Pablo VI promulgó la Encíclica Humanae vitae, el 25 de julio de 1968, dentro de tres años estaremos recordando el medio siglo de su publicación. Es un documento breve, de 31 párrafos y solamente 6.091 palabras en el texto latino, menos de la mitad de la primera encíclica de Benedicto XVI, “Deus charitas est” (12.934 palabras). Pero ha dado mucho que hablar.
Cuando no había transcurrido una semana de la publicación, el 31 de julio de 1968, Pablo VI aludió a la Encíclica durante su audiencia en Castelgandolfo, diciendo que su contenido esencial “no es solamente la declaración de una ley moral negativa, es decir, la exclusión de toda acción que se proponga hacer imposible la procreación, sino sobre todo la presentación positiva de la moralidad conyugal en orden a su misión de amor y de fecundidad”[1]. En esa oportunidad el Pontífice quiso referirse a los sentimientos “que llenaron su corazón durante el tiempo de preparación del documento” (los cuatro años que precedieron su publicación). El primero de esos sentimientos —el único al que aquí aludo— fue su “gravísima responsabilidad”: “Este sentimiento, decía, nos ha hecho sufrir espiritualmente no poco. Nunca antes hemos sentido como en esta coyuntura, el peso de nuestro oficio. Hemos estudiado, leído, discutido, cuanto podíamos; y también hemos rezado mucho. Os son conocidas algunas circunstancias: debíamos responder a la Iglesia, a la humanidad entera; debíamos valorar, con el empeño y al mismo tiempo con la libertad de nuestra tarea apostólica, una tradición doctrinal, no sólo secular sino reciente, la de nuestros tres inmediatos predecesores… Conocíamos las discusiones encendidas con tanta pasión y también con tanta autoridad, sobre este importantísimo tema; sentíamos las voces fragorosas de la opinión pública y de la prensa; escuchábamos aquellas más tenues, pero muy penetrantes en nuestro corazón de padre y pastor, de tantas personas, de mujeres especialmente respetabilísimas, angustiadas por el difícil problema y de su experiencia aún más difícil; leíamos los informes científicos sobre las alarmantes cuestiones demográficas en el mundo, sufragadas a menudo por estudios de expertos y por programas gobernativos; nos llegaban de varias partes publicaciones, algunas inspiradas en el examen de aspectos científicos particulares del problema, o bien otras con consideraciones realistas de muchas y graves condiciones sociológicas, o bien aquellas, hoy tan imperiosas, de los cambios que irrumpen en cada sector de la vida moderna. ¡Cuántas veces hemos tenido la impresión de estar rodeados de este cúmulo de documentos…! Nos hemos valido de muchas consultas particulares a personas de alto valor moral, científico y pastoral; e invocando el Espíritu Santo, hemos puesto nuestra conciencia en plena y libre disposición a la voz de la verdad, buscando interpretar la norma divina que vemos brotar de la intrínseca exigencia del auténtico amor humano, de las estructuras esenciales de la institución matrimonial, de la dignidad personal de los esposos, de su misión al servicio de la vida, así como de la santidad del matrimonio cristiano; hemos reflexionado sobre los elementos estables de la doctrina tradicional y vigente de la Iglesia, especialmente sobre las enseñanzas del reciente Concilio, hemos ponderado las consecuencias de una y otra decisión; y no hemos tenido duda sobre nuestro deber de pronunciar nuestra sentencia en los términos expresados por la presente encíclica”. La doctrina contenida en la Encíclica no fue un acto impremeditado del magisterio de Pablo VI[2].
También son dignas de destacar las palabras que pronunció en el Angelus del 4 de agosto de ese mismo año, es decir, cuatro días después del anterior discurso. Decía entonces: “Sabemos que hay muchos que no han apreciado nuestra enseñanza, más aún, no pocos disienten de él (non pochi lo osteggiano). En cierto sentido podemos entender esta incomprensión y también esta oposición. Nuestra palabra no es fácil, no es conforme a un uso que hoy lamentablemente se va difundiendo, como cómodo y aparentemente favorable al amor y al equilibrio familiar. Una vez más queremos recordar cómo la norma reafirmada por nosotros no es nuestra, sino propia de las estructuras de la vida, del amor y de la dignidad humana; esto quiere decir, derivada de la Ley de Dios. No es una norma que ignore las condiciones sociológicas y demográficas de nuestro tiempo: y no es por sí contraria, como algunos parecen suponer, a una razonable limitación de la natalidad, ni a la investigación científica y a los tratamientos terapéuticos, ni mucho menos a la paternidad verdaderamente responsable, y tampoco a la paz y a la armonía familiar. Es sólo una norma moral exigente y severa, aún hoy válida (oggi sempre valida), que prohíbe el uso de medios que intencionalmente impiden la procreación, y que degradan así la pureza del amor y la misión de la vida conyugal. Hemos hablado por deber de nuestro oficio y por caridad pastoral”[3].
En homenaje a este acto tan lúcido y valiente del Papa Pablo VI y demasiado ignorado por muchos católicos quisiera a continuación recordar la norma moral central de este documento.
Algunos temas capitales
El Papa Pablo VI no se limitó dar a un documento normativo sobre el uso de la sexualidad en el matrimonio, sino que tocó en la Encíclica una serie de temas fundamentales de la conyugalidad que colocan el problema en el correcto enfoque para solucionarlo. Indico a continuación los más destacados.
(i) Ante todo, subraya que este problema no puede ser considerado al margen de “la visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna” (n. 7). O sea, su vocación al amor que brota del Amor supremo que es Dios (n. 8). Por tanto, el amor conyugal, para ser auténtico, debe ser reflejo de su fuente, el divino. Si el amor humano se diferencia esencialmente del divino, entonces no es amor auténtico. Las notas del verdadero amor son, por eso (cf. n. 9):
—Plenamente humano: al mismo tiempo sensible y espiritual; por tanto, es algo distinto de “una simple efusión del instinto y del sentimiento”, porque es también y principalmente un acto de la voluntad. La diferencia es esencial: el amor instintivo es posesivo el voluntario (espiritual) es oblativo. El animal llevado por sus instintos se mueve a satisfacer una necesidad personal; el hombre llevado por el amor espiritual se mueve a satisfacer la necesidad del otro, para lo cual debe tener gobernado su propio deseo de goce, que debe mantener subordinado a la necesidad del otro.
—Total: se comparte generosamente todo, “sin reservas indebidas o cálculos egoístas”: “quien ama de verdad a su propio consorte, no lo ama sólo por lo que de él recibe, sino por sí mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí”.
—Fiel y exclusivo hasta la muerte. “Fidelidad que a veces puede resultar difícil, pero que siempre es posible, noble y meritoria”.
—Fecundo: “no se agota en la comunión entre los esposos, sino que está destinado a prolongarse suscitando nuevas vidas”.
(ii) En segundo lugar, es esencial tener un correcto concepto de la “paternidad responsable” (n. 7), la cual implica (cf. n. 10):
—El conocimiento y respeto, por parte de los cónyuges, de las funciones biológicas, en las que aquellos descubren con su inteligencia el plan de Dios.
—Aprender a dominar el instinto por medio de la razón.
—Deliberar ponderada y generosamente el número de hijos que se pueden tener según las condiciones físicas, psicológicas y sociales. Esto puede dar pie, en algunas ocasiones, a la decisión prudente de evitar un nuevo embarazo, sea por un tiempo determinado o bien indefinido (en situaciones más graves).
—Exige el vivir vinculados al orden moral objetivo establecido por Dios; es decir, reconocer los propios deberes para con Dios, para consigo mismo y para con la familia. Y esto jerárquicamente.
De lo que se sigue que “paternidad responsable” es el deber “de conformar la propia conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia” (n. 10). Sólo errónea (y a veces tendenciosamente) se confunde “paternidad responsable” con la decisión de limitar el número de hijos. Consiste, más bien, en “hacerse padres y esposos responsables”: responsables de sus deberes frente a Dios, frente a la sociedad y la Iglesia, y frente a sí mismos y la familia que han formado.
(iii) La tercera cosa importante que enfatizo es la necesidad de la vida de la gracia para los cónyuges (n. 20). La doctrina de la Iglesia sobre este punto, “como todas las grandes y beneficiosas realidades, exige un serio empeño y muchos esfuerzos de orden familiar, individual y social” (n. 20). A mi modo de ver, el problema más hondo de la decisión entre los métodos naturales y los métodos anticonceptivos es un problema espiritual: consiste en el valor que los cónyuges dan a la voluntad de Dios, o dicho en términos más tradicionales: al interés por vivir cristianamente, por vivir unidos a Dios, y por la salvación eterna de sus almas. Si no hay interés en vivir coherentemente la vida cristiana en respeto por los mandamientos de la ley de Dios, nunca se comprenderá por qué sujetarse a una práctica moral (conyugal) exigente; y si de todos modos se logra en algunos casos, esta práctica estará basada sobre fundamentos tan endebles que correrá siempre el riesgo de desmoronarse. En muchísimos casos, no se logra la aceptación de la norma moral católica porque no hay conversión moral verdadera. De ahí que me parezca clave la alusión del Papa Pablo VI a la vida de gracia en los esposos, la cual exige de los cónyuges:
—“Sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y de la familia” (n. 21). Sin formación doctrinal, o lo que es lo mismo, ignorando la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia, es difícil que pueda esperarse una vida conyugal coherente con las obligaciones cristianas.
—“El dominio del instinto mediante la razón y la voluntad libre”, lo que exige “una ascética” que tiene sobre los cónyuges “un influjo beneficioso” (n. 21). No se puede vivir la doctrina moral cristiana sobre el matrimonio si no hay “un clima favorable a la educación de la castidad” (n. 22). Si se quiere vivir aceptando los criterios del mundo sobre el sexo, la lujuria, la pornografía, el desenfreno, etc. no sólo es imposible vivir la castidad entre los cónyuges, sino tampoco la fidelidad matrimonial ni la pureza personal.
—Vivir la gracia: “La doctrina de la Iglesia en materia de regulación de la natalidad… no sería posible actuarla sin la ayuda de Dios, que sostiene y fortalece la buena voluntad de los hombres” (n. 20).“Afronten los esposos los necesarios esfuerzos apoyados por la fe y por la esperanza, que no engaña…; invoquen con oración perseverante la ayuda divina; acudan, sobre todo a la fuente de la gracia y de la caridad en la Eucaristía. Y si el pecado les sorprendiese todavía, no se desanimen, sino que recurran con humilde perseverancia a la misericordia de Dios, que se concede en el sacramento de la Penitencia” (n. 25).
(iv) En cuarto lugar, me parece muy importante tener presente, como lo recuerda reiteradamente Pablo VI en la Encíclica, la autoridad con que la Iglesia interviene en el campo de las vida conyugal y sexual de las personas, así como los límites que tiene el magisterio.
En cuanto a la autoridad decía el Pontífice: “Ningún fiel querrá negar que corresponda al Magisterio de la Iglesia el interpretar también la ley moral natural. Es, en efecto, incontrovertible… que Jesucristo, al comunicar a Pedro y a los apóstoles su autoridad divina y al enviarlos a enseñar a todas las gentes sus mandamientos, los constituía en custodios y en interpretes auténticos de toda ley moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural, expresión de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es igualmente necesario para salvarse. En conformidad con esta su misión, la Iglesia dio siempre, y con más amplitud en los tiempos recientes, una doctrina coherente, tanto sobre la naturaleza del matrimonio como sobre el recto uso de los derechos conyugales y sobre las obligaciones de los esposos” (n. 4).
Y respecto de los límites debemos decir que el magisterio eclesiástico no puede cambiar la doctrina sobre este tema tan delicado, aunque los hombres no comprendan su actitud o la rechacen (como de hecho ha sucedido incluso en el ámbito de los teólogos que deberían estar al servicio del magisterio). La Iglesia debe estar dispuesta a convertirse en “signo de contradicción”. Escribía Pablo VI: “Se puede prever que estas enseñanzas no serán quizá fácilmente aceptadas por todos (…) A decir verdad, ésta no se maravilla de ser, a semejanza de su divino Fundador, signo de contradicción, pero no deja por esto de proclamar con humilde firmeza toda la ley moral, natural y evangélica. La Iglesia no ha sido la autora de estas ni puede, por tanto, ser su árbitro, sino solamente su depositaria e intérprete, sin poder jamás declarar lícito lo que no lo es por su íntima e inmutable oposición al verdadero bien del hombre” (n. 18). “La Iglesia, efectivamente, no puede tener otra actitud para con los hombres que la del Redentor: conoce su debilidad, tiene compasión de las muchedumbres, acoge a los pecadores, pero no puede renunciar a enseñar la ley que en realidad es la propia de una vida humana llevada a su verdad originaria y conducida por el Espíritu de Dios” (n. 19).
La norma moral de la Humanae vitae
Varios años después de la publicación de la Encíclica de Pablo VI, Juan Pablo II decía en una de sus Catequesis: “el principio de la moral conyugal que la Iglesia enseña (Concilio Vaticano II, Pablo VI) es el criterio de la fidelidad al plan divino”[4]. La Humanae vitae se limita, en tal sentido, a exponer el plan divino sobre el hombre y la conyugalidad; este plan revela lo que es el verdadero bien del hombre, el auténtico y único itinerario de su perfección humana y de su felicidad terrena y eterna como individuo y como familia. Así leemos en el documento que presentamos:
- “Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de fecundidad que por sí mismos distancian los nacimientos” (HV, 11).
- “Usar este don divino destruyendo su significado y su finalidad, aun sólo parcialmente, es contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su voluntad. Usufructuar, en cambio, el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador” (HV, 13)
- “la Iglesia es la primera en elogiar y en recomendar la intervención de la inteligencia en una obra que tan de cerca asocia la criatura racional a su Creador, pero afirma que esto debe hacerse respetando el orden establecido por Dios” (HV, 16).
Si nos preguntamos cuál es el plan de Dios al que hemos aludido más arriba, debemos decir que Él ha puesto una estructura fundamental en el acto conyugal y quiere que la misma sea respetada. ¿Cuál es esa estructura? Consiste en dos aspectos o dimensiones, o significados, o finalidades del acto conyugal, que: 1º se dan juntos, 2º se salvaguardan juntos y 3º se realizan juntos (en uno a través del otro); dice el Pablo VI: “la inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador” (HV, 12).
Este texto que acabamos de citar es central en el documento y nos manifiesta dos dimensiones de la moral matrimonial propuesta por la Humanae vitae: una positiva y otra que podríamos llamar normativa.
(a) La enseñanza positiva de la Humanae vitae
La doctrina positiva de la Encíclica —es decir, su instrucción sobre la estructura íntima de la sexualidad conyugal— está expresada en la explicación que el mismo Papa da del texto anteriormente trascripto, diciendo: “El acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad. Nos pensamos que los hombres, en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental”.
Creo que este texto contiene el núcleo central de la doctrina católica sobre la sexualidad conyugal.
(i) El texto supone que el acto conyugal es una realidad que tiene dos significados simultáneos. “Significar” quiere decir “hacer saber”, “declarar o manifestar una cosa”, “expresar una idea o pensamiento a través de un signo”, etc. Esto quiere decir que el acto conyugal expresa o revela una doble realidad: el amor y la apertura a la vida. ¿Quién expresa y a quién? Ante todo, al tratarse de algo impreso en la naturaleza, es Dios quien expresa esta verdad al hombre: Él quiere hacer saber, al crear al ser humano y su sexualidad con esta estructura, qué finalidad y uso quiere que se dé a la actuación de la genitalidad y del amor sexual y en qué marco pretende que esto tenga lugar.
Además, al tratarse de un acto realizado entre el hombre y la mujer unidos en matrimonio, este acto es una revelación del varón-esposo a la mujer-esposa, y de la mujer-esposa al varón-esposo, de su voluntad profunda de amor (unión) y de apertura a la vida (procreación). Decir “significado” indica que el acto sexual no es un mero proceso biológico o instintivo; un proceso desatado por una reacción hormonal, que se realiza por una serie de movimientos y termina en una descarga física. Por el contrario, indica que es una palabra, es un acto de lenguaje. El lenguaje humano no se compone exclusivamente de palabras orales, sino, en una elevada proporción, de gestos: un apretón de manos, una caricia, un guiño, etc.; el baile cultural es un magnífico ejemplo del lenguaje corporal. No todos los signos que usamos en nuestro lenguaje son convencionales; algunos son naturales, es decir, los impone la misma naturaleza del signo por su proximidad con lo significado; por ejemplo, un beso o una tierna caricia ¿puede manifestar otra cosa que simpatía, cariño, benevolencia? Por eso duele tanto que nos traicionen con un beso, porque no sólo nos traicionan a nosotros sino al mismo lenguaje del amor. De ahí que a muchos signos no podamos cambiarle el contenido significado, y si lo hacemos, mentimos.
(ii) Si queremos hablar con propiedad más que decir que el acto sexual tiene dos significados, deberíamos decir que tiene un doble significado. En efecto, hablar de “dos significados” sería equívoco si lo entendemos, en este caso, como dos posibles expresiones que pueden usarse separadamente, ya una o ya la otra. La palabra “mate” se usa para expresar la calabaza americana que da nombre a nuestra tradicional infusión, y también expresa algo sin brillo, amortiguado (un color mate, o un sonido mate); puedo usar esa palabra para uno de los significados sin que implique el otro: puedo decir que esa pared es mate (sin brillo) sin aludir para nada al mate-bebida. En cambio, al decir que tiene un doble significado queremos subrayar que los dos significados son simultáneos e inseparables “por su misma naturaleza íntima”.
(iii) Más aún, cada uno de estos significados se expresa a través del otro, como ha dicho Juan Pablo II al comentar el texto de Pablo VI: en el acto conyugal uno de los aspectos “se realiza juntamente con el otro y, en cierto sentido, el uno a través del otro”[5]. Esto quiere decir que una persona con su acto sexual sólo puede decir “te amo” (es decir, te doy todo lo que soy para llevarte a ti a la plenitud) mientras su acto esté abierto a la vida; y sólo puede decir “quiero ser madre/padre junto a ti” mientras su acto sea un acto de amor (es decir, de total donación).
(iv) Sólo manteniendo unidos los dos significados el acto conyugal conserva, dice el Papa, su “sentido íntegro”. De aquí que, al pretender independizar un aspecto del otro, ni siquiera el que se conserva se mantiene íntegro. Los esposos que piden una fecundación in vitro, en la que el acto sexual amoroso, íntimo, secreto, verdaderamente unitivo no está presente o es una mera condición biológica para que luego se haga “lo importante” (que es, en realidad, el procedimiento técnico que dará origen al nuevo ser vivo), la misma procreación, deja de ser algo “acabado”, “pleno”. Lo demuestra el hecho de que un hijo así concebido no es tanto un fruto del amor, sino un “logro” científico, algo que se mide en intentos exitosos o fracasados, y, a menudo, también un lucrativo negocio. Testimonio elocuente son los bancos de embriones sobrantes, o reservados u olvidados: “el amor de sus padres” los ha destinado a estar allí, de repuesto, “por las dudas”, abandonados, destinados en el 90% de los casos a la muerte.
(v) Y lo mismo ocurre con el acto sexual que pretende ser manifestación de amor pero se cierra a la procreación. No negamos que en la intención de muchos ansíe ser un acto de amor, pero no es un amor íntegro. Amor es donación, entrega. Amor total es entrega total. Entrega total es amor total; entrega recortada es amor recortado. De ahí que la sana doctrina insista una y otra vez con esta verdad fundamental: el acto sexual, fuera del matrimonio, está desprovisto de su significado original y verdadero que es la donación total de la persona; y lo mismo sucede con este acto cuando, dentro del matrimonio, se lo priva de su carácter procreativo.
(vi) El cerrarse a la vida implica cerrarse a la donación, por eso el acto voluntariamente vuelto infecundo no sólo atenta contra la dimensión procreativa sino, a la postre, también termina dañando su valor unitivo y amoroso. Esto resulta muy difícil de entender para muchos, sin embargo, es llamativo que lo haya destacado un autor que escribe desde una perspectiva psicoanalista y marxista como Erich Fromm: “La culminación de la función sexual masculina radica en el acto de dar; el hombre se da a sí mismo, da su órgano sexual, a la mujer. En el momento del orgasmo, le da su semen. No puede dejar de darlo si es potente. Si no puede dar, es impotente. El proceso no es diferente en la mujer, si bien algo más complejo. También ella se da; permite el acceso al núcleo de su feminidad; en el acto de recibir, ella da. Si es incapaz de ese dar, si sólo puede recibir, es frígida. En su caso, el acto de dar vuelve a producirse, no en su función de amante, sino como madre. Ella se da al niño que crece en su interior, le da su leche cuando nace, le da el calor de su cuerpo. No dar le resultaría doloroso”[6]. ¡Llamativo testimonio!
(b) El aspecto normativo de la Humanae vitae
La norma que se deriva de esta enseñanza es formulada por Pablo VI de dos maneras, positiva (cómo debe ser el acto conyugal) y negativamente (cómo no debe ser):
- Forma positiva (n. 11): “todo acto matrimonial debe permanecer por sí mismo destinado a procrear la vida humana” (“Quilibet matrimonii usus ad vitam humanam procreandam per se destinatus permaneat”), es decir, debe mantener su destinación natural.
- Forma negativa (n. 12): “No le es lícito al hombre romper por su propia iniciativa el nexo indisoluble y establecido por Dios, entre el significado de la unidad y el significado de la procreación que se contienen conjuntamente en el acto conyugal” (“Non licet homini sua sponte infringere nexum indissolubilem et a Deo statutum, inter significationem unitatis et significationem procreationis quae ambae in actu coniugali insunt”).
¿Qué quiere decir esto? ¿Quizá que siempre que se realiza un acto sexual conyugal hay que buscar un hijo? No. Significa simplemente que en cada acto sexual completo de los esposos deben (norma moral) estar presentes los dos aspectos:
- El amor, la donación, la entrega al otro. Se atenta contra esta dimensión cuando se usa el cuerpo de la otra persona para procurarse a sí mismo el placer, pero no para darse. Así, en el acto violento, carente de respeto, en lugar innatural, etc. También cuando se busca la procreación separadamente de la unión sexual, es decir, sin que la procreación sea buscada en el mismo acto de la unión (a través de él), aunque éste sea realizado como una condición previa (para obtener alguno de los gametos).
- El grado de procreatividad que la naturaleza humana posee —valga la redundancia— por naturaleza en ese momento. De hecho la naturaleza humana no posee siempre la misma capacidad procreativa. Dice Pablo VI: “Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de fecundidad que por sí mismos distancian los nacimientos” (HV, 11). Hay diversos grados: (a) hay una capacidad actual de procrear; (b) hay una capacidad provisoriamente potencial (cuando falta, durante cierto período de tiempo, algún elemento requerido para la fecundación como la ausencia de la ovulación, la permeabilidad del mucus cervical, etc.); (b) y hay una situación definitivamente potencial (cuando algún elemento falta definitivamente debido a alguna causa, como la edad senil, esterilidad natural, etc.). Se atenta contra esta dimensión de la sexualidad conyugal cuando, en lugar de respetar el grado de procreatividad que tiene la naturaleza en el momento del acto sexual, se lo altera artificialmente sea con acciones previas (anticoncepción oral, esterilización), o durante (métodos de barrera) o posteriores (píldoras postcoitales, aborto, etc.).
- En consecuencia, no es lícito querer uno solo de estos aspectos, impidiendo de modo voluntario el otro.
La licitud del recurso a los períodos de infecundidad
Finalmente, Pablo VI subraya la licitud del recurso a los períodos infértiles de la mujer, es decir, la decisión de reservar los actos plenos para los momentos de infertilidad. Esto es lo que todos llaman “métodos naturales”; que no son otra cosa que la unión de dos realidades: 1º métodos de diagnóstico de los períodos infértiles; 2º el dominio de sí mismo en orden a reservar los actos sexuales plenos para esos períodos: “la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los períodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios morales que acabamos de recordar” (HV, 16).
La diferencia entre estos métodos y los artificiales no es sólo metodológica sino antropológica, como ha subrayado Juan Pablo II en la Familiaris consortio (n. 32).
¿Cuál es la diferencia esencial? Lo podemos expresar en dos puntos importantes.
(i) En el caso de los métodos naturales los cónyuges deciden recurrir a actos que no son en sí mismos anticonceptivos, sino no-conceptivos, y permanecen, por eso, abiertos a la vida. Éste es el punto clave; es necesario entender que la decisión de recurrir a los medios naturales implica un juicio prudencial por el cual los esposos juzgan que no es prudente aquí y ahora poner los medios para concebir un nuevo hijo (es decir, buscar el bien de la fertilidad) y por tanto eligen abstenerse, o sea, no realizar el acto que podría dar origen a la nueva vida. Se trata, pues, de la omisión de un acto al que –dadas las circunstancias– no están obligados. La indiferencia de estos métodos o incluso su bondad radica en que:
- Los esposos juzgan que no es prudente concebir un nuevo hijo en las circunstancias actuales (el cual juicio puede ser acertado o no, según las circunstancias) pero al mismo tiempo juzgan que la fertilidad es un bien que no puede ser destruido aunque no sea obligatorio buscarlo en todo momento.
- En consecuencia con este juicio de bondad, deciden no atentar contra la fertilidad sino simplemente abstenerse de realizar actos sexuales.
- Por tanto, no obran ni a favor ni en contra; simplemente “no obran”. De aquí que tales actos (de abstención periódica) deba juzgarse: “no conceptivos”.
(ii) En cambio, quienes recurren a los métodos artificiales realizan un acto anti-conceptivo juzgan que es un mal la fertilidad actualmente presente en sus naturaleza (la del varón, la de la mujer o la de ambos) y por eso deciden destruir esa fecundidad con un acto positivo en contra la fertilidad, y actúan en consecuencia recurriendo a alguno de los dichos métodos. El mal de este acto se manifiesta en:
- El juicio por el cual juzgan el don de la fertilidad como un mal al menos actual.
- La decisión de la voluntad de destruir lo que es un don de Dios.
- La ejecución, es decir, la destrucción (sea temporal —anovulatorios, píldoras, métodos de barrera— o definitiva —esterilización—) de algo que es un don divino (el don de la fertilidad). De ahí que tal acción deba juzgarse “anti” o “contra” la concepción.
* * *
En conclusión, Pablo VI realizó con esta Encíclica una obra de caridad pastoral exquisita, aunque muchos se nieguen a reconocerlo. Al defender la doctrina positiva del amor conyugal, ha enseñado la doctrina del verdadero amor, protegiéndolo de todas las falsificaciones posibles. En la Audiencia ya citada del 31 de julio de 1968, el Papa Pablo VI expresaba su esperanza de que tal doctrina fuese bien recibida por los esposos cristianos. Y tuvo sus ecos en los corazones de los hombres de buena voluntad, incluso de aquellos no católicos. Termino con una página del libro autobiográfico de dos conversos del protestantismo, los profesores y cónyuges Kimberly y Scott Hahn, quienes cuentan cómo, aún en un momento de sus vidas en que eran hostiles a la Iglesia católica y practicaban la anticoncepción convencidos de su licitud, descubrieron que la doctrina bíblica les exigía otra realidad y, lo que más les sorprendió, que esa otra realidad, sólo era defendida por la Iglesia a la que ellos no pertenecían.
Cuando todavía cursaban en la Universidad, aunque ya casados, Kimberly decidió hacer un estudio sobre la anticoncepción en la Biblia por un motivo práctico que relata en el libro a propósito de la pregunta de su esposo: “¿Por qué has querido estudiar la contracepción? Es un problema sólo para los católicos”. Ella respondió: “Cuando doy charlas sobre el aborto, continuamente me plantean preguntas sobre el control de la natalidad. No sé por qué, pero es lo que pasa. Así que he pensado que ésta sería una buena ocasión para saber si la Biblia tiene o no algo que decir al respecto”. Su estudio le mostró algo muy distinto a lo que esperaba; y además, entre la bibliografía consultada, trajo a sus manos un estudio de John Kippley (“El control de la natalidad y la alianza matrimonial”), lo que metió a su esposo de lleno en la discusión (el tema de la “Alianza” era la especialidad de Scott). Dejo paso al relato textual:
“Lo vi y pensé [dijo Scott]: «¿Editorial Litúrgica? ¡Este tipo es un católico! ¡Un papista! ¿Qué hace plagiando la noción protestante de la alianza?» Sentí aún más curiosidad por saber lo que decía. Me senté a leer el libro, y al cabo de un rato, empecé a pensar: «Aquí hay algo que anda mal. No puede ser… ¡este hombre dice cosas muy sensatas!» El autor demostraba cómo el matrimonio no es un mero contrato en el que se intercambian bienes y servicios; decía que es una alianza que lleva consigo una interrelación de personas. La tesis principal de Kippley era que toda alianza tiene un acto por el cual se lleva a cabo y se renueva; y que el acto sexual de los cónyuges es un acto de alianza. Cuando la alianza matrimonial se renueva, Dios la utiliza para dar vida. Renovar la alianza matrimonial y usar anticonceptivos para evitar una potencial nueva vida equivalía a algo semejante a recibir la Eucaristía para luego escupirla en el suelo.
Kippley continuaba diciendo que el acto conyugal demuestra de modo único el poder dador de vida del amor en la alianza matrimonial. Todas las otras alianzas muestran y transmiten el amor de Dios, pero sólo en la alianza conyugal el amor es tan poderoso que comunica la vida. Cuando Dios hizo al ser humano, varón y mujer, el primer mandamiento que les dio fue el de ser fecundos y multiplicarse. Eran así una imagen de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres en uno, la familia divina. De modo que cuando «los dos se hacen uno» en la alianza matrimonial, el «uno» se hace tan real que ¡nueve meses después hay que ponerle un nombre! El hijo encarna la unidad de su alianza.
Entonces comencé a comprender que cada vez que Kimberly y yo realizábamos el acto conyugal, obrábamos algo sagrado; y que cada vez que frustrábamos con anticonceptivos el poder de dar vida del amor, hacíamos una profanación (porque profanar es, por definición, tratar algo sagrado de manera común).
Yo estaba impresionado, pero no quería que se notara. Cuando Kimberly me preguntó qué pensaba del libro le dije simplemente que era interesante. Poco después empecé a ver cómo ella convencía a mis amigos, uno por uno ¡Algunos de los más inteligentes y formados cambiaron de opinión! [en general todos protestantes y profesores de teología]
Fue entonces cuando descubrí que todos los reformadores —Lutero, Calvino, Zwinglio, Knox y todos los demás— habían sostenido, sobre esta cuestión, la misma postura que Iglesia católica[7]. Eso me perturbó aún más. La Iglesia católica romana era la única iglesia cristiana en todo el mundo que tenía el valor y la integridad para enseñar esta verdad tan impopular. Yo no sabía qué pensar, así que recurrí a un viejo dicho de familia: «Hasta un cerdo ciego puede encontrar una bellota». Es decir, después de dos mil años, hasta la Iglesia católica por fin daba en el clavo en algo.
Pero católica o no, esta enseñanza era verdad; así que Kimberly y yo nos deshicimos de los anticonceptivos que estábamos usando y empezamos a confiar en el Señor de un modo nuevo en lo que concernía a nuestro proyecto familiar. Al principio utilizamos los métodos naturales durante unos meses. Luego decidimos estar abiertos a una nueva vida en cualquier momento en que Dios quisiera otorgarnos esa bendición”[8].
Como premio de esta docilidad a la verdad divina descubierta en el plan de Dios grabado en la naturaleza e incluso en la doctrina bíblica, Scott y Kimberly Hahn descubrieron la verdad de la fe católica que poco después abrazaron con fervor. Esto demuestra que la verdad se manifiesta a todos los hombres de buena voluntad que quieren abrirse a las enseñanzas de Dios con el corazón dispuesto a seguir la verdad allí donde esta brille, incluso cuando descubre ser una verdad muy exigente. Quizá también esto demuestre porqué otros, por el camino inverso, han claudicado en su fe.
NOTAS
[1] Insegnamenti Paolo VI, vol. VI [1968], 869-874.
[2] Además de este sentimiento el Papa manifestaba el de la caridad y la sensibilidad pastoral hacia los llamados al matrimonio, y la esperanza de que su documento fuera bien recibido por los fieles y de que los científicos fuesen capaces de entender “el genuino hilo conductor de la encíclica que la une con la concepción cristiana de la vida, y que nos autoriza a hacer nuestra la palabra del Apóstol: Nos autem sensum Christi habemus; nosotros tenemos el pensamiento de Cristo (1Co 2, 16)”.
[3] Insegnamenti Paolo VI, vol. VI [1968], 1098-1099.
[4] Juan Pablo II, Catequesis del 8 de agosto de 1984; L’Osservatore Romano, 12 de agosto de 1984, p.3
[5] Juan Pablo II, Catequesis semanal, L’Osservatore Romano, 26 de agosto de 1984, p.3, nº 6.
[6] Fromm, E., El arte de amar, Buenos Aires (1977), 36.
[7] Scott Hahn quiere decir que las Iglesias derivadas de la Reforma sostuvieron hasta el primer cuarto del s. XX lo mismo que enseña la doctrina católica; a partir de los años ’30 aproximadamente abandonaron esa postura declarando lícita la anticoncepción. Sólo la Iglesia católica siguió enseñando esta doctrina impopular pero verdadera [P. Miguel Ángel Fuentes]
[8] Hahn, Scott y Kimberly, Roma, dulce hogar.