Práctica de la Iglesia antigua sobre los divorciados vueltos a casar (Gilles Pelland, S.J.)

30-1Nota del Blog: Este estudio, del patrólogo Gilles Pelland, jesuita canadiense, fue incluido originalmente por la Congregación para la Doctrina de la Fe en un libro titulado “Sobre la pastoral de los divorciados vueltos a casar” publicado por la Librería Editora Vaticana en 1998. El autor considera arduo documentar que efectivamente en los primeros siglos se concediera el perdón y se diera la comunión a quien se había separado y vivía en segundas nupcias. Es un escrito que no se puede obviar si se quiere estudiar la cuestión de la praxis de los primeros tiempos de la Iglesia. Lamentablemente en el discurso del cardenal Kasper al Consistorio de los Cardenales, de febrero de 2014, no fue indicado como fuente doctrinal. Probablemente porque sus afirmaciones contradicen la tesis de Kasper.

 

LA PRÁCTICA DE LA IGLESIA ANTIGUA RELATIVA A LOS FIELES DIVORCIADOS VUELTOS A CASARSE

Gilles Pelland, S. J.

 

La Iglesia antigua ha afirmado muy claramente el principio de la indisolubilidad del matrimonio. Innume­rables testimonios recogen la doctrina de los evangelios tal y como se la encuentra en particular en Marcos. Sin equívocos, su contenido es: «quien repudia a la propia mujer y se casa con otra, comete adulterio contra ella; si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio» (Me 10, 11-12)[1]. El problema del que vamos a ocuparnos no es, sin embargo, el mismo: ¿En la práctica, la Iglesia antigua ha aceptado excepciones al principio de la indisolubilidad? Los incisos de Mateo plantean el pro­blema ya en la época del Nuevo Testamento: ¿El adulterio de la esposa autoriza sólo su expulsión o también nuevas nupcias del cónyuge (Mí 5, 31-32; 19,9)?[2]. Es posible pre­guntarse, en modo más general, sin reducir todo el pro­blema al caso único del adulterio de la esposa, cuál ha sido en la práctica la actitud de la Iglesia de los primeros siglos en relación con aquellos, hombres y mujeres, que, después de la separación, ocurrida por cualquier motivo, vivían de hecho con otro cónyuge. Si se hubiese podido, antes de la segunda unión, se les habría recordado, indu­dablemente, las palabras de San Pablo a los Corintios:

«A los casados ordeno, no yo sino el Señor: la mu­jer no se separe del marido; y, si se separa, perma­nezca sin casarse o se reconcilie con el marido; y el marido no repudie a la “mujer”» (1 Cor 7, 10-11).

Pero, ante el «hecho consumado», ¿se ha permanecido siempre intransigente? ¿No ha existido, quizás, a lo largo de los siglos, junto o a pesar de una «tradición severa», una práctica más flexible? El problema planteado en estos térmi­nos se extiende a lo largo de un período muy amplio: desde los orígenes del cristianismo hasta el Concilio de Trento.

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Ante todo es necesario detenerse en los problemas planteados por la interpretación de los incisos de Mateo en la tradición antigua. Estas perícopas han parecido complicadas o ambiguas también a teólogos de prestigio como Hilario y Agustín[3]; todavía lo eran en el siglo xvi para los grandes polemistas como Erasmo[4], Cayetano[5], Ambrosio Catarino y Andrea Alciati[6], aunque resultasen claras para la mayoría. Pedro de Soto, por ejemplo, era categórico:

«Por lo que, si pareciera a alguien esto (= exclusión de nuevo matrimonio después del repudio) motivo de duda o contrario a la costumbre verdadera, hay que decir que ha sido afirmado por definición cierta de la Iglesia, de modo que, acerca de esto, a ningún católico le está permitido dudar»[7].

En el Concilio de Trento, un cierto número de Obispos (incluido el legado papal, Card. Del Monte) se inclinaba a leer en los incisos de Mateo una autorización a volverse a casar, fundándose en textos patrísticos[8]. No faltaron inter­venciones para contestar esa interpretación. ¿Cómo no dudar, por ejemplo, de la autenticidad de un texto de Am­brosio que permitía volverse a casar, mientras en otro lu­gar enseña de modo explícito la más rigurosa indisolubili­dad?[9].

Por lo menos un obispo (Mons. E. Zogby) volvió a abrir este debate en el Concilio Vaticano II[10]; aunque fue rápidamente rebatido por el Card. Journet y desmentido por el Patriarca Máximos IV[11], ¡hechos que no le impidie­ron mantener su posición![12].

La cuestión se ha vuelto a poner sobre el tapete, con mucho ruido, en 1967 por un libro de V. Pospishil, tradu­cido enseguida a muchos idiomas[13]. El contenido del li­bro se podría resumir en las siguientes cinco tesis; tesis que, por otra parte, corresponden a los argumentos fun­damentales propuestos a partir del siglo xvi para mostrar la existencia de una tradición favorable al segundo matri­monio de los cónyuges separados.

  • No existe ningún documento de la Iglesia antigua que excluya claramente las nuevas nupcias en caso de adulterio de la esposa. La severa praxis de los latinos comienza solamente con la reforma gregoriana.
  • El hombre y la mujer no tenían los mismos dere­chos en este tema en la Iglesia antigua.
  • No existe ninguna legislación en el mundo antiguo que haya conocido la separación de los cónyuges sin posi­bilidad de volverse a casar.
  • Los autores cristianos han condenado sin duda el divorcio y sometido los culpables a una penitencia. Pero esto no significa que las segundas nupcias hayan sido anuladas de hecho.
  • Los Padres, preocupados ante todo por el bien de los fíeles, han admitido excepciones a la regla general.

El libro de Pospishil era una obra de divulgación para público culto.

A. Adnès ha podido dar la siguiente valoración:

«… El lector benévolo, que examine los argumen­tos de los autores recientes, según los cuales en la Iglesia antigua se admitían nuevas nupcias después del divor­cio, se quedará con un sentimiento de desilusión y frustración; pues, de hecho, no se aducen más que de­mostraciones deducidas en su mayor parte a partir del argu­mento del silencio o por alusiones implícitas o más bien vagas e inciertas. Como ejemplo se puede citar el enorme apéndice en el que Pospishil recoge y discute “el máximo número de textos posibles”, como él mismo dice, para probar la tesis que expone en el cuerpo de su obra Divorce and Remarriage. Se ve claramente la enorme distancia que hay entre esta tesis y las razo­nes históricas en que supuestamente se apoya»[14].

En los años siguientes, el debate ha sido recogido y per­feccionado sobre bases más científicas, particularmente por J. Moingt[15], J. Noonan[16], C. Munier y todavía más por P. Nautin. H. Crouzel ha dedicado numerosas publicaciones a mostrar que esos análisis son contestables o, al menos, a menudo superficiales[17]. Contestado a su vez de modos di­versos, escribirá más tarde con un dejo de amargura:

«Si (el historiador) se decide a formular correccio­nes en algún punto, no puede apenas esperar que llega­rán al conocimiento del público, primero porque sus ex­plicaciones no agradarán y, sobre todo, porque no serán leídas, pues exigen demasiado esfuerzo para el lector medio e incluso para los autores en cuestión, que no las tienen en cuenta… Apoyados por las filosofías modernas de la “sospecha”, no ven en él más que un apologista… Solamente serían historiadores “objetivos” aquellos cu­yas conclusiones fueran contrarias a la ortodoxia…»[18].

De hecho, la controversia se ha prolongado durante más de quince años en muchas revistas especializadas: Periodica de re canonica, Gregorianum, Bulletin de Littérature Ecclésiastique, Nouvelle Revue Théologique, Science et Esprit, Recherches de Science Religeuse, Revue des Sciences Religeuses, etc.

Después de tantos tesoros de erudición, se ha podido tener la impresión (¡desde luego con razón!) de que de una y otra parte se había ya dicho todo y que a continua­ción no quedaba más que repetirse.

A pesar de todo, la cuestión no deja de volver a aparecer; a veces e incluso a menudo, hay que decirlo, como si nunca hubiese sido estudiada y como si fuese necesario partir in­definidamente de cero. De este modo, no se tiene otra cosa que un diálogo de sordos o más sencillamente un trabajo inútil. En este punto conviene volver a leer el óptimo ensayo de H. Crouzel: Divorce et remariage dans l’Eglise primitive. Quelques réflexions de méthodologie historique[19].

«¿Por qué querer demostrar, por todos los procedi­mientos indirectos y poco valiosos, que la disciplina explicada solamente por el Ambrosiaster sobre el matri­monio de los divorciados corresponde a la práctica de la Iglesia primitiva, cuando todos los demás testimo­nios, entendidos sin esa hermenéutica, se oponen? No se oculta la respuesta: se desea que la Iglesia contem­poránea liberalice su actitud hacia los divorciados vueltos a casar, y algunos no creen posible llegar a ese resultado si no se ha demostrado que la Iglesia primi­tiva actuaba de ese modo»[20].

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I. El nuevo matrimonio que los incisos de Mateo autorizarían

No volveremos a tomar por nuestra parte ese inmenso dossier. Simplemente, recordaremos, a título de ejemplo, algunos casos típicos.

1) El Pastor de Hermas es de la primera mitad del siglo II y constituye el testimonio más antiguo sobre esta cues­tión. El marido, dice, cuya mujer continúa viviendo en adulterio, tiene la obligación de devolverla* (despedirla), pero luego dice «que él permanezca solo (ἐφ’ἑαυτῷ μενέτω)». Si se casa con otra, también él será adúltero. A lo que se añade una prescripción severa: si la culpable se arrepiente y quiere volver a casa, el marido debe recibirla, «porque es necesario acoger al pecador arrepentido, aunque, sin em­bargo, no varias veces (μὴ ἐπὶ πολὺ δὲ). Para los servidores de Dios hay una sola penitencia (μετάνοια ἐστιν μία)[21]. A causa de esta penitencia (διὰ τὴν μετάνοιαν), el marido no debe volverse a casar. La misma praxis es válida para el hombre y para la mujer[22]. Muchos autores han tenido en cuenta sobre todo esta última frase: Si es por motivo de la penitencia por lo que es necesario prohibir las segundas nupcias, entonces, ¿la prohibición sigue siendo válida cuando se ha perdido toda esperanza de conversión? Esto es suficiente para considerar que el Pastor de Hermas ad­mite una excepción al principio de la indisolubilidad. Pero ¿es ésta una conclusión aceptable? El texto manifiesta­mente constituye una especie de paráfrasis de 1 Cor 7, 1 Ο­Ι 1. Parece muy temerario suponer que, a una cuestión se­cundaria que se refiere al pecador endurecido, cuestión de la que no habla, el mismo habría dispuesto en un sentido diferente al texto de San Pablo que le servía de referencia. Tenemos aquí un caso típico de argumento ex silentio.

2) Se cita a menudo un pasaje del Adversus Marcionem de Tertuliano:

«Mientras permanece el matrimonio, casarse es adulterio. De modo que, si prohibió devolver (despedir) a la mu­jer condicionalmente, no lo prohibió completamente, y lo que no se ha prohibido completamente, se per­mite en los casos en los que cesa la causa de prohibi­ción… Tenemos, por tanto, a Cristo afirmando la justi­cia del divorcio…»[23].

Se puede seguir a H. Crouzel para la explicación detallada de este texto que es contradicho por otros de la misma obra[24]. Ante todo es necesario preguntarse si es posible que Tertuliano acepte en el libro IV el segundo matrimonio después del divorcio, cuando lo rechazaba de plano en el libro I, y así seguirá haciéndolo constante­mente a continuación. En particular, ¿esa interpretación es compatible con la evolución del autor, que al pasar al Montanismo ha ido hacia un rigorismo cada vez más ex­tremo? El libro I es ya montanista, ¿es posible creer que, progresando en su rigorismo, haya pasado a una posición más liberal? Es necesario considerar la absurdidad que se le achacaría: una mujer inocente, expulsada por el marido culpable, no podría volver a casarse, mientras que ¡una esposa culpable sería libre de hacerlo!

3) En el Comentario de Orígenes a Mateo se encuentra el siguiente pasaje:

«Contrariamente a la Escritura, algunos jefes de la Iglesia han permitido la segunda boda a una mu­jer cuyo marido estaba vivo. Lo han hecho a pesar de lo que está escrito: “la mujer está obligada mientras vive su marido” (1 Cor 7, 39), y “es necesario conside­rar adúltera a la mujer que se da a otro hombre, mien­tras su marido está vivo” (Rom 7, 3). Ellos, sin em­bargo, no han actuado completamente desprovistas de razón (οὐ μὴν πάντη ἀλόγως). Con verosimilitud, esta debilidad[25] ha sido permitida en consideración de ma­les mayores, contrariamente a la ley primitiva referida por las Escrituras»[26].

Estos obispos no se han limitado de hecho a ser com­prensivos o a cerrar los ojos: han autorizado un nuevo matrimonio. Aunque esa condescendencia no esté com­pletamente desprovista de razón, ya que quería evitar ma­les mayores. Orígenes subraya tres veces que es contraria a la Escritura y añade poco después:

«Del mismo modo en que una mujer es adúltera, aunque aparentemente esté unida a un hombre (κἃν δοκῇ γαμεῖσθαι) mientras está vivo su primer marido, igualmente el hombre que se casa aparentemente (γαμεῖν δοκῶν) con una mujer repudiada, no se casa se­gún la respuesta del Señor: sólo adultera (oὐ γaμεῖ… ὃσον μοιχεύει)»[27].

Esto no anima para nada a creer que comparta el punto de vista de los obispos de los que ha hablado.

Se ha observado que Orígenes no dice nada del cón­yuge inocente en el Comentario bastante minucioso que hace de la perícopa de Mateo. Según J. Moingt, este silen­cio indica que en este caso no se opondría a un segundo matrimonio. Crouzel piensa lo contrario, es decir, que si no existe el problema, significa que el hecho está excluido[28], particu­larmente en razón de lo que enseña formalmente San Pa­blo. ¡Es difícil dar aquí la razón a P. Moingt![29].

4) No faltan textos antiguos que, a primera vista, pare­cen admitir la disolución del vínculo. P. Moingt citaba va­rios:

«Juan Crisóstomo… cuando afirma que el libelo de repudio no destruye el vínculo conyugal, añade no obstante que “la mujer adúltera no es la esposa de na­die”… Compara también el caso del esposo idólatra que la mujer cristiana debe conservar con el de la mu­jer adúltera que debe ser expulsado. ¿Por qué esa dife­rencia de trato? Porque el matrimonio está ya disuelto en el segundo caso… “Después del adulterio el marido ya no es marido”. La mayor parte dicen, siguiendo a Juan, que “el adulterio de la mujer rompe el vínculo del pacto conyugal” (Lactancio), “pone fin al matrimo­nio” (Hilario), etc.»[30].

Si estos autores consideran que el vínculo está roto, ¿no se debería creer que considerasen legítimo un se­gundo matrimonio? Este argumento impresionaba ya a un cierto número de obispos en el Concilio de Trento; pero ¿es necesario leer los textos precisamente de ese modo? Para limitarnos ahora a algún ejemplo[31], Tertu­liano piensa que el repudio «anula el matrimonio como la muerte», pero en un texto del período montanista que ex­cluye las nuevas bodas en cualquier hipótesis[32]. Asterio dice que el matrimonio se rompe por la muerte o por el adulterio, pero en una homilía en la que excluye también la nueva boda de los viudos[33].

Crisóstomo juzga que «la adúltera no es ya mujer de nadie»[34], pero no deja de repetir, en el mismo texto, que la mujer, haga lo que haga, está ligada al marido durante todo el tiempo de su vida. En otro punto dirá que la suerte de la mujer adúltera es menos envidiable que la de la esclava, porque la esclava puede cambiar de dueño, mientras la mujer queda ligada a su marido durante todo el tiempo que viva. En realidad, fórmulas como las que hemos visto no comportaban por sí mismas en la antigüe­dad cristiana el sentido «jurídico» que hoy tendrían para los canonistas. Es necesario juzgarlas una a una según su contexto inmediato o amplio.

5) El canon X del Concilio de Arlés (314) plantea abun­dantes problemas:

«A los que encontraron a sus cónyuges (mujeres) en adulterio, y son jóvenes fieles y les está prohibido casarse, conviene que, en cuanto sea posible, se les dé el consejo de que no reciban otras esposas mientras viva la suya, aunque sea adúltera»*.

Antes de nada observemos que no se trata de un texto que provenga de cualquier sínodo provincial. El Concilio de Arlés reunió obispos venidos de Italia, Galia, Gran Bre­taña, España y África. El Papa envió legados, como hará en Nicea algunos años más tarde. Sus decisiones, por consiguiente, reflejan el pensamiento dominante en la Iglesia de Occidente de aquella época.

Por otra parte, la formulación de nuestro texto es «sorprendente». El Concilio se limita a «desaconsejar» el nuevo matrimonio. En esto hay, hacía notar P. Nautin[35], una bien singular moderación, ¡porque se comienza prohi­biéndolo especialmente a los esposos jóvenes! Petau creía ya necesario, por esta razón, añadir un no en el inciso: «et idem sunt adulescentes fideles et non prohibentur nubere»[36]. Aun corregido así, ¡el canon sigue siendo extraño! Nautin ha propuesto otras correcciones para hacerlo más «inteligi­ble». Se puede pensar, dice, que era necesaria una razón impe­rativa para imponer al Concilio «esta excepcional timidez» (!). Que no se diga que los obispos, previendo que no iban a ser escuchados, tomaron precauciones. ¿Cuándo se ha visto a un Concilio transformar un precepto en consejo, con el pretexto de que encontrará resistencias? Esta grave razón, continúa P. Nautin, no puede ser otra que el logion de Mt 19, 9 en el que Cristo prevé una excepción a la regla general en el caso en que la esposa haya cometido adulte­rio. El Concilio hace alusión a este logion de dos maneras. Como en el texto de Mateo sólo el marido podrá aprove­charse de este privilegio y, por otra parte, la frase conce­siva, «licet adulteris», hace referencia naturalmente a la objeción que podría levantar la proposición principal, los obispos «aconsejan» a los esposos no volverse a casar. De hecho, ¿cómo podrían ir más allá de un «consejo», cuando el Evangelio autoriza en este caso nuevas nupcias?

Después de haber explicado así la frase principal del canon, Nautin trata de resolver los enigmas del párrafo. El análisis crítico sugiere ante todo que el texto ha sido reto­cado de modo torpe. Habría sido mucho más natural es­cribir: «de adulescentibus fidelibus qui conjuges suas in adulterio depraehendunt», mejor que romper el movi­miento de la frase. Además, ¿no es extraño aconsejar es­pecialmente a los «jóvenes» no casarse? Estas incon­gruencias se evitarían poniendo si entre et e idem: «De his qui conjuges suas in adulterio depraehendunt, etsi idem sunt adulescentes fideles…». En cuanto a la fórmula «prohibentur nubere» no se ve porqué el canon comenzaría recordando una prohibición y concluiría con un consejo.

Para evitar esta incongruencia es completamente necesa­rio añadir un non, como sugiere Petau. De este modo se obtendría un texto completo e inteligible:

«De his qui conjuges suas in adulterio depraehendunt,

et (si) idem sunt adulescentes fideles

et (non) prohibentur nubere,

placuit ut, quantum possit, consilium eis detur ne alias uxores,

viventibus uxoribus suis, licet adulteris, accipiant».

 

Siempre es un recurso extremo el deber resignarse a co­rregir un texto sin el apoyo de la tradición manuscrita, como hace Nautin[37]. Por otra parte su reconstrucción su­pone que en aquella época se leía en Mt 19, 9 un permiso para la segunda boda del marido de esposa adúltera. Esto de suyo no se sostiene. Como ha señalado Crouzel[38], es sorprendente que la forma de Mt 19 que conocemos hoy, no esté atesti­guada por ningún ante-niceno. En aquel tiempo se leía Mt 19 como una repetición de Mt 5, 32a, y por tanto sin la mención del segundo matrimonio. Orígenes, que ha via­jado mucho y consultado, es un testigo especialmente sig­nificativo de esta lectura; de hecho, era un «experto» de lo que hoy llamamos «crítica textual». Todos los padres griegos hasta el inicio del siglo V citan el texto como él. La presentación que nos es familiar aparece por primera vez en Occidente hacia la mitad del siglo IV. «Se puede, por tanto, pensar que el texto primitivo de Mt 19, 9 reprodu­cía Mt 5, 32a y que la mención de segundo matrimonio provenga de una contaminación fortuita con Mc 10, 11. Por ello, no está del todo probado que los Padres de Arlés leían Mt 19, 9 en su forma actual, la única que les podría haber hecho creer que el Evangelio permite un segundo matrimonio a un marido separado de su esposa adúltera»[39]. «Todavía está menos probado, añade Crouzel, que, si los Padres en cuestión leían este texto en su forma actual, habrían sacado esa conclusión» ¿Cómo se com­prende entonces el canon del Concilio, si no se pretende corregir la tradición manuscrita?

«Hay que hacer notar primero que el concilio no pretende legislar en este canon sobre el matrimonio. La prohibición de volver a casarse, incluso en el caso de adulterio de la mujer, está considerada como una regla que es impuesta, tal y como lo recuerda breve, pero muy claramente, la segunda parte del inciso “et prohibentur nubere”.

El canon ha sido dictado para prescribir una regla de conducta pastoral para una categoría de fieles en peligro de ponerse en situación irregular. Se trata de jóvenes (adulescentes) que sorprenden a su mujer en delito de adulterio y que, después de haberla despe­dido, corren el riesgo de tomar otra mujer, aunque el matrimonio les esté prohibido.

El concilio no tiene el punto de mira en las sancio­nes en que podrían incurrir esos delincuentes. Lo que preocupa aquí a los obispos es el peligro en que se en­cuentran los jóvenes de los que se acaba de hablar. Es preciso hacer cualquier cosa para evitar que sucum­ban a la tentación ante la que están: mediante conse­jos apropiados es preciso insistir, en la medida que se pueda, para que se mantengan bien mientras su es­posa esté en vida, incluso si es adúltera. Hay que notar el carácter pastoral de esta prescripción, pues se trata de una prescripción (placuit).

… Sería deseable una redacción más cuidada y me­jor elaborada, en lugar del estilo hablado y algo elíp­tico… No hay, sin embargo, que extrañarse excesiva­mente de ese estilo: se le encuentra en algunos otros cánones de este concilio… He aquí cómo yo propongo que hay que entender el canon tal y como los manus­critos nos lo traen:

“En el tema de los que sorprenden a su esposa en de­lito de adulterio -nos referimos al caso de los fieles toda­vía jóvenes a los que está prohibido volverse a casar-, se ha decidido que, mediante consejos tan imperativos como sea posible, es necesario animarlos a no tomar otra mujer, mientras viva su esposa, aunque ésta sea adúltera”»[40].

6) San Basilio es considerado también un testimonio de la aceptación de las segundas nupcias después del di­vorcio entre los autores antiguos. Se hace referencia a un extracto de la carta 188 al Obispo de Iconio (extracto que se ha convertido en el canon 9 en la codificación poste­rior):

«La respuesta del Señor, según la lógica del pensa­miento, se aplica por igual a los hombres y a las muje­res: no les está permitido abandonar la vida conyugal fuera del motivo de adulterio. Pero la costumbre no la entiende así: de hecho, en el caso de las mujeres, encon­tramos mucha precisión… La costumbre ordena a las mujeres conservar los maridos adúlteros y que viven en la fornicación. De modo que aquella que vive con un marido abandonado, yo no sé si se puede considerar adúltera. Porque la acusación tocará entonces a aquella ha despedido a su marido por cualquier razón que haya tenido para alejarle de ella… (La mujer) que abandona es adúltera si tiene otro hombre. Quien ha sido abando­nado es excusable y la que vive con él no está conde­nada».

¿Cuál es el contexto? El obispo de Iconio ha preguntado a San Basilio cómo era conveniente actuar en un cierto nú­mero de situaciones delicadas. Como respuesta, San Basi­lio expone los usos penitenciales que se utilizan en la Igle­sia de Capadocia. No se trata tanto de textos jurídicos minuciosamente redactados, sino más bien de cartas que se refieren a casos particulares. «Basilio, hace notar el P. Crouzel, toma en consideración el caso singular que le ha sido ex­puesto. Esto explica algunas contradicciones, al menos aparentes, y también la indulgencia manifestada por cier­tas razones con referencia a esa falta, sin que cese de ser falta: lo que parece no ser sancionado, no está necesaria­mente permitido»[41].

Es conveniente añadir, con F. Cayré, que el objeto pro­pio de estos documentos, como hace notar San Basilio en la carta 217, es determinar la pena debida a ciertas faltas.

Hay algo que llama la atención al primer golpe de vista: no se trata igual a la mujer que al hombre. El bene­ficio de los incisos sirve sólo para el marido; la esposa de­berá soportar todo, sin poder volver a tomar su libertad, como hace el hombre. Esto es ir contra la lógica de las pa­labras de Cristo. Basilio lo remarca: «De todo esto no es fácil dar la razón, pero la costumbre ha prevalecido así»…

Será útil conocer el resto de la carta 188 antes de pre­cisar el alcance de la parte que nos interesa. El canon 48 prohíbe netamente casarse a la mujer abandonada por su marido. La formulación del canon 35 es menos clara a propósito del marido abandonado por su mujer. Si ésta se ha ido sin motivo, el marido no es responsable y podrá ser admitido a la comunión. ¿Significa esto que, como no es responsable de la conducta de la mujer, el marido ha po­dido tomar esposa después? El texto no lo dice. El canon 46 considera el caso de una mujer que, sin saberlo, se ha casado con el hombre abandonado por su mujer. Si ésta vuelve, la segunda «esposa» es devuelta (despedida). Ella ignoraba la situación de su «marido», subjetivamente no es, por tanto, culpable de fornicación. Como, por otra parte, no había matrimonio, nada le impide ahora casarse con otro hombre.

Volvamos ahora al canon 9. Las frases que nos inte­resan especialmente se presentan más bien como consecuencias que Basilio cree que debe extraer. Por otra parte se le presentan difíciles: «yo no sé si puede…». ¿Cuáles son esas consecuencias? El marido abandonado es excu­sable: «y la que vive con él» no está condenada. ¿De qué es excusable el marido abandonado? ¿De haber sido sepa­rado por su mujer? Esto significa que él no sería considerado responsable de la conducta culpable de su mujer. Esta interpretación coincide con la que nosotros hemos mencionado antes a propósito del canon 35. Se puede en­tender también que se le excusa de haberse vuelto a casar, del mismo modo que la mujer «que vive con él» no está condenada. En tal hipótesis conviene señalar que esa mu­jer no es calificada de esposa: «ella vive con él». ¡No se ha­blaría de otra forma de una concubina! La misma expre­sión se repite, además, inmediatamente después para referirse a una mujer culpable. No se ha dicho, por tanto, que ella esté sin culpa. Basilio da a entender lo contrario: «no está condenada», en otras palabras, en su caso, es ne­cesario usar la indulgencia.

Crouzel insiste, como F. Cayré, sobre el paralelismo de los cánones 9 y 46 para llegar a clarificar los textos. Ob­jetivamente, la mujer del canon 46 ha fornicado uniéndose a un hombre ya casado, pero subjetivamente no la podemos reprochar, porque ella lo ignoraba. La mujer del canon 9, por su parte, no lo ignoraba: se hablará por tanto a fortiori de culpa objetiva. Igualmente la mujer del canon 46 podrá casarse con otro después de haber sido «devuelta», ya que su primera unión no era matrimonio. Esto vale también para la mujer del canon 9, que también está unida a un hombre abandonado. ¿Por qué suponer que hay matrimo­nio en un caso (can. 9) y no en el otro (can. 46)?

En pocas palabras, no está claro que el canon 9 auto­rice el segundo matrimonio de un hombre abandonado por su mujer. Una lectura atenta de los textos sugiere sólo que se tiene hacia ella una cierta indulgencia: no se la so­meterá a penitencia, como si estuviese sin atenuantes. Esta in­terpretación tiene la gran ventaja de no poner a Basilio en contradicción con lo que enseña en Moralia:

«No está permitido a quien ha devuelto (despedido) a su mujer casarse con otra, ni a quien ha sido repudiada por su marido casarse con otro»[42].

Sigue el texto de Mt 19, 9. Todo segundo matrimonio queda de este modo descartado. Lo cual queda confirmado por su severidad con las segundas nup­cias después de la viudez (cánones 4, 24, 41, 50, 53, 80).

 

II. La absolución de los «divorciados vueltos a casarse»

Conviene señalar aparte la obra de G. Cereti[43], que ha dado un nuevo impulso al debate, al separarlo netamente de la sola interpretación de los incisos de Mateo. Esta obra se puede sintetizar en tres puntos fundamentales.

  • La Iglesia antigua ha considerado que un segundo matrimonio, después del repudio ilegítimo, era un pecado grave, pero eso no significa que considerase ese matrimo­nio «inválido». De hecho la Iglesia no conocía un ordo canonicus: «la disciplina penitencial es la única disciplina eclesial relativa al matrimonio que se encuentra a lo largo de esos siglos»[44]. Los cristianos simplemente se sometían a las condiciones ordinarias del derecho civil a la hora de contraer matrimonio. «En el curso de esos siglos, el matrimonio era regulado práctica­mente por la costumbre y el derecho civil; la Iglesia reco­nocía plenamente la competencia de la sociedad civil en ese campo»[45]. Solamente al final del primer milenio, la Iglesia, por razones de orden sociológico e histórico (y no teológico), ha instituido instancias de jurisdicción propias.
  • La condición jurídica de la separación de los espo­sos que excluía las segundas nupcias era desconocida en el derecho antiguo. El repudio implicaba de por sí la li­bertad de tomar otro cónyuge; por este motivo se trataba a los esposos divorciados como adúlteros(«… se daba por descontado el paso a una nueva unión»), es decir, como pecadores. Pero este pecado no ha sido considerado im­perdonable y no ha necesitado la separación antes de dar la absolución: «una exigencia de ese tipo habría apare­cido, no sólo prácticamente irrealizable en la casi totali­dad de los casos, sino incluso inconcebible y contraria a la ley, dada la mentalidad de la época»[46].
  • Sin embargo, el marido que «devolvía» (despedía) a su mujer culpable no entraba en esa categoría. Se consideraba que los incisos de Mateo se lo permitían; ningún Concilio, ningún autor antiguo señala sanciones contra él. El ca­non X del Concilio de Arlés, habla al máximo de «consejo para darle».

La tranquila seguridad de G. Cereti, fundada sobre un copioso aparato científico, podría engañar. Es necesario ver las cosas de cerca. Si se estaba todavía perplejos ante los testigos tomados una y otra vez en esta discusión, como los que hemos citado antes (Pastor de Her­mas, Orígenes, Basilio, Concilio de Arlés, etc.), se seguirá estándolo después de haber leído este libro. Insistamos sólo sobre algunos puntos, que no hemos considerado hasta ahora.

Sería anacrónico, juzga con razón G. Cereti, buscar en la Iglesia antigua un ordo canonicus en el sentido mo­derno del término. Todo el mundo está de acuerdo en eso. ¿Pero se debe pensar, por tanto, que la Iglesia considerase casados por el mecanismo del hecho consumado a quienes estaban unidos por una unión que consideraba ilegítima? Lo menos que se puede decir es que la demostración no es convincente. En particular es en exceso «discreta» en el uso de uno de los textos clásicos de Orígenes que hemos citado más arriba:

«Del mismo modo que la mujer es adúltera, aun­que en apariencia esté unida a un hombre, mientras vive su primer marido, igualmente el hombre que se casa en apariencia con una repudiada, no se casa de ningún modo, si no que, de acuerdo con la respuesta del Señor, comete un adulterio»[47].

Orígenes, que no razona como canonista, sin embargo ve la diferencia entre un matrimonio aparente (una “unión”) y un matrimonio real. Por citar otro ejemplo, Basi­lio de Cesarea distingue muy bien los dos casos: «La “porneia” no es matrimonio, ni siquiera el inicio de un matri­monio…»[48].

Se nos dice que los cristianos simplemente seguían las disposiciones del derecho civil. Puesto que éste no conocía la separación sin nuevo matrimonio, lo mismo debía suce­der entre los cristianos. Por consiguiente, cada vez que se habla de separación en los textos antiguos, es necesario entender la efectiva rotura del vínculo con la autorización para otra unión. Contra esta tesis se podría recordar, entre otros testimonios, y a título de ejemplo, la decisión del Papa Calixto que permitía el matrimonio de una persona libre con una esclava, contrariamente a lo dispuesto en la ley civil[49]. De hecho muchos testigos contraponen expresa­mente el modo cristiano de concebir el matrimonio y “el de la gente de fuera”. «No vengáis a leerme disposiciones ema­nadas por la gente de fuera, escribe San Juan Crisóstomo, porque Dios no juzgará según esas leyes, sino según las que ha sancionado él mismo»[50]. Lo mismo Gregorio Nacianceno: «El repudio es completamente contrario a nues­tras leyes, aunque los romanos piensen de otro modo»[51]. Ahora bien, la ley de Dios no solamente prohíbe el repu­dio: prescribe a los «separados» que deben «permanecer solos»[52]. Desde el punto sustancial la Iglesia consideraba que era Dios quien unía a los esposos. Su unión no se refiere por tanto, como para los romanos, a un contrato revocable.

¿Cuál era, por tanto, en la práctica, según G. Cereti, la actitud de la Iglesia en relación con «los divorciados vuel­tos a casar»? Les imponía una penitencia, como por una culpa grave, pero no les obligaba a romper la segunda unión[53]. Además el marido que había repudiado una es­posa culpable podía volverse a casar sin ser sometido a la penitencia. En la disciplina antigua, en efecto, en razón de los incisos de Mateo, no había igualdad entre el hom­bre y la mujer a este respecto. Hacemos notar, sin embargo, que esa igualdad era frecuentemente afirmada: así el Pastor de Hermas, Gregorio Nacianceno, Crisóstomo, Teodoreto, Zenón de Verona, Ambrosio, Agustín, etc.; ha­ciendo de este modo suya la doctrina explícita de 1 Cor.

Detengámonos especialmente sobre uno de los puntos principales del libro de G. Cereti[54]: la interpretación del canon 8 del Concilio de Nicea.

«En cuanto a quienes se definen a sí mismos como puros, el Gran Concilio decide que, si quieren entrar en la Iglesia católica y apostólica, se les debe imponer las manos y a continuación serán miembros del clero. Pero antes de nada prometerán por escrito confor­marse a las enseñanzas de la Iglesia católica y apostó­lica y hacer de ellas la regla de su conducta, es decir, deberán estar en comunión (κοινωνεῖν) con quienes se han casado en segundas nupcias (δίγαμοι) y con quie­nes han flaqueado durante la persecución, pero que hacen penitencia por su pecado»[55].

Para Cereti, éste es un testimonio claro: el Concilio de Nicea prescribe a esos heréticos restablecer la comunión con los δίγαμοι, es decir, con «divorciados vueltos a ca­sar». Sin embargo, ¡nada es menos cierto! ¿De quién ha­bla el canon de Nicea? De los novacianos. ¿Qué decían és­tos? Una sola fuente antigua nos permite precisarlo: un párrafo del Panarion de Epifanio (Herejías 59):

«Pero está permitido (en lo que se refiere) a los lai­cos, tolerar eso (= el segundo matrimonio) a causa de su debilidad y permitir a quienes no pueden con­tentarse con su primera esposa, unirse a una segunda después de la muerte de la primera. Ciertamente quien haya tenido solamente una esposa es más ala­bado y honrado entre los miembros de la Iglesia».

Es necesario tener el texto griego a la vista para com­prender la lógica de la argumentación. Citamos la edición de Holl en el Corpus de Berlín y la de Petau (que conserva el texto de los manuscritos):

 

HOLLτὸν δὲ μὴ δυνηθέντα

τῇ μίᾷ ἀρκεσθῆναι

τελευτησάσῃ

ἓνεκεν

τινος προφάσεως

ἤ πορνείας

ἤ μοιχείας

ἄλλης αἰτίας

χωρισμοῦ γενομένου

συναφθέντα δευτέρᾳ

γυναικὶ

γυναῖκα δευτέρῳ ἀνδρί

οὐκ αἰτιαται

ὁ θεῖος λόγος…

PETAU et mss. ὁ δὲ μὴ δυνηθεὶς

τῇ μίᾷ ἀρκεσθῆναι

τελευτησάσῃ

 

ἓνεκεν

τινος προφάσεως

ἤ πορνείας

ἤ μοιχείας

κακῆς αἰτίας

χωρισμοῦ γενομένου

συναφθέντα δευτέρᾳ

γυναικὶ

ἤ γυνὴ δευτέρῳ ἀνδρί

οὐκ αἰτιαται

ὁ θεῖος λόγος…

Traducción española

Sin embargo aquel que no

ha podido contentarse con

una sola que ha muerto

(o)

que, por

algún motivo

de fornicación,

de adulterio,

o por otra causa,

cuando la separación ha tenido lugar

se ha unido a una segunda

mujer

o una mujer a un segundo marido

no lo acusa en absoluto

la Palabra divina.

 

El autor escribe el griego de un modo muy descuidado, lo cual complica mucho la tarea de los traductores y de los editores. De hecho, la edición de Holl comporta tres co­rrecciones y un añadido a la tradición manuscrita. Lo más grave se refiere al añadido. Al agregar ἤ después de τελευτησάσῃ, modificaba radicalmente el sentido de la perícopa. La frase significa ahora que además del caso de un viudo o una viuda, se agrega el caso de quien está en grave peligro de caer en la fornicación o el adulterio, o también, en modo general, «por otra causa». Esto amplía mucho las circunstancias, hasta el punto que hace inverosímil el texto de Epifanio. Si se conserva la lectura de los manus­critos, -como hacía Petau y como se encuentra, después de él, en el Migne-, el sentido aparece por el contrario del todo satisfactorio y, sobre todo, se adecúa al contexto. En efecto, el error de los Novacianos se refería a los siguientes puntos: 1) re­chazo a readmitir a los apóstatas en la Iglesia por medio de la penitencia; 2) rechazo de la comunión a los bautiza­dos que se han vuelto a casar después del bautismo. Epifa­nio distingue al respecto el caso de los clérigos: ellos no están au­torizados a volver a casarse después de la muerte de su mujer.

Pero, añade, éste no es el caso de los laicos. Viene entonces el texto que estamos discutiendo, que no hace otra cosa, en definitiva, que retomar lo que San Pablo decía: «Si no saben domi­narse, que se casen: es mejor casarse que abrasarse…» (1 Cor 7, 8-9)[56]. Las citas que hace Epifanio de la «Palabra divina» (…οὐκ αἰτιαται ὁ θεῖος λόγος) en nuestro con­texto, muestran bien que se trata de 1 Tim 5, 14 (Pablo habla ahí de viudas jóvenes) y de 1 Cor 5, 1-5 (un matrimonio prohibido por los impedimentos de Lev 9, pero nada nos permite ver allí un matrimonio contraído, en estas circunstan­cias, mientras está vivo su padre)[57]. El análisis de los de­más pasajes del mismo capítulo a propósito de los que se han vuelto a casar (δίγαμοι) confirma ulteriormente, si hubiese necesidad, que Epifanio está pensando en los viudos y no en los divorciados vueltos a casar[58].

*     *     *

Es oportuno recordar el argumento tomado con fre­cuencia de las costumbres de los orientales. A este propó­sito, nos referiremos al excelente estudio de L. Bressan[59].

Los orientales nunca han puesto en duda el principio de la indisolubilidad; tanto para ellos, como para los lati­nos, está claro que el vínculo conyugal no debe ser roto. Pero ellos han pensado que, desgraciadamente, esto puede suceder después de un pecado. Este será el sentido que da­rán a menudo a los incisos de Mateo. Por tanto, alineán­dose más o menos a la legislación civil, asimilarán poco a poco un cierto número de casos al adulterio o a la muerte del cónyuge. Con el tiempo, especialmente a partir del si­glo XII, la interpretación de los logia evangélicos será siempre más amplia, la práctica siempre más liberal, a pesar de la intervención resuelta y valiente de los patriar­cas en diversas circunstancias. Esta tendencia se acen­tuará a la mitad del siglo XVI. Un buen número de motivos para volverse a casar se añadirán a aquellos que eran co­múnmente admitidos hasta entonces: una enfermedad crónica grave, una fuerte incompatibilidad de carácter, una condena infamante, el abandono del techo conyugal durante tres años, etc. La legislación actual está en la misma línea, al menos si se acepta la presentación que hace P. Evdokimov de las causas de anulación: «la muerte de la materia misma del sacramento del amor con el adul­terio; la muerte religiosa con la apostasía; la muerte civil con la condena; la muerte física con la ausencia»[60].

No hubo un debate entre las dos Iglesias sobre este tema durante los primeros siglos: la práctica era la misma. Las divergencias permanecerán durante largo tiempo inadvertidas, también en el curso de las polémicas que enfrentaron a griegos y latinos, tanto antes como des­pués del cisma de Focio. Esto puede significar dos cosas: que había poca o ninguna divergencia o que eran todavía poco conocidas. Las controversias comenzarán sólo a partir del siglo XII. Los teólogos y canonistas latinos designarán cada vez más la práctica de los griegos como un abuso, pero sin hablar de herejía, o sin considerar tampoco sus usos como uno de los obstáculos relevantes para la unión de las Iglesias. Algunos habrían estado dispuestos incluso a la tolerancia, dado que no se trataba más que de una cuestión disciplinar. Sin embargo, el Magisterio ha expresado, a me­nudo y claramente, que no aceptaba el modo de ver y hacer de los orientales, en particular exigiendo una completa su­misión en las profesiones de fe que se ofrecían a las Iglesias que querían restablecer la comunión con Roma. En reali­dad antes del 1500, sólo Honorio III (1228 y 1222) y Cle­mente VI (¿1350?) han intervenido en modo explícito a pro­pósito del divorcio en las comunidades de rito oriental. Sorprenden algunos silencios. Inocencio III (1215), tan fir­memente opuesto a cualquier compromiso sobre la indisolubilidad, no menciona la legislación sobre el divorcio en una carta dirigida a los Maronitas a propósito de los «usos orientales». Inocencio IV (1254) tampoco habla en una lista de ritos que hay que corregir, dirigida a los griegos de Chi­pre, aunque sí trata de la licitud del matrimonio después de la muerte del cónyuge. Después del 1500, las intervenciones pontificias serán más numerosas. La más importante es la de Clemente VIII (Perbrevis Instructio, 1596), dirigida a los obispos que tienen en sus diócesis fieles de rito griego: «Di­rimir el matrimonio entre cónyuges griegos, que es divorcio en cuanto al vínculo, no se puede permitir en ningún modo, ni sufrir, y si proceden de hecho, se debe declarar nulo y acto inválido»[61].

Son, sobre todo, las Congregaciones romanas (Propa­ganda y Santo Oficio) las que han sido llamadas a interve­nir en esta materia. Conviene leer en particular la relación detallada de L. Bressan sobre la instrucción Difficile dictu (1850) y la carta de Pío IX (Verbis exprimere, 1859) a pro­pósito de la cuestión de la Iglesia de Rumania (1856-1872)[62]. El Papa recuerda el deber de enseñar a los fieles el carácter muy estricto de la indisolubilidad del matrimonio ratum et consumatum y precisa, a propósito de la cues­tión que le había sido propuesta:

«Por vuestra sabiduría claramente entendéis, Ve­nerables Hermanos, cómo en un asunto de tanta im­portancia cualquier género de dificultades, si se die­ran, han de ser completamente vencidas con toda paciencia y doctrina, ya que se trata de la verdad cató­lica divinamente revelada, que todos los hijos de la Iglesia están obligados a confesar y guardar»[63].

  1. Bressan no ha expuesto otras intervenciones pontifi­cias explícitas después de Pío IX[64]. De hecho se podría citar todavía un párrafo de la encíclica Arcanum de León XIII.

III. Casos de «indulgencia»

No se debería creer, después de todo lo que precede, que el dossier de los «divorciados vueltos a casar» no pre­senta alguna oscuridad o incertidumbre[65]. El Papa San León, a quien se pedía resolver el caso patético de un pri­sionero de guerra desaparecido por largo tiempo, que vuelve y encuentra a su mujer casada, se pronuncia del si­guiente modo:

«Lo cual, si se mantiene y se guarda en las propie­dades o en los campos e incluso en las casas y posesio­nes, cuánto más habrá de hacerse en el caso de la reunión de los cónyuges, para que lo que la necesidad de la guerra turbó sea reformado mediante el remedio de la paz. En consecuencia, si los varones, vueltos a casa tras larga cautividad, perseve­ran de tal modo en el amor a sus esposas que desean volver a su matrimonio, entonces se ha de restituir aquello que la misma fidelidad postula»[66].

El Papa admite, por consiguiente, que el primer ma­rido pueda entonces voluntariamente ponerse a un lado y renunciar a sus derechos. Es preciso reconocer que el caso de conciencia era difícil y también que San León ha ido mucho más allá de lo que permitiría la legislación ac­tual. Su respuesta, observa Crouzel, «manifiesta la volun­tad de no urgir de una manera demasiado estrecha todas las consecuencias de la doctrina»[67].

Para la alta Edad Media la tarea no ha sido fácil, por un lado, porque las leyes admitían muy ampliamente el divorcio, también sencillamente por consenso mutuo; por el otro, porque muchos puntos fundamentales de la legislación no estaban todavía fijados en lo que concierne al punto de «no retorno» en la unión de los cónyuges. Como todos saben, la doctrina de la indisolubilidad absoluta por el hecho del «ratum et consumatum» se ha impuesto sola­mente después de largos debates. Los pastores no podían dejar de estar molestos por el dilema en que se encontraban: imposible ignorar la tradición cristiana y la Escri­tura autorizando la despedida y el segundo matrimonio; imposible también, en la práctica, permitir sólo la despedida sin obligar a los cónyuges a una vida de pecado; im­posible, en último lugar, forzar al esposo inocente a vivir con la esposa pecadora ignorando los preceptos de la Escritura (y ¡también de la ley civil!). ¿Qué hacer?

Casi siempre los concilios o los sínodos se refieren con fuerza a la ley evangélica y castigan a los transgresores con las más severas penas. Algunos parecen más liberales, por ejemplo, el caso particular del sínodo de Verberie (735?) y de Compiègne (757). En Verberie se admite expresamente el segundo matrimonio del marido cuya mujer hubiese in­tentado matarlo; también cuando uno de los cónyuges ha caído en la esclavitud; e incluso en el caso del marido obli­gado a dejar para siempre la región en la que vive, sin que la mujer quiera seguirlo. En Compiègne se permite el se­gundo matrimonio del esposo o de la esposa que ha autori­zado a su cónyuge a entrar en un monasterio; igualmente en el caso de que uno de los cónyuges coja la lepra, con la condición de que el enfermo consienta.

Estos dos concilios no representan la opinión común de la Iglesia de la época. Es preciso preguntarse también por la autoridad de los cánones que nos han legado. En los dos casos parece que el clero haya sido obligado a hacer concesiones por la mayoría laica, que deseaba alinear en la medida de lo posible el divorcio eclesiástico al civil. ¿Los acuerdos a los que se ha llegado superan verdadera­mente el estatuto de disposiciones reales? En el caso de Verbe­rie, ¡nos hemos preguntado si se trataba de algo más que del proyecto de un clérigo preparando el concilio de Compiègne!… El canon 18, además, va acompañado de una mención elocuente: «Hoc Ecclesia non recipit». Es decir, no se puede dar gran peso a estos textos, tan manifiesta­mente contrarios a tantos otros.

Es preciso examinar aparte una declaración de Grego­rio II[68]. En una carta a San Bonifacio, en el 726, el Papa trata el caso de una mujer enferma que no podía dar a su marido «el deber conyugal». En línea de principio, dice, el marido ha de seguir teniendo a su esposa; pero eso exige un cierto heroísmo, de modo que «quien no pueda contenerse, mejor que se case: sin embargo no quite la ayuda material que la enfermedad necesita, para no incurrir en una culpa detestable»[69]. Esta opinión figu­rará en el Decreto y en la Panormia de Yves de Chartres, y también en Graciano. Es comprensible que haya repre­sentado una dificultad para los canonistas posteriores. En realidad, se conocen muy mal los detalles de esa historia. ¿Se trata de un caso de tolerancia análogo al del Papa San León sobre el prisionero que vuelve o sencillamente de una «impotencia antecedente» de la mujer? Ordinaria­mente se ha interpretado como un caso de tolerancia; ésa es la opinión de Graciano, que juzga el asunto de un modo severo: «Gregorio es contrario a los sagrados cáno­nes e incluso a la doctrina evangélica y apostólica». De cualquier modo, en otras circunstancias, Gregorio no ha dejado duda alguna sobre la doctrina de la indisolubili­dad más estrecha -lo que no nos autoriza a considerarlo li­beral en esta materia-. Conviene también recordar la acti­tud que tomará San Bonifacio algunos años más tarde. Se puede pensar que ahí se encuentra un comentario a la respuesta que había recibido de Roma:

«Advierta cada presbítero públicamente a la plebe… que el matrimonio legítimo en ningún caso se puede separar, excepto por causa de fornicación, a no ser con el consenso de ambos y esto para el servicio de Dios»[70].

El decreto de Graciano refiere otro caso de tolerancia, esta vez del Papa Zacarías, hacia el año 750. Un hombre ha tenido relaciones sexuales con su cuñada. Los dos cul­pables se ven privados para siempre de las relaciones conyugales y son condenados a hacer penitencia hasta su muerte. Si lo desea, la esposa inocente podrá casarse con quien quiera. La autenticidad de este texto no está exenta de cualquier sospecha. De hecho, el Papa Zacarías ha sido muy firme en diversas ocasiones sobre la indisolubilidad. Este texto parecería venir, en realidad, de un penitencial, introducido en el decreto de Burchard y transmitido desde allí hasta Graciano.

El concilio de Tribur, a fines del siglo siguiente (895), fue de algún modo un concilio nacional para Alemania. Por tanto, las decisiones que fueron tomadas revisten una importancia particular. Se trata, entre otras cosas, del caso de la esposa que ha cometido adulterio con su cu­ñado, mientras el marido estaba enfermo. Ante todo se muestran muy severos; el canon 41 le prohíbe toda vida conyugal, tanto con su marido legítimo, como con su cu­ñado. Bien comprendido: ese rigor no podrá dejar de po­ner «en la mayoría de los casos» (!) graves dificultades prácticas… Por ello se añade con prudencia…:

«Ya que la humana fragilidad es proclive a caer, conviene afianzarla para que esté firme. De ahí que el obispo, teniendo presente la flaqueza de sus almas, tras realizar la penitencia que él haya establecido, si no pueden vivir en continencia, deles el consuelo del legítimo matrimonio, no vaya a ser que mientras se abriga la esperanza de que se alcen a cosas más altas, se vayan a derrumbar en el cieno»[71].

El texto, así redactado, dice sencillamente que la es­posa, a pesar de su pecado, podrá volver a su legítimo ma­rido (legitimo consoletur matrimonio). Réginon de Prüm nos ha transmitido el decreto en un modo más breve:

«Teniendo en cuenta su flaqueza (imbellicitas), otórgueseles la misericordia de acceder al matrimonio, pero sola­mente en el Señor…».

El sentido de la lectio brevior es quizá menos claro in­mediatamente. En su análisis parecería difícil hacerle de­cir cosas diferentes del texto largo. Sin embargo, algunos han creído ver en él la autorización a un segundo matri­monio de la esposa adúltera con su cuñado. Esta tradi­ción, por la vía del decreto de Graciano, encontrará toda­vía ecos en el concilio de Trento.

Se habría podido sacar partido, y no se ha hecho, de los textos sinodales que se inspiraban de cerca en la fórmula de Mt 19,9 y, por consiguiente, dejan espa­cio a la misma ambigüedad:

«Igualmente decretamos que ningún laico tome por esposa a una mujer consagrada a Dios, ni pariente suya, ni que uno tome por esposa a una mujer, es­tando el marido de ésta aún vivo, ni que una mujer tome por esposo a uno, viviendo aún su marido; por­que el marido no debe despedir a su mujer, salvo que se la haya encontrado incursa en fornicación. Excep­tuada la causa de fornicación, a nadie le es lícito aban­donar a su mujer y unirse después carnalmente a otra: de otro modo, conviene al transgresor el primer matri­monio. Decretamos también que quienes despiden a sus legítimas esposas, sin culpa de fornicación, no to­men otras, estando aún vivas las primeras, y que las mujeres no tomen varones, sino que se reconcilien mutuamente»[72].

¿Significa esto quizá que el nuevo matrimonio será permitido si uno de los cónyuges ha cometido adulterio? Bien entendido, el problema es entender si la condición se aplica sólo a despedir al esposo o esposa culpable. Este es el sentido que sugiere fuertemente la construcción de la frase en los tres casos. Un cuarto nos pone el mismo problema:

«Todo aquel que…, sin el juicio del obispo, despide a su esposa y se casa o se haya casado con otra: reconózcase excluido del Cuerpo y la Sangre del Señor, hasta que se entregue fructuosamente a penitencia»[73].

¿Tendría, por tanto, la sentencia del obispo el efecto de autorizar un nuevo matrimonio? Más bien parece que el canon recuerda la obligación de obtener su permiso antes de poder repudiar legítimamente, lo cual se ve confirmado por el gran número de decretos de la época que excluyen sin equívoco el nuevo matrimonio en esas condiciones o en condiciones análogas.

Hemos dejado los penitenciales a un lado. Su autoridad es en la mayor parte de los casos nula (y con mayor razón cuando son obra de uno solo). Los desacuerdos con la doctrina en vigor son manifiestos, las «tarifas» contradictorias. En par­ticular, su modo de regular el matrimonio se adapta a nu­merosas excepciones concernientes la indisolubilidad. La reforma carolingia no llegará a eliminar estas colecciones. De modo que terminarán proporcionando un buen número de textos a las grandes co­lecciones canónicas, como los Libri de synodalibus causis de Réginon de Prüm. De ese modo ejercerán durante largo tiempo una influencia real, incluso allí donde la indisolubilidad era afirmada expresamente[74]. En el mismo caso está el decreto de Burchardo de Worms que corrige un texto para eliminar la autoriza­ción a un segundo matrimonio en conformidad con sus de­claraciones de principio, pero que, sin embargo, se mues­tra indulgente en muchas otras circunstancias. Así, cuando un suegro ha tenido relaciones culpables con una nuera o cuando un yerno ha cometido adulterio con su suegra, el esposo ofendido tiene permitidas las segundas nupcias «si se contineri non potest». Lo mismo vale para la mujer, cuyo marido ha cometido adulterio con su hermana o que ha sido obligada al adulterio por su marido. A pesar de reconocer el poco valor de estos textos considerados en sí mismos, ellos sin embargo testimonian igualmente una práctica: junto a una disciplina oficial -la de los Papas y la de la casi totalidad de los Sínodos-, una «jurisprudencia» más liberal era apli­cada en muchas circunstancias. En la época de la reforma de Gregorio VII se ha emprendido la tarea de eliminar esas «liberalida­des» de modo sistemático. Lo cual se ve muy bien recorriendo la serie de colecciones que, un siglo más tarde, confluirían en el decreto de Graciano. Al final de este movimiento refor­mador, los Padres y teólogos del Concilio de Trento se en­contrarán con una disciplina firme, apoyada en sólidos argu­mentos de tradición. Sin embargo, algunas importantes excepciones les impresionaron: las que menciona Gra­ciano, por ejemplo, pero también las que se podían encontrar en algunas requisitorias como la de Erasmo. Teniendo en cuenta sobre todo lo “inoportuno” que resultaba una con­dena formal del uso de los griegos, el Concilio adopta el texto de un canon que va dirigido sólo contra los reforma­dores:

«Si alguien dice que la Iglesia yerra cuando ense­ñaba y enseña, según el evangelio y la doctrina apostó­lica, que por el adulterio del otro cónyuge no se puede disolver el vínculo del matrimonio, y los dos, o tam­bién el inocente, que no dio causa de adulterio, no pueden, mientras vive el otro cónyuge, contraer otro matrimonio y fornicaría quien, después de dejar a la adúltera, tomara otra mujer y quien, después de dejar al adúltero, se casara con otro, a.s.»[75].

Conclusión

Las conclusiones de este estudio pueden ser resumi­das en algunas proposiciones:

  1. La Iglesia antigua nunca ha puesto en duda el prin­cipio de la indisolubilidad del matrimonio que encuentra claramente enunciado en el Nuevo Testamento.
  2. A menudo se ha presentado un cierto número de textos que parecen admitir excepciones al principio de la indisolubilidad. En la casi totalidad de los casos se trata de pasajes que se refieren de un modo u otro a la versión de Mateo del logion de Jesús. No es sorprendente que se encuentre ambigüedad en los incisos. Nada indica, por otra parte, que los autores antiguos hayan querido con esto atenuar el rigor de principio e introducir cierta flexi­bilidad en sus aplicaciones. Querían solamente permane­cer lo más posible cercanos a lo que leían en el Evangelio. De todos modos, cada elemento del dossier debe ser aten­tamente examinado en su contenido y en su contexto. En ese análisis se ha podido ver que no se debe concluir de­masiado rápido que el segundo matrimonio está autori­zado para un marido con una mujer adúltera.
  3. Ha habido ciertos casos extremos de decisiones «in­dulgentes» (por ejemplo, la «indulgencia» de San León hacia el prisionero que se creía muerto y volvió después de muchos años). ¿Qué conclusiones se deben sacar o, mejor, qué criterios nos permitirán distinguir lo que ca­racteriza la Tradición cristiana propiamente dicha y lo que se deriva de la dificultad objetiva de comprender el misterio cristiano en sus aplicaciones a contextos excep­cionales?
  4. Se puede citar un gran número de testimonios que afirman la igualdad de sexos en la cuestión del divorcio. De ese modo permanecían fieles a la enseñanza del Nuevo testamento. Muchos han reprochado vivamente al dere­cho romano la desigualdad de sus juicios en perjuicio de la esposa.
  5. Muchos textos antiguos siguen siendo difíciles de interpretar. Ha habido a veces una admisión implícita del divorcio -en particular sobre la base de una argumenta­ción ex silentio-. Cuando sea posible, es necesario tener en cuenta lo que el autor ha declarado de modo explícito en otro lugar.
  6. Ante las declaraciones repetidas de los Padres, es muy difícil sostener que la mentalidad que inspiraba el derecho romano constituye una presunción para la acep­tación, por parte de la Iglesia, del nuevo matrimonio de los cristianos separados.
  7. Muchos autores modernos piensan que habría sido imposible para una mujer no volverse a casar en las cir­cunstancias concretas de la época. Esto comportaría, se­gún su opinión, una presunción en favor del nuevo matri­monio. Pero ésta es una perspectiva anacrónica. La Iglesia antigua, de hecho, se ha mostrado severa hacia ciertos pecados graves, con una severidad que hoy parece­ría excesiva. Por citar un solo ejemplo, a veces ha sido im­puesta por largos períodos de tiempo la continencia com­pleta a personas casadas que vivían juntas[76].
  8. La tesis según la cual la Iglesia antigua se habría li­mitado a menudo a imponer la penitencia como por una culpa grave a los divorciados vueltos a casar, sin obligar­les a romper su segunda «unión», se apoya en argumentos muy discutibles. No puede ser aceptada.

[1] «Cualquiera que haya podido ser el libelo primitivo, el logion de Je­sús proclama el deber de la fidelidad, igual y recíproca, que corresponde a los esposos; por otra parte, condena como adulterio la práctica de repu­diar, inscrita en la ley mosaica y ampliamente interpretada por numero­sos rabinos de la época. Jesús denuncia sin ambages la dureza de cora­zón que había concedido al marido los procedimientos ventajosos del repudio; de ese modo revoluciona todas las costumbres de las sociedades antiguas, indulgentes en relación con los varones; recuerda que la reali­dad profunda del matrimonio, tal y como ha sido ordenado por el Crea­dor, exige, por el contrario, una fidelidad a toda prueba» (C. Munier, «La solicitud pastoral de la Iglesia antigua en materia de divorcio y de nuevo matrimonio» en Laval Theologique et Philosophique 44 (1988) 20).

[2] Se puede encontrar una buena descripción de la discusión entre los exégetas en C. Marucci, Parole di Gesù sul Divorzio, Brescia 1982. También en el artículo “Sermon sur la montagne” del DBS, cc. 843-846.

[3] Hilario de Poitiers, In Matteo, 19, 2; Agustín, De fide et operibus, 19,35.

[4] Erasmo, Opera omnia, Lyon 1706, VI, pp. 692-703. Ver en particu­lar la síntesis de sus dificultades y de sus interrogationes, pp. 702-703. Es singular constatar cómo la mayoría de los argumentos de los moder­nos se encuentran ya en el comentario de Erasmo a 1 Cor 7.

[5] «… intellego igitur ex hac Domine Iesu Christi lege licitum esse christiano dimittere uxorem salva semper Ecclesiae definitione quae hactenus non apparet… Profitentur autem ipsimet pontifices (ut patet in capite quando De divor. et in capite licet de spons. Duorum) Roma­nos Pontifices aliquando in iis iudiciis matrimoniorum errasse» T. De Vio Caietanus, In quattuor Evangelia, Lyon 1639, p. 86. A las condenas que le llegaban de los teólogos de París, Cayetano replicaba: «in com. Super Matt. Cap. 19, dumtaxat disputavi de hac materia et reliqui definiendam ab Ecclesia» (Tract. resp., in Opuscula omnia, Lyon 1575, III, tract. 15, p. 298).

[6] Ver a este respecto el abundante dossier recogido en L. Bressan, II canone tridentino sul divorzio per adulterio e l’interpretazione degli autori, Roma 1973, pp. 35-50.

[7] «Quod si aliquando aut quibusdam hoc (= exclusión de nuevo ma­trimonio después del repudio) in dubium fuerit versum aut contrarium etiam ut verius habitum, tamen hoc ita certa definitione Ecclesiae firmatum est ut de eo nullo catholico liceat dubitare». Assertio cath. Fidei…, Colonia 1555, citado por L. Bressan, ibid., p. 50.

[8] Se citaba ante todo a San Ambrosio (hoy se sabe que este famoso texto no es de San Ambrosio, sino del Ambrosiaster), Orígenes, Basilio, Hilario, Lactancio. El arzobispo de Granada enumeraba al voleo a Teodoreto, Teofilacto, Cromacio de Aquileia, Tertuliano, Crisóstomo, a los que añadía el Concilio de Elvira, de Arles y de Toledo. Se puede ver la síntesis del sed contra en el acta del 30 de agosto 1547, CT VI, 412. Cuando se retoman las discusiones, en 1563, se vuelve al mismo dossier: CT IX, p. 420, 689, 734. Cfr L. Bressan, ibid, pp. 79-196.

[9] Graziano ya lo había hecho notar: cfr Decretum, II, c. 32, q. 7, c. 18, Friedberg I, 1145.

[10] El 29 de septiembre de 1965, 138ª Congr. Gen. – La Documentation Catholique 62 (1965) 1901-1904. G. Caprile, II Concilio Vaticano II, vol. V, Quarto periodo, 1965, pp. 130-131. El conjunto de la cuestión ha sido bien estudiado por A. Wenger, Vatican II. Chronique de la quatrième session, Paris 1966, pp. 200-246.

[11] Mons. Zogby hacía notar que se pueden citar textos que van en la dirección de lo que él decía, pero ¡tantos otros le contradicen! Se puede ver La Documentation Catholique 62 (1965) 1906; Caprile, ibid., p. 130, n. 8.

[12] La Documentation Catholique 62 (1965) 1904-1906.

[13] V. Pospishil, Divorce and Remarriage. Towards a New Catholic Teaching, Nueva York, 1967.

[14] «… Lector benevolus qui examinat argumenta auctorum recentiorum, secundum quos legitimitas novi matrimonii post divortium ab Ecclesia antiqua admissa fuisset, invaditur sensu quodam desillusionis et frustrationis. Ei enim non afferuntur nisi demonstrationes magna ex parte deductae ab argumento silentii vel ab allusionibus implicitis plus minusve vagis aut incertis. Exempli gratia, legat quis enormem appendicem in quo Dnus Pospishil collegit et discutit “maximum numerum textuum possibilem”, ut ipse ait, ad thesim probandam quae in corpore operis eius Divorce and Remarriage exponitur. Sine difficultate videbit quantum intervallum sit inter hanc thesim et rationes historicas quibus ea inniti supponitur». A. Adnès, De vinculo matrimonii apud Pa­tres, en Vinculum matrimoniale, Roma 1973, p. 86. Véase también p. 86, nota 37.

[15] J. Moingt, Le divorce pour motif d’impudicité, en RechSR 56 (1968) 337-384. El autor es categórico: «En los siglos IV y V, entre todos los Pa­dres que hablan explícitamente del caso de adulterio, Jerónimo y Agus­tín son los únicos que prohíben a los esposos traicionados el derecho de volver a casarse. Ellos van explícitamente contra la opinión recibida en sus respectivos ambientes (Roma y África), lo que explica sus dudas…» (ibid. pp. 339-340).

[16] Es oportuno señalar el desarrollo particularmente vigoroso (aunque contestable en sus conclusiones) de J. Noonan, Novel 22, en The Bond of Marriage. An Ecumenical and Interdisciplinary Study, Notre Dame – London 1968, pp. 41-96. Hacemos notar que lo esencial de esta argumentación se encontraba ya en Erasmo. Cf. G. Pelland, Le dossier patristique relatif au divorce, en Science et Esprit 25 (1973) 99-119.

[17] Se puede ver en particular: L’Eglise primitive face au divorce, Pa­ris 1971, que constituye una verdadera Summa en esta materia.

[18] H. Crouzel, Divorce et remariage dans l’Eglise primitive. Quelques réflexions de méthodologie historique, en NRT 98 (1976) 891.

[19] NRT 98 (1976) 891-917.

[20] Ibid., p. 916. «si creyésemos los artículos de los periódicos im­portantes de la prensa católica, la actitud de la Iglesia primitiva en rela­ción con el segundo matrimonio después del divorcio no habría sido tan clara como nos quieren hacer ver… La finalidad estaba clara: para que la Iglesia de hoy consienta en aceptar ser más flexible en este punto, era necesario demostrar que su severidad no está conforme con la actitud que tenía en los inicios del cristianismo. Pasemos por encima de la concepción de la tradición que excluye todo desarrollo, que supo­nen estos trabajos; es todavía más grave la manera arbitraria en que es tratada la historia, lo que ocurre a menudo cuando se la utiliza para sostener una tesis» (H. Crouzel, Le remariage après divorce selon les Pères de l’Eglise, en Anthropotès (1995) 11. Con referencia al Ambrosiaster, se puede ver en particular H. Crouzel, L’Eglise primitive face au divorce, pp. 267-274.

* (Nota del Traductor) Es evidente que el uso de ese término «devolver» es extraño en el español actual, pero se trata de un uso vigente en la época romana, que no tiene un exacto parangón hoy, por eso se ha con­servado una traducción literal del término que el autor utiliza en ita­liano: «rimandare». A lo largo del artículo se verán las razones para esta elección.

[21] «Una» penitencia. El término puede ser comprendido material­mente, numéricamente. Se tendría entonces un primer testimonio de la regla que dice que la penitencia (canónica) no se puede repetir en la disciplina antigua. Pero el término también puede ser comprendido formalmente, moralmente: la verdadera penitencia implica una efec­tiva conversión de la vida y, por ello, una continuidad real que excluye la dipsychia del hombre, del que no se sabría decir si está a disposición del pecado o si es el pecado el que está a su disposición. Cfr art. Hermas, en DSpir. VII, cc. 330-331; S. Giet, Hermas et les Pasteurs, Paris 1962, p. 191 y 214.

[22] Past. Herm., Mand. IV, 1, 4-8.

[23] «Manente matrimonio nubere adulterium est. Ita si conditionaliter prohibuit dimittere uxorem, non in totum prohibuit, et quod non prohibuit in totum permisit alias ubi causa cessat ob quam prohibuit… Habet itaque et Christum assertorem iustitia divortii…». Tertuliano, Adversus Martionem, 4, 34.

[24] H. Crouzel, L’Eglise primitive face au divorce, pp. 98 ss.

[25] Se puede también traducir σνμπεριφορά con condescendencia; o también, como propone Crouzel, con unión.

[26] Orígenes, Co. in Mt., 14, 23: GCS 10, 430.

[27] Orígenes, Co. in Mt„ 14, 24: GCS 10, 345.

[28] Cfr. 1 Cor 7, 10-11. En este sentido se puede ver Orígenes, Fragm. XXXV (in 1 Cor 7): ed. Jenkins, JTS 9 (1908), 505.

[29] Sobre el conjunto de esta cuestión se puede ver, además de los trabajos de H. Crouzel, C. Munier, Le témoignage d’Origène en matière de remariage après séparation, en Revue de Droit canonique 28 (1978) 16-29.

[30] J. Moingt, Le divorce pour motif d’impudicité, RechSR 56 (1968) 341-341.

[31] Para lo que sigue, ver H. Crouzel, L’Eglise primitive face au di­vorce, pp. 364-366.

[32] Tertuliano, De Monog. 9, 1-8.

[33] Asterio, Hom. 5 in Mt 19: PG 40, 228.

[34]Crisóstomo., De lib. Repudii, 3: PG 51, 221.

* «De his qui conjuges suas in adulterio depraehendunt, et idem sunt adulescentes fideles et prohibentur nubere, placuit ut, quantum possit, consilium eis detur ne alias uxores viventibus uxoribus suis, licet adulteris, accipiant».

[35] P. Nautin, Le canon du Concite d’Arles de 314 sur le remariage aprés divorce, en RechSR 62 (1974) 7-54.

[36] «Ubi negationem deesse, legendumque et non prohibentur nubere, contextus ipse orationis indicat. Nam si prohibentur nubere, non consi­lium ad illos coercendos sed praecepti necessitas adhibenda fuerat» (Petau, nota 13 su Adv. Haer., h 59: PG 41, 1024). Petau veía aquí uno de los testimonios que habrían autorizado las nuevas nupcias en la Igle­sia antigua: «Porro inter veterum testimonia quibus post legitimum illud divortium permissa innocentibus coniugibus videntur, refferri potest Arelatense primum Concilium…» (ibid.).

[37] Para la discusión de la tradición manuscrita, ver en particular: H. Crouzel, A propos du Concite d’Arles, en BLE 75 (1974) 29.

[38] H. Crouzel, Le texte patristique de Matthieu V, 32 et XIX, 9, en NTS 19 (1972) 98-119.

[39] H. Crouzel, A propos du Concile d’Arles, en BLE 75 (1974) 29.

[40] Mons. E. Griffe, citado por Crouzel, A propos du Concile d’Arles, en BLE 75 (1974) 31-32. Se puede también consultar R. Le Picard, La signification du verbe «prohibere» dans le canon X du premier Concile dAr­les, en RechSR 22 (1932) 469-477.

[41] H. Crouzel, L’Eglise primitive face au divorce, p. 138.

[42] Basilio, Moralia, Reg. 73,2.

[43] Divorzio, nuove nozze e penitenza nella Chiesa primitiva, Boloña 1977. Se vea la presentación ‘entusiasta’ de este libro por parte de C. Munier, Divorce, remariage et pénitence dans l’E­glise primitive, en RevSR 52 (1978), 97-117.

[44] Ibid., p. 158.

[45] Ibid., pp. 346-347.

[46] Ibid., p. 346.

[47] Orígenes, Co. In Mt., 14,24, GCS 10,344.

[48] Basilio, 2a Carta, canon 26. Se ven los importantes matices que hay que aportar a lo que escribe, por ejemplo, Cereti: «La misma no­ción de matrimonio válido, lícito, inválido, ilícito, sobre la base del de­recho canónico, aparecerá muchos siglos más tarde» (p. 162, n. 21). Aunque el término inválido no aparece en estos textos, sin embargo el concepto está presente.

[49] Hipp., Philos. 9, 12, 24-25.

[50] Crisóstomo, De lib. repudii, 1.

[51] Greg. Naz., Epist. 144. En el mismo sentido, cfr también Justino, Atenágoras, Ambrosio, Jerónimo, etc. Los textos se pueden encontrar en Crouzel.

[52] Cfr 1 Cor 7, 10-11; Rom 7, 2-3.

[53] «A propósito de la separación, obligatoria o no, de los divorcia­dos vueltos a casar, se puede notar que las páginas 344 a 351 del libro de Cereti están llenas de razonamientos a priori sin una sombra de prueba histórica…» (H. Crouzel, Les ‘digamoi’ visés par le Concile de Nicée dans son canon 8, en Augustinianum 18 (1978) 540, n. 35.

[54] Cereti en realidad considera lo que sigue como un punto central: cfr G. Cereti, Prassi della Chiesa primitiva ed assoluzione ai divorziati risposati, en Rivista di Teologia Morale 3 (1977) 461-473, especialmente p. 462: «Mi discurso se refiere más bien a otro punto central: la nueva in­terpretación del canon 8 de Nicea».

[55] Canon 8 de Nicea, Mansi II, 672, Hefele-Leclercq, I, 1, 576.

[56] Cereti rechaza esta explicación, porque piensa que χωρισμοῦ γε­νομένου es una fórmula técnica para designar la separación después del divorcio y no después de la muerte. Enviamos aquí, con Crouzel, al Patristic Greek Lexicon di G.W.H. Lampe: «El primer sentido señalado es el de “muerte”, que ocupa veinte líneas, “divorcio” está en tercer lugar y ¡no ocupa ni siquiera una línea! (H. Crouzel, Les ‘digamoi’ visés par le Concile de Nicée dans son canon 8, en Augustinianum 18 (1978) 541, n. 42).

[57] H. Crouzel, Encore sur le divorce et remariage selon Epiphane, en Vigiliae Christianae 38 (1984), 271-280.

[58] Vease H. Crouzel, Les ‘digamoi’ visés par le Concile de Nicée dans son canon 8, en Augustinianum 18 (1978) 541, n. 42. Del mismo autor L’Eglise primitive face au divorce, pp. 221-229. P. Nautin ha contestado al análisis de Crouzel en Vigiliae Christianae 37 (1983), 157-193. La contra­réplica de Crouzel aparece en Vigiliae Christianae 38 (1984), 271-280.

[59] L. Bressan, II divorzio nelle chiese orientali, Boloña 1976.

[60] P. Evdokimov, Le Sacrament de l’amour, Paris 1962, p. 256. Se puede consultar también la bibliografía de D. Stiernon sobre el estado actual de la cuestión en Lateranum 42 (1976) 290-312.

[61] Fontes CIC, 179,1, 345, cit. Bressan, 80: «Matrimonia inter con­yuges Graecos dirimi, seu divortia quoad vinculum fieri nullo modo permitant, aut patiantur, et si qua de facto processerunt, nulla et irrita declarent».

[62] L. Bressan, II divorzio nelle Chiese Orientali, pp. 197-218.

[63] Fontes CIC 526, II, 929-930: «Pro vestra sapientia probi intelligitis, Venerabiles Frates, in tanti momenti re omnes cuiusque generis difficultates, si forte obiiciantur, esse omnino in omni patientia et doc­trina vincendas, cum agatur de catholica veritate divinitus revelata quam omnes catholicae filii firmiter profiteri ac servare tenentur».

[64] «El último texto pontificio que se refiere explícitamente al divor­cio en los orientales, parece ser de Pío IX», ibid., p. 295.

[65] A propósito de lo que sigue se puede ver G. Pelland, Le canon tridentin concernant le divorce. A propos d’un ouvrage récent, en Science et Esprit 26 (1974) 365-373; L. Bressan, II canone tridentino sul divorzio per adulterio e l’interpretazione degli autori.

[66] S. León Magno, Carta 159 a Niceta de Aquileia, PL 54, 1136-1137: «Quod si in mancipiis vel in agris aut etiam in domibus ac possesionibus rite servatur, quanto magis in conjugiorum redintegratione faciendum est, ut quod bellica necessitate turbatum est, pacis remedio reformetur. Et ideo si viri post lungam captivitatem reversi ita in dilectione suarum coniugum perseverent ut eas cupiant in suum redire consortium, … restituendum (est) quod fides (= fidelidad) poscit».

[67] H. Crouzel, L’Eglise primitive face au divorce, p. 373.

[68] Fue examinada en el Concilio de Trento: CT IX, 420.

[69] Mon. Germ. Hist., Epist. III, 276: «ille qui se non potuerit continere, nubat magis: non tamen ei subsidii opem subtrahat quam infirmitas praepedit, non detestabilis culpa excludit». Se puede ver la opi­nión exactamente contraria del Papa Esteban II, Responsa 2: PL 89, 1024.

[70] Statuta 35: PL 89, 823: «Admoneat unusquisque presbyterorum publice plebem… legitimum coniugium nequaquam posse ulla occasione separari, excepta causa fornicationis, nisi cum consensu amborum et hoc propter servitium Dei». Cfr A. Villien, art. “Divorce”, DTC IV/2, c. 1467.

[71] Mansi XVIII, 152-153. J. Hefele, Histoire des Conciles, IV, 703.

[72] «Similiter constituimus ut nullus laicus homo, Deo sacratam feminam ad mulierem habeat, nec suam parentem, nec marito vivente suam mulierem alius accipiat: quia maritus mulierem suam non debet dimittere, excepta causa fornicationis deprehensa. Nulli liceat excepta causa fornicationis adhibitam uxorem relinquere, et deinde aliam co­pulare: alioquin transgressorem priori convenit coniugio. Ut illi qui uxores legitimas sine culpa fornicationis dimittunt, alias non accipiant illis viventibus, nec uxores viros, sed sibimet reconcilientur». Sínodo de Bourges (1031), c. 16; Mansi XIX, 505.

[73] «Quicumque… suam uxorem sine iudicio episcopali dimittens, aliam duxit vel duxerit: donec se fructuose tradat poenitentia, a corpore et sanguine Domini… se exclusum… agnoscat». Sínodo de Tours (1060), c. 9; Mansi, XIX, 928.

[74] J. Gaudement hace notar el caso del De Synodalibus Causis de Ré­ginon de Prüm (inicio del s. x) que, sin hacer una opción, reproduce dos series de documentos de la época y de tendencias diversas. Los cá­nones 101-106 no autorizan nuevas nupcias después del despido del cónyuge, contrariamente a los can. 118, 119 y 124, tomados del Sí­nodo de Verberie. J. Gaudement, Le lien matrimonial. Incertitudes du Haut Moyen Age, en Le lien matrimonial. Colloque du Cerdic, Estrasburgo 1970, p. 104. Se puede ver también P. Fournier, L’oeuvre canonique du Réginon de Prüm, en Bibl. de l’Ecole des Chartres 81 (1920) 5-29.

[75] «Si quis dixerit Ecclesiam errare cum docuit et docet, iuxta evangelicam et apostolicam doctrinam, propter adulterius alterius coniugum matrimonii vinculi non posse dissolvi, et utrumque, vel etiam innocentem, qui causam adulterio non dedit, non posse, altero coniuge vivente, aliud matrimonium contrahere maecharique eum qui, dimissa adultera, aliam duxerit et eam quae, dimisso adultero, alii nupserit, a.s.». DS 1807. Sobre este canon de Trento se vea, sobre todo, L. Bressan, II Canone tridentino sul divorzio per adulterio e l’interpretazione degli autori.

[76] Se puede ver el apéndice de H. Crouzel, L’Eglise primitive face au divorce, pp. 385-389.

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