Hay muchos que relacionan la palabra castidad con celibato, y en consecuencia piensan que la castidad es exclusiva de las personas que deciden consagrarse, por el motivo que sea, a la vida célibe. En realidad la castidad es para todas las personas, en todos los regímenes de la vida: casados, solteros, célibes, etc., aunque cada uno de modo diverso, según el estado de vida de cada persona[1].
Hay una castidad propia de los que han consagrado su vida en el celibato o la virginidad. Hay otro modo de castidad propio de quienes creen tener vocación al matrimonio pero aún están solteros o se preparan al matrimonio mediante el noviazgo; esta castidad se denomina “castidad simple” o más propiamente “continencia”[2]. A una forma de castidad análoga a estas dos primeras están llamados quienes, por diversos motivos, distintos del deseo de consagrar su vida a Dios o a un ideal sublime, no están (ni tal vez nunca lleguen a estar) en condiciones de formar una familia; ya sea porque nunca encontraron la persona adecuada con la cual casarse, o porque sufren un miedo patológico a comprometerse en una vida de intimidad sentimental o sexual, o bien porque luchan contra alguna desviación sexual; en todos estos casos hay que considerar que, de hecho, se debe plantear como ideal la vida casta. También hay un modo de vivir la castidad que es propio de los esposos, denominado por este motivo “castidad conyugal”. Hay además una castidad propia de las personas que, habiendo realizado su vocación matrimonial, por distintos motivos no pueden ya vivir en este estado (las viudas y los viudos, las personas casadas que se han separado de sus cónyuges). Las normas morales son diversas para unos y otros.
Quienes han ingresado voluntariamente en el estado de virginidad consagrada o de celibato están obligados a vivir la pureza en su forma más elevada, renunciando a todo acto sexual y sensual voluntariamente buscado, y también a todo pensamiento o deseo sexual o sensual. Este régimen de la castidad exige la mortificación de los sentidos externos (vista, tacto, etc.) y de los internos (memoria e imaginación).
La virginidad consiste esencialmente en la continencia perfectamente libre, elegida para toda la vida por motivos morales. Su aspecto material es la integridad de la carne, inmune de toda experiencia venérea (integritas carnis, immunis ab omni experimento venereorum); pero el elemento formal, es el propósito de conservar esta integridad por Dios (propositum servandi huiusmodi integritatem propter Deum)[3].
La virginidad se pierde al desaparecer la integritas carnis, bien por el uso del matrimonio, bien por la comisión de un pecado externo consumado contra la castidad. Los pecados meramente internos y los externos no consumados destruyen el espíritu de la virginidad, pero no la virginidad corporal, de modo que mediante la debida conversión puede seguir existiendo la virginidad en ambos aspectos.
Se entiende que la mera soltería no puede considerarse verdadera virginidad; porque ésta requiere un motivo moral positivo, que es la entrega a Dios y a las obras del reino.
El fin primordial de la virginidad y del celibato es el amor a Dios y a sus cosas o empresas, y no el reputar el matrimonio como algo indigno o abominable (lo que puede suceder en algunas personas, especialmente cuando han sufrido algún tipo de abuso sexual o afectivo durante su infancia). Lo que da valor a la renuncia al matrimonio es aquello que se intenta seguir (no la renuncia sino el seguimiento por el cual se renuncia a algo tan grande y noble como el matrimonio y la familia). Hay personas que son materialmente vírgenes, pero esto no constituye en ellos una virtud sino en la medida en que existe un motivo virtuoso que impulse a la persona a realizar esta elección. No pueden considerarse vírgenes en el sentido cristiano de la palabra quienes se abstienen del matrimonio o de todo acto sexual ya sea por puro egoísmo, o para eludir las cargas que impone una familia, o tal vez para jactarse farisaicamente de la propia integridad corporal. El único motivo legítimo es la misma belleza y santidad de la virginidad. Por eso decía San Agustín: “No alabamos a las vírgenes porque lo son sino por ser vírgenes consagradas a Dios por medio de una piadosa continencia”[4]. Lo mismo afirman Santo Tomás y San Buenaventura: la virginidad no goza de la firmeza propia de la virtud si no nace del voto de conservarla siempre intacta[5].
La virginidad cristiana, además, permite a quien la elige, tender únicamente hacia las cosas divinas, empleando en ellas el alma y el corazón, el querer agradar a Dios en todas las cosas, pensar sólo en Él, consagrarle totalmente cuerpo y alma, a diferencia del casado y de la casada, como explica San Pablo: El que no tiene mujer, anda solícito de las cosas del Señor y en qué ha de agradar a Dios… En cambio, la mujer no casada y la virgen piensan en las cosas del Señor, para ser santas en cuerpo y alma (1Co 7,32.34).
¿Se puede justificar esta elección? Sí, y por muchas razones, entre las que podemos indicar: porque es la forma más elevada de renuncia al mundo, por el valor del servicio y del amor divinos por los cuales se abraza, por la primacía del espíritu sobre el cuerpo, que es resaltado por ella, por la vocación sobrenatural que ella supone. Podemos resumirlas en tres principales:
(a) Lo primero es que constituye una imitación de Jesucristo virgen. San Agustín exhortaba: “Seguid al Cordero, porque es también virginal la carne del Cordero… Con razón lo seguís donde quiera que va con la virginidad de vuestro corazón y de vuestra carne. Pues, ¿qué significa seguir sino imitar?”[6]. “Realmente todos estos discípulos y esposas de Cristo se han abrazado con la virginidad, según San Buenaventura, ‘para conformarse con su Esposo Jesucristo, al cual hace asemejarse la virginidad’”[7].
(b) En segundo lugar, da libertad para servir mejor al Señor. Es una razón secundaria pero no menos importante. “Fácilmente se comprende por qué los que desean consagrarse al divino servicio, abrazan la vida de virginidad como una liberación para más plenamente servir a Dios y contribuir con todas las fuerzas al bien de los prójimos. Para poner algunos ejemplos, ¿de qué manera hubiera podido aquel admirable heraldo de la verdad evangélica, San Francisco Javier, o el misericordioso padre de los pobres, San Vicente de Paúl, o San Juan Bosco, educador asiduo de la juventud, o aquella incansable madre de los emigrados, Santa Francisca Javier Cabrini, sobrellevar tan grandes molestias y trabajos, si hubiesen tenido que atender a las necesidades corporales y espirituales de su cónyuge y de sus hijos?”[8].
(c) Finalmente, da libertad para las elevaciones espirituales a Dios. “El uso del matrimonio impide que el alma se emplee totalmente en el servicio de Dios”[9]. Entendámoslo bien: el matrimonio no es un impedimento para dedicarse a Dios —más aún, los casados deben ocuparse de Dios, a riesgo de fracasar en su vida matrimonial—, pero no podrán tener nunca una dedicación total a las cosas de Dios, pues su corazón está, por principio, dividido, como recuerda San Pablo (cf. 1Co 7).
De aquí que puedan destacarse tantos frutos en la virginidad debidamente llevada por Dios, entre los cuales: las obras de apostolado (uno de los motivos fundamentales para renunciar al matrimonio es precisamente el poder dedicarse al bien del prójimo; de ahí que sean principalmente célibes los que se encargan de muchas de las obras de misericordia: orfanatos, pobres, predicación, misiones, etc.), la oración y penitencia por el prójimo (muchos la abrazan para dedicarse a la oración y penitencia por la conversión de quienes están más alejados de Dios y en riesgo de condenarse por sus pecados); el testimonio de fe (es un acto de fe en la realidad y valor del Reino de los Cielos, por el cual se renuncia al matrimonio en esta vida), el ejemplo atrayente de la virtud (“a la virginidad se atribuye una excelentísima hermosura”, dice Santo Tomás[10]; el ejemplo de la virginidad hace atrayente la virtud a los hombres) y manifiesta la unión de Cristo con su Iglesia (las vírgenes son imagen perfecta de la integridad que une a Cristo con la Iglesia).
Permanecer vírgenes o célibes tiene sus sacrificios. Y estos manifiestan la medida de nuestro amor. A este respecto siempre me gustó la historia del joven José de Anchieta, quien sería el fundador de la ciudad de San Pablo, en Brasil. Después que los franceses se establecieron en Río de Janeiro, en 1555, trabaron amistad con los indios tamoios y comenzaron a hostilizar a los colonos portugueses, llegando la situación a hacer imposible la vida para los portugueses que eran constantemente emboscados, llevados prisioneros y asesinados en medio de cruentas orgías.
El gran misionero jesuita P. Nóbrega, resolvió ir hasta los tamoios para intentar la paz. Era una empresa muy arriesgada y casi temeraria. Escogió como compañero al hermano José Anchieta, joven en quien confiaba enteramente, experto ya en la lengua de los tupis. Anchieta, sin embargo, no era aún ni siquiera diácono. Llegaron a Iperuí y comenzaron los grandes peligros. Pasó el tiempo y las paces no se concluían mientras que crecían los riesgos. Finalmente fue necesario que Nóbrega volviese a San Vicente y esperase allí a los jefes indios que iban a comerciar. Entre tanto, Anchieta quedó como rehén en Iperuí, constantemente amenazado de muerte. Pero una de las cosas que más misteriosas resultaban para aquellos salvajes, era la castidad del gran misionero. Por eso, más aún que el hambre, el frío y las amenazas de muerte, José se vio permanentemente tentado contra esta virtud. Los indios incesantemente le ofrecían y enviaban mujeres para que tentaran su castidad. José Anchieta se encontraba solo, con 29 años, débil, en medio de la selva, sin el consuelo de ser sacerdote, privado de su director espiritual, sin el Santísimo Sacramento y sin confesor. En un arranque de sufrimientos morales hizo voto de escribir toda la vida de la Santísima Virgen en versos latinos, a cambio de que Ella protegiese su virtud y lo mantuviera exento de todo pecado. En ese momento sintió que la Virgen lo había escuchado y tuvo la seguridad de que no pecaría ni moriría sin haber escrito su poema.
A los indios que venían a decirle: “José, hártate de ver el sol, porque tal día te mataremos y comeremos”, él respondía con voz segura: “No me mataréis porque todavía no llegó mi hora”. Su “hora” era el momento en que terminaría el poema.
Comenzó inmediatamente a cumplir su voto. Paseaba por la playa y sin papel ni tinta, componía los versos de memoria. A veces, cuando se trataba de estrofas más difíciles, se agachaba y con el dedo las escribía en la arena. De ahí surgió la leyenda del Poema escrito sobre la arena.
Cuando el Beato Anchieta fue liberado y pudo volver con las paces ya hechas, escribió casi de un tirón, en 1564, el Poema de la Virgen (“De Beata Virgine Dei Matre Maria”) con casi 5800 versos latinos, que son una de las glorias de esa lengua. Alcanzó lo que quería: conservó su castidad; y nos legó esa maravillosa vida de María escrita en delicados versos. Sólo se lamentaba de no haber muerto mártir. Él decía que tal vez no era digno de tanto.
Cuando uno ama la virtud (y especialmente la virtud de la pureza) tiene que estar dispuesto a hacer cosas grandes para luchar por ella.