al marido de otra» (San Basilio)” (CICat., 2384).

 

2. Recepción de la Eucaristía y estado de pecado mortal

Decíamos que la segunda posibilidad radicaría en que el estado de pecado mortal (categoría en la que se encuadra, según acabamos de ver, la situación adulterina) no excluyera de la comunión eucarística. Ahora bien, el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, respecto de la recepción de la Eucaristía se pregunta: “¿Qué se requiere para recibir la sagrada Comunión?” Y responde: “Para recibir la sagrada Comunión se debe estar plenamente incorporado a la Iglesia Católica y hallarse en gracia de Dios, es decir sin conciencia de pecado mortal. Quien es consciente de haber cometido un pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar. Son también importantes el espíritu de recogimiento y de oración, la observancia del ayuno prescrito por la Iglesia y la actitud corporal (gestos, vestimenta), en señal de respeto a Cristo” (CompCat, 91)

Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “El que quiere recibir a Cristo en la Comunión eucarística debe hallarse en estado de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia” (CICat., 1415).

De aquí que se exhorte con San Pablo a examinar previamente la conciencia y a recibir primero el sacramento de la Penitencia, si se tiene conciencia de algún pecado mortal: “Debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. San Pablo exhorta a un examen de conciencia: «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (1Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar” (CICat., 1385).

Así lo ha entendido la tradición de la Iglesia desde los primerísimos tiempos, como testimonia este hermoso texto de san Justino, quien sufrió el martirio entre el 162 y el 168: “A nadie es lícito participar de la eucaristía si no cree que son verdad las cosas que enseñamos, y no se ha purificado en aquel baño que da la remisión de los pecados y la regeneración, y no vive como Cristo nos enseñó. Porque no tomamos estos alimentos como si fueran pan común o una bebida ordinaria; sino que, así como Cristo, nuestro salvador, se hizo carne por la Palabra Dios y tuvo carne y sangre a causa de nuestra salvación, de la misma manera hemos aprendido que el alimento sobre el que fue recitada la acción de gracias que contiene las palabras de Jesús y con que se alimenta y transforma nuestra sangre y nuestra carne, es precisamente la carne, y la sangre de aquel mismo Jesús que se encarnó”[2].

Es, pues, necesario estar en estado de gracia. Quien está en estado de pecado mortal, debe, pues, primero purificarse mediante el sacramento de la penitencia. Pero para recibir fructuosamente el perdón de los pecados, también deben reunirse condiciones específicas, que son, de parte del penitente, los actos propios de este sacramento. Dice el Compendio del Catecismo: “¿Cuáles son los actos propios del penitente? Los actos propios del penitente son los siguientes: (1º) un diligente examen de conciencia; la contrición (o arrepentimiento), que es perfecta cuando está motivada por el amor a Dios, imperfecta cuando se funda en otros motivos, e incluye el propósito de no volver a pecar; (2º) la confesión, que consiste en la acusación de los pecados hecha delante del sacerdote; (3º) la satisfacción, es decir, el cumplimiento de ciertos actos de penitencia, que el propio confesor impone al penitente para reparar el daño causado por el pecado” (CompCat, 303).

En este sentido el Código de Derecho Canónico afirma: “Para recibir el saludable remedio del sacramento de la penitencia, el fiel debe estar de tal manera dispuesto que, rechazando los pecados cometidos y teniendo el propósito de enmendarse, se convierta a Dios” (CIC, c. 987). Y el Catecismo de la Iglesia Católica, citando al Concilio de Trento: “Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es «un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar» (Concilio de Trento: DH 1676)” (CICat., 1451).

Se señalan, pues, dos condiciones para que el arrepentimiento sea sincero, que el Catecismo menciona usando las palabras del Concilio de Trento: 1º “dolor del alma y detestación del pecado cometido”; 2º “resolución de no volver a pecar”. Si no hay verdadera detestación del pecado cometido y serio propósito de evitarlo en el futuro, no hay auténtica contrición, y si ésta falta, el pecado no queda absuelto.

En los pecados que dañan al prójimo, además de lo anterior, se exige también la reparación de las heridas cometidas, en la medida en que sea posible, o, al menos, la intención eficaz de repararlas si alguna vez se presentara la oportunidad: “Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto…” (CICat., 1459).

Ahora, en el caso de una ruptura matrimonial, que es una relación entre dos personas que se vinculan públicamente, siempre hay perjuicio: de una sola parte (cuando un cónyuge sufre sin culpa suya un abandono o un divorcio), o de las dos (si mutuamente se han herido causando la ruptura); y luego hacia los hijos, si los había; y también hacia la sociedad, tanto civil (la Patria) cuanto sobrenatural (la Iglesia), porque los matrimonios las familias a que éstos dan lugar son la linfa vital que les da el ser y la vitalidad. Sólo puede decirse que una ruptura adviene sin culpa cuando ésta es causada por alguna enfermedad psíquica grave de uno de los cónyuges, inculpable en el enfermo, pero tornando imposible la convivencia y exigiendo la separación para evitar daños a la persona sana y a los hijos.

Por tanto, la doctrina de la Iglesia es muy clara al respecto: una persona que vive en estado de pecado mortal no puede comulgar sin recurrir previamente al sacramento de la penitencia y recibir en él la absolución de su pecado; y no puede recibir la absolución si no está arrepentida de su pecado, o si carece del propósito de no volver a cometerlo y de la disposición a reparar los daños que su pecado haya causado.

De esto se sigue, teniendo en cuenta, como ya vimos,  que el adulterio es pecado, que el adúltero debe primero: arrepentirse de su pecado, tener el propósito eficaz de cortar su situación, no pecar más y reparar cuando sea posible los daños causados. Solo luego de estos actos podrá recibir la absolución; y luego de la absolución, podrá ser admitido a la comunión eucarística.

De ahí que       el Catecismo de la Iglesia Católica, refiriéndose a “los católicos que recurren al divorcio según las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión”, sostenga que “si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que aquéllos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia” (CICat., 1650).

 

3. Circunstancias atenuantes del acto adulterino

Sólo queda, pues, la posibilidad de que haya alguna circunstancia que, sin quitar la gravedad objetiva de la situación adulterina de la persona que convive activamente more coniugali (al modo de esposos) sin estar válidamente casado, atenúe la responsabilidad a tal punto que su acción pueda ser considerada inimputable a su voluntad. Ésta parece ser la vía que algunos pretenden recorrer para evitar las propuestas heterodoxas de los que dan la impresión de no considerar pecado el adulterio (por ejemplo, quienes hablan del “camino penitencial” refiriéndose a la ruptura del primer matrimonio y pero no al actual estado), o suponen compatible la eucaristía con el estado de pecado mortal (por ejemplo, quienes usan la expresión “la eucaristía es un sacramento para los enfermos y no para los sanos” no el sentido de ayuda a la fragilidad del que está en gracia, sino entendiendo que pueden recibirlo estando en pecado). De hecho la insistencia en encontrar, como se dice ambiguamente, una “solución pastoral” que sería particular y no general, y la insistencia en las dos Relationes de tener en cuenta las “circunstancias atenuantes” parece orientarse en esta línea (Rpd, n. 47; RSy, 52).

La Relatio final, no solo aludía a estas circunstancias atenuantes sino que citaba al Catecismo de la Iglesia Católica, el cual, hablando de la libertad en general, afirma: “la imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas por la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, las afecciones desordenadas y otros factores síquicos o sociales” (CICat., 1735). Tales circunstancias mencionadas afectan el acto humano en diversos niveles. Tratemos de analizarlas en el contexto del caso que estamos estudiando.

 

a) Ignorancia e inadvertencia. ¿En qué sentido, la ignorancia podría atenuar o anular la gravedad de la comunión de una persona que vive en estado de adulterio? Pura y exclusivamente si ésta ignora con ignorancia invencible que su estado contradice la ley moral, o ignora, con ignorancia invencible que no se puede comulgar en ese estado. Pero tales casos no tiene ningún sentido proponerlos como materia de estudio, pues caen en los principios morales sobre la ignorancia que toda la tradición viene proponiendo. Estos casos no serían pecaminosos simplemente porque para pecar hay que saber que el acto que uno está realizando es pecado. Pero no parece ser el caso en cuestión, puesto que las propuestas hablan de personas a las que se propondría realizar “un camino penitencial” bajo la guía de su obispo, lo que implica que saben bien la cualificación moral de su situación.

No veo, pues, nada particular en estos casos que haga pensar en solucionar algunos casos por una presunta ignorancia. Todos los sacerdotes saben –o deberían– a qué atenerse en tales casos, tanto en lo dogmático como en lo pastoral (si advertir o no advertir, o cuándo hacerlo).

 

b) La violencia, cuando es verdadera y eficaz (o sea, una fuerza que viniendo del exterior del sujeto que la padece, lo obliga a obrar contra su voluntad), anula la libertad. Pero para que haya violencia estrictamente dicha, la persona que es forzada debe intentar resistir cuanto le sea posible y no consentir a la acción a la que se la obliga. Si aplicamos esto a nuestro caso de los divorciados, estaríamos hablando de forzar a una persona a realizar un acto adulterino contra su voluntad. Si se trata de personas que conviven permanentemente, estaríamos o ante violaciones sexuales ocasionales o ante un estado de esclavitud sexual permanente. Convengamos que, cuando esto ocurre, la víctima es la mujer. Ahora bien, si una mujer que vive una situación de adulterio –aunque esté casada por el civil– es forzada sexualmente por el hombre con quien convive, y pide orientación o ayuda, la solución no es aconsejarle que comulgue sino, per prius, que se aleje de quien la está violentando. Y si, por algún grave motivo, no le fuere posible la separación, y sus relaciones sexuales solo tienen lugar forzada y contra su voluntad, no puede negársele ni la absolución ni la comunión, supuesto que esté arrepentida de haber iniciado la convivencia y que esté dispuesta a no tener relaciones consentidas. Estaríamos, de hecho, ante una persona víctima del pecado de otro, del que ella no participa voluntariamente. Esto ya está, como dijimos para la ignorancia, contemplado en la moral tradicional. Si fuera el caso, la aplicación a una persona que padece una convivencia que no puede cortar pero que tampoco quiere positivamente vivirla al modo conyugal, no añadiría ningún novum como para ser estudiada. Pero vuelvo a insistir en que no parece el caso planteado, puesto que se propone guiar a la pareja en un itinerario gradual y penitencial bajo la guía de pastores idóneos.

 

c) El temor es una circunstancia que puede llegar a anular o atenuar la libertad. Puede actuar de modo análogo a la violencia si se trata de amenaza grave e injusta (es, de hecho, una violencia moral). En tal caso vale lo dicho en el punto anterior. Puede tratarse también de un miedo de la misma persona a otras cosas; por ejemplo, al abandono, a la soledad, a la miseria. Una persona que vive una situación irregular, puede experimentar un miedo tan grande, sobre todo si se trata de alguien psicológicamente muy débil, que llegue esto a atenuar en parte su capacidad de decisión y la responsabilidad de sus actos. Si esto llega a plantearse en un grado que deba considerarse patológico, entonces entraría en las últimas circunstancias que mencionaré. Si no se encuadra en una patología, tendríamos que hablar de un miedo tan grande que bloquee la libertad de la persona. No descartamos que esto pueda darse. Pero habría que demostrarlo en cada caso. Si se trata de una situación así, estaríamos ante casos puntuales sobre los que no hace falta ninguna determinación pastoral general, pues la tradición moral ya ha dado, como en los casos anteriores, pautas pertinentes que se encuentran en los manuales de moral en el apartado de los “actos humanos”.

 

d) También los hábitos pueden condicionar el obrar de una persona. En este caso estaríamos hablando del vicio de la lujuria. Evidentemente, debemos tener presente, ante todo, que un hábito vicioso puede, hasta cierto punto condicionar la libertad de una persona, cuando está tan arraigado que el sujeto no puede resistir a su costumbre adquirida de obrar de ese modo. Con mayor razón si se trata de una adicción, que es ya un problema patológico. Para que un acto realizado por un vicio profundamente arraigado no sea imputado al sujeto que lo comete, o se pueda hablar, al menos, de una importante reducción de su responsabilidad, el sujeto debe haber retractado su voluntad de pecar (es decir, debe estar arrepentido y debe intentar cambiar su costumbre). De lo contrario, como enseña la tradición moral, todo acto realizado actualmente por influjo de un hábito adquirido en el pasado y no retractado, se considera culpable en su causa. Esto vale para todo acto pecaminoso: el que tiene el vicio de embriagarse, de mentir, de blasfemar, de masturbarse, etc. Pero si un vicio ha deteriorado tanto la voluntad de una persona que no puede tomar una determinación seria no solo de no caer en actos impuros, sino ni siquiera de evitar la ocasión del pecado (la convivencia), ¿estamos ante una persona sana, o ya estamos ante una persona volitivamente quebrada o ante un adicto? Y si estamos ante un adicto o un quebrado, ¿sería un caso para el pastor o para un profesional de la salud (psiquiatra o psicólogo según los casos)?

 

f) Otra circunstancia que puede llegar a complicar la libertad de la persona mencionada por párrafo del Catecismo citado por la Relatio final, son las afecciones desordenadas, es decir, lo que la moral tradicional y la sana psicología llamaba “pasiones desordenadas”. Ya mencioné las dos principales –el miedo y la lujuria–. Fuera de éstas, ¿qué otra puede tener algo que ver con una situación de convivencia irregular? Sólo se me ocurre pensar en la tristeza, porque no veo cómo considerar atenuados los actos adulterinos por razón de odios, iras, audacias, esperanzas, desesperaciones, etc. Podrían conjeturarse situaciones, pero un poco tiradas de los pelos. En todo caso, valdría lo dicho para el miedo: si se trata de situaciones tan extremas que pueda pensarse en un bloqueo psíquico de la persona dejándola como abúlica ante una situación de la que no puede escapar… podría suponerse una disminución relativa de su libertad. Pero ¿estaríamos ante situaciones inmorales o patológicas? Si lo segundo, nos bastan los principios aprendidos a propósito del trato con las personas depresivas, abúlicas y enfermos psíquicos en general. Nuevamente, no parece haber ningún novum morale que merezca una legislación específica, o consideraciones apropiadas en un Sínodo. Y esto vale, con mucha mayor razón, a la última categoría de impedimentos que estudia la moral: las patologías mentales. En todo caso, si se estima que hoy en día estos dramas están más extendidos que en el pasado, debería insistirse en el estudio de la “Pastoral psiquiátrica”, que tan buenos textos produjo a mediados del siglo XX.

 

Lo grave sería que los que postulan la consideración de circunstancias atenuantes no quieran ir, en realidad, por los caminos que hemos señalado, sino plantear la peregrina hipótesis de que la mayoría –o muchos, o un número considerable– de las personas que viven en situaciones irregulares, tienen una voluntad tan disminuida que no puede imputárseles como pecaminosa su situación y los actos sexuales que realizan en ellos. Esto –que creo que es lo que de hecho piensan algunos– sería no ya una solución, sino un agravio a la dignidad de la persona libre. Juan Pablo II reaccionó, en la Reconciliatio et paenitentia, contra los que pretendían justificar al pecador negando su libertad:

“Este hombre [pecador] puede estar condicionado, apremiado, empujado por no pocos ni leves factores externos; así como puede estar sujeto también a tendencias, taras y costumbres unidas a su condición personal. En no pocos casos dichos factores externos e internos pueden atenuar, en mayor o menor grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y culpabilidad. Pero es una verdad de fe, confirmada también por nuestra experiencia y razón, que la persona humana es libre. No se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades externas —las estructuras, los sistemas, los demás— el pecado de los individuos. Después de todo, esto supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona, que se revelan —aunque sea de modo tan negativo y desastroso— también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan personal e intransferible como el mérito de la virtud o la responsabilidad de la culpa”[3].

            En la visión del Papa Juan Pablo II, disminuir tanto la responsabilidad personal del que obra algo objetivamente malo, atenta contra su dignidad, porque es considerarlo falto de libertad, o extremadamente influenciable por los demás, sin carácter ni personalidad como para elegir libremente los actos en que se realiza como persona. No sería, pues, sujeto de culpa, pero tampoco de mérito. Tan solo una personalidad enfermiza, débil, quebradiza. ¿Pretende ser juzgado así el divorciado vuelto a casar que pide ser absuelto sin cambiar de vida y recibir la eucaristía? Si tal es su intención, debería comprobarse que estamos ante una persona sin capacidad de obrar libremente, pues la presunción está siempre a favor de la libertad, es decir, de la dignidad personal que hace a cada uno dueño y responsable de sus actos. Y si bien esto sucede, tampoco hay que extremar las cosas, porque tiene en su contra una seria y fundada tradición psicológica y psiquiátrica representada particularmente por Víktor Frankl, quien defendía lo que llamaba “el poder de obstinación del espíritu”, incluso en medio de los condicionamientos psicofísicos de la persona: “El neuropsiquiatra es, por definición, un conocedor del condicionamiento psicofísico de la persona espiritual, pero también es, precisamente por ello, testigo de su libertad: el conocedor de la impotencia es llamado aquí en calidad de testimonio de lo que nosotros denominamos el poder de obstinación del espíritu”[4]. Frankl quizá extrema las cosas en sentido contrario, postulando al hombre como radicalmente libre (lo que supondría admitir la responsabilidad incluso de un psicótico[5]); pero su experiencia en patología clínica muestra, al menos, que la libertad de la persona es capaz de mucho más de cuanto quiere atribuirle una antropología reductora demasiado extendida en nuestro tiempo.

 

4. Conclusión

Como hemos visto, las dos primeras vías para pensar en una posible legitimación del acceso a la eucaristía por parte de las personas divorciadas que conviven sexualmente activas, son inviables: el adulterio es pecado, y no se puede comulgar en estado de pecado.

En cuanto a las circunstancias atenuantes, hemos visto que están todas ya estudiadas por la moral tradicional y que no parece haber ninguna especificidad propia en las situaciones que viven los divorciados vueltos a casar que piden ser admitidos a la eucaristía como para que deba estudiarse una aplicación especial.

Por esto me inclino a pensar que el n. 52 de la Relatio final no está pensando en este sentido, sino que recoge la propuesta de algunos padres sinodales de modificar la disciplina de la Iglesia ya vigente, como lo hizo notar el cardenal De Paolis: “se presenta como propuesta que entiende modificar la disciplina de la Iglesia y por tanto su doctrina. Implícitamente se reconoce que ella va contra la actual disciplina y doctrina”[6].

Quizá por ese motivo, el 22 de octubre de 2014, es decir, tres días después de la finalización del Sínodo sobre la familia (y en estas cosas sabemos que no hay casualidades), la Congregación para la Doctrina de la Fe, envió una Respuesta a la consulta privada de un sacerdote francés que preguntaba: “¿Puede un confesor dar la absolución a un penitente que, habiendo estado casado religiosamente, ha contraído una segunda unión después de un divorcio?”. El texto de la Congregación decía:

“No se puede excluir a priori un proceso penitencial para los fieles divorciados vueltos a casar, que tendría como fin la reconciliación sacramental con Dios y luego la comunión eucarística. El Papa Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Familiaris consortio (n. 84) ha considerado tal posibilidad y ha precisado las condiciones: «La reconciliación en el sacramento de la penitencia –que les abriría el camino al sacramento de la Eucaristía– no puede darse sino a aquéllos que se han arrepentido de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, y están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no esté en contradicción con la indisolubilidad del matrimonio. Esto implica concretamente que, cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, –como, por ejemplo, la educación de los hijos– no pueden cumplir la obligación de la separación, asumen el compromiso de vivir en plena continencia, es decir, de abstenerse de los actos propios de los esposos» (cf. también Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 29).

El camino penitencial que ha de llevarse a cabo debería tomar en cuenta los siguientes elementos:

1- Verificar la validez del matrimonio religioso respetando la verdad, evitando en todo momento dar la impresión de que se produce una especie de «divorcio católico».

2- Ver eventualmente si las personas, con la ayuda de la gracia, pueden separarse de sus nuevas parejas y reconciliarse con aquellos de quiénes se habían separado.

3- Invitar a las personas divorciadas vueltas a casar que, por motivos serios (por ejemplo, los hijos), no pueden separarse de aquellos a quienes están unidos, a que vivan como «hermano y hermana».

En cualquier caso, la absolución no puede ser dada sino a condición de asegurarse de una verdadera contrición, es decir, «del dolor interior y de la detestación del pecado que se ha cometido, con la resolución de no pecar más en el futuro» (Concilio de Trento, Doctrina sobre el Sacramento de la Penitencia, 4). En esta línea, no se puede absolver válidamente un divorciado vuelto a casar que no asume la firme resolución de «no pecar más en el futuro» y por tanto de abstenerse de los actos propios de los casados, haciendo en este sentido de su parte todo cuanto esté en su poder.

            Luis Ladaria, sj, arzobispo titular de Thibica, Secretario. Roma, 22 de octubre de 2014”.

 

La única actitud posible frente a esta dolorosa situación la resumía de forma muy clara y sencilla la Conferencia Episcopal Italiana, en el Directorio de pastoral familiar para la Iglesia en Italia, diciendo: “Solamente cuando los divorciados vueltos a casar cesen de ser tales pueden ser readmitidos a los sacramentos. Es necesario, por ello, que se arrepientan de haber violado el signo de la alianza y de la fidelidad a Cristo y estén sinceramente dispuestos a una forma de vida que no esté en contradicción con la indisolubilidad del matrimonio o con la separación física y, si fuese posible, con el retorno a la convivencia matrimonial original, o con el compromiso por un tipo de convivencia que contemple la abstención de los actos propios de los cónyuges… En este caso pueden recibir la absolución sacramental y acercarse a la Comunión eucarística, en una iglesia donde no sean conocidos, para evitar el escándalo”[7].

 

NOTAS:

[1] Está citando a Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 88, 2.

[2] San Justino, Apología Primera, cap. 66: PG 6, 427.

[3] Juan Pablo II, Exh. Reconciliatio et paenitentia, n. 16.

[4] Víktor E. Frankl, El hombre doliente, Barcelona (1994).

[5] Cf. Caponetto, Mario, Víktor Frankl, una antropología médica, Buenos Aires (1995), 120.

[6] Cardenal De Paolis, Velasio, Unioni irregolari e cura pastorale, Conferenza a Madrid, 26 de noviembre de 2014.

[7] Conferencia Episcopal Italiana, Directorio de pastoral familiar para la Iglesia en Italia, 1993, n. 220.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *