Una lección de historia sobre el matrimonio (Card, Walter Brandmüller)

cardinalbrandmuller

El Cardenal Walter Brandmüller, historiador de la Iglesia, y presidente durante más de veinte años del Comité Pontificio de Ciencias Históricas, estudia en este ensayo el enfrentamiento que tuvo lugar en el siglo IX entre el Papa Nicolás I y Lotario II, rey de Lotaringia.

Lotario, inicialmente unido, pero no casado, con una aristócrata llamada Gualdrada, se casó con la noble Teutberga por intereses políticos. Posteriormente se separó de esta última, casándose con la compañera anterior y quiso a toda costa que el Papa reconociera la validez del segundo matrimonio.

A pesar de que Lotario gozaba del apoyo de los obispos de su región, como también del emperador Ludovico, que llegó incluso a invadir Roma con su ejército, el Papa san Nicolás I no se doblegó a sus pretensiones y no reconoció nunca como legítimo su segundo matrimonio.

En este ensayo Brandmüller analiza este hecho histórica, jurídica y teológicamente.

Entre otras cosas, hace notar cómo la exhortación de Nicolás a Lotario para que retomase a su única verdadera mujer Teutberga no sólo en términos formales, sino tributándole amor sincero, desmonta “el cliché que define la comprensión del matrimonio de amor basado sobre un vínculo espiritual sólo como una conquista de la edad moderna”.

El ensayo tiene, indudablemente, aplicaciones muy actuales en el presente debate sobre los divorciados vueltos a casar, y las diversas propuestas, de parte incluso de algunos prestigiosos personajes, de diluir el valor del vínculo matrimonial, al menos en la praxis (¿qué puede significar una praxis suavizada sin un soporte dogmático también suavizado sino simple relajación de la doctrina o, más bien, esquizofrenia teológica?)

Ofrezco a continuación una versión más reducida del artículo de Brandmüller en español (la he tomado de la rúbrica de Sandro Magister[1]), y la completa en italiano.

 

 *     *     *

Aprender de la Historia

Card. Walter Brandmüller

 

Si la historia, y también la historia de la Iglesia, no se contenta con aparecer como una colección de episodios más o menos edificantes – y en ocasiones incluso divertidos o escandalosos – y pretende tener también, visto sus resultados, una relevancia teológica, entonces es necesario preguntarse sobre las conclusiones teológicas que emergen de la disputa sobre el matrimonio de Lotario II. […] Considerando la posición social de las personas implicadas en el caso examinado y las dimensiones del conflicto, que afectaba tanto a la política como a la Iglesia, no es exagerado considerar la disputa sobre el matrimonio del rey franco como una piedra angular en el largo proceso de afirmación de las normas matrimoniales cristianas.

Al examinar las distintas etapas de dicho proceso observamos que en el aspecto fundamental, el teológico, no había dudas, pero eran grandes las incertidumbres en la aplicación de la enseñanza cristiana sobre el matrimonio a algunos casos concretos, que seguían presentándose en una situación social caracterizada por la tradición pagana.

De hecho, a este propósito encontramos obispos, sínodos, que han creído poder disolver matrimonios y permitir otros nuevos, precisamente como sucedió en el caso apenas descrito. Esta observación podría llevarnos a recordar una fórmula forjada por el derecho canónico ilustrado: “Olim non erat sic”, hubo un tiempo en que no fue así.

Aplicado al presente: “¡Antes existía el permiso de volver a casarse después del divorcio!» . ¿Existe, por lo tanto, algún motivo que impida, en la situación actual y ante las dificultades pastorales  del presente, volver a una posición ya adoptada en pasado y admitir una praxis “más humana” – como se diría hoy – de divorcio y nuevo matrimonio?

Se plantea así una pregunta de gran alcance teológico. Su importancia emerge cuando recordamos que ya en el ámbito de la teología ecuménica se ha argumentado de modo análogo. ¿No se podría – esta es la pregunta en ese ámbito – convencer más fácilmente a la ortodoxia acerca de la reunificación si se volviera al estado de las relaciones entre Oriente y Occidente anteriores a las excomuniones de 1054?

Además, ya a mitad del siglo XVII es invocado – y más concretamente por los teólogos de la denominada ortodoxia luterana y de la escuela de Helmstädt, más cercana a Melanchton – el modelo de reunificación del llamado “consensus quinquesaecularis”, es decir, del retorno a aquella situación de la doctrina de la fe y de la Iglesia vigente en los primeros cinco siglos y respecto de la cuál hoy no existen controversias.

¡Ideas verdaderamente fascinantes! ¿Pero ofrecen de verdad una clave para resolver el problema? Sólo en apariencia. […] La tradición en el sentido técnico-teológico del término no es una feria de antigüedades donde poder escoger y comprar determinados objetos que se desean.

La “traditio-paradosis” es, sobre todo, un proceso dinámico de desarrollo orgánico conforme – y permítanme la comparación – al código genético inherente a la Iglesia. Se trata, sin embargo, de un proceso que no encuentra correlatos semejantes en la historia profana de las formas sociales humanas, en los Estados, en las dinastías y demás. Precisamente porque la Iglesia misma es una entidad “sui generis” privada de analogías, tampoco sus elecciones de vida son comparables, “sic et simpliciter”, con las de comunidades puramente humanas y mundanas.

Más bien, resultan decisivos aquí los datos de la revelación divina. De esta deriva la indefectibilidad de la Iglesia, es decir, el hecho de que la Iglesia de Cristo, en lo que se refiere a su patrimonio de fe, sus sacramentos y su estructura jerárquica fundada sobre la institución divina no puede tener un desarrollo que ponga en peligro su misma identidad.

Siempre que se toma en serio en la fe la acción del Espíritu Santo, que habita en la Iglesia y que según la promesa del Divino Maestro la guiará a la verdad completa, parece obvio que el principio “olim non erat sic” no pertenece a la naturaleza de la Iglesia y, por consiguiente, no puede ser determinante para ella.

Pero si los sínodos antes mencionados autorizaron de hecho a Lotario II a casarse de nuevo, ¿no fue también esa una decisión guiada por el Espíritu Santo? ¿Acaso no era expresión de la”traditio”?

A esto responde la pregunta sobre la forma concreta y la competencia de aquellos sínodos. […] En el caso examinado, estos sínodos no fueron libres en absoluto y dada la presión ejercida por el rey sin duda hay que considerarlos partidistas, incluso corruptos. Su dependencia de Lotario II llevó a una tal complacencia con los deseos del rey que llevó a los obispos incluso a violar el derecho y a corromper a los legados pontificios.

Teniendo en cuenta las circunstancias y otras irregularidades, es evidente que esos sínodos habían hecho de todo menos impartir justicia. De este tipo de experiencia deriva precisamente la norma del derecho canónico que sustrae a los tribunales eclesiásticos territoriales la competencia para las causas que afectan a quienes detentan el máximo poder del Estado e indica como único foro competente el tribunal del Papa (Código de derecho canónico de 1983, canon 1405). […]

Por consiguiente, no se puede pensar ni remotamente que semejantes asambleas pueden ser un lugar donde reconocer la tradición auténtica y vinculante de la Iglesia.

Ciertamente, también los sínodos particulares y no sólo los concilios generales pueden formular la “traditio” de modo vinculante. Sin embargo, pueden hacerlo sólo si ellos mismos corresponden a las exigencias tanto formales como de contenido de la tradición auténtica. Sin embargo, – y es oportuno recordarlo de nuevo – no era este el caso en lo que concierne a las asambleas de obispos aquí examinadas.

*     *     *

 Resumiendo el razonamiento que acabo de exponer, permitidme que como conclusión responda a una posible objeción que alguno podrá plantear y que corresponde al esquema interpretativo de una “historia de los vencedores”, más cercano al pensamento histórico marxista. […] Este modo de considerar los acontecimientos de la historia de la Iglesia, y el resultado de los mismos, permitiría considerar estos últimos como meros productos casuales de la relatividad que les es propia. En otras palabras, se podrían anular en cualquier momento y emprender otros caminos.

Sin embargo, esto no es posible si en la base se pone la comprensión auténticamente católica de la Iglesia, tal como fue expresada, por última vez, en la constitución “Lumen gentium” del Concilio Vaticano II.

Para ello es necesario, como ya se ha observado, que la Iglesia pueda estar cierta de la ayuda constante del Espíritu Santo, que es su principio vital más íntimo, que garantiza y realiza su identidad a pesar de todos los cambios históricos.

De este modo, por lo tanto, el desarrollo efectivo del dogma, del sacramento y de la jerarquía del derecho divino no son productos casuales de la historia, sino que están guiados y posibilitados por el Espíritu de Dios. Este es el motivo por el que dicho desarrollo es irreversible y se abre sólo hacia una comprensión más completa. La tradición, en este sentido, tiene por consiguiente un carácter normativo.

En el caso examinado esto quiere decir que respecto de los dogmas de la unidad, la sacramentalidad y la indisolubilidad, enraizados en el matrimonio entre dos bautizados, no hay vuelta atrás, salvo  que se los considere – cosa que debe ser rechazada –  un error del que habría que enmendarse.

El modo de actuar de Nicolás I en la disputa sobre el nuevo matrimonio de Lotario II, consciente de los principios y, a la par, inflexible e impávido, constituye una etapa importante en el camino hacia la afirmación de la enseñanza acerca del matrimonio en el ámbito cultural germánico.?

Que el Papa Nicolás I, como también sus distintos sucesores en ocasiones análogas, demostrara ser abogado de la dignidad de la persona y de la libertad de los débiles – la mayor parte eran mujeres – hizo que mereciera el respeto de la historiografía, la corona de la santidad y el título de “Magnus”.


 

Connubio tra potere e diritto

La disputa tra Lotario II e Niccolò I sul matrimonio. Una casistica tratta dalla storia

Card. Walter Brandmüller

 

Sommario: 1. Premessa. 2. La vicenda. 3. Lo scenario giuridico. 4. Imparare dalla storia. 5. Conclusione.

1. Premessa– La caduta dell’impero di Carlo Magno in Occidente e lo scisma da Roma del patriarca Fozio di Costantinopoli caratterizzano il contesto politico-ecclesiale nel quale s’inserisce la disputa che, tra l’855 e l’869, ha scosso il regno e la Chiesa e, addirittura, ha portato l’imperatore Ludovico a invadere Roma con il suo esercito.

Questa disputa sul matrimonio ha lascito tracce così profonde nella consapevolezza dei contemporanei che, ad oggi, sia le fonti, sia le ricerche sul regno di quel re franco sono interamente sotto il segno del suo confronto con l’influente arcivescovo Incmaro di Reims e, soprattutto, con Niccolò I.

Nella persona di quel papa, il re dei franchi incontrò un uomo di straordinaria grandezza spirituale e caratteriale. Perfino l’esponente della storiografia pontificia nazional-liberale protestante Ferdinand Gregorovius scrisse a tale riguardo: «Questa tragedia – la disgrazia di una regina e la trionfante insolenza di una concubina reale – ha agitato paesi e popoli, Stato e Chiesa, e ha dato al papa l’occasione di salire su una vetta, sulla quale era avvolto da uno splendore più grande di quello che potevano fornirgli i dogmi teologici. L’atteggiamento di Niccolò I dinanzi a questo scandalo reale fu fermo e grande, l’autorità sacerdotale appariva in lui come un potere morale che salvava la virtù e puniva i peccati … in un tempo barbaro …».

2. La vicenda – Bisogna dunque domandare anzitutto che cosa era accaduto. Prima di assumere il potere nell’anno 855, Lotario II aveva vissuto in un rapporto detto Friedelehe– il termine sarà spiegato in seguito – con una tale Gualdrada (o Waldrada), proveniente da una famiglia aristocratica ignota. Tuttavia, una volta diventato re, contrasse matrimonio formale con la sorella del margravio Uberto del Vallese, che deteneva il controllo su una regione dell’attuale Svizzera ed era anche abate titolare di St. Maurice d’Agaune. Questa regina si chiamava Teutberga (o Teoberga). Due anni dopo, Lotario si separò da lei e ritornò da Gualdrada, dalla quale probabilmente ebbe un figlio di nome Ugo. Per giustificare il proprio comportamento, accusò Teutberga di rapporti incestuosi con il fratello. Ciò suscitò l’opposizione degli ambienti aristocratici. Per dimostrare la sua innocenza, Teutberga non esitò a sottoporsi al giudizio di Dio, come si usava fare all’epoca.

Nel suo caso, l’ordalia consistette nell’estrarre un oggetto da un paiolo pieno di acqua caldissima (il cosiddetto Kesselfang). Poiché – e fu questo il segno della sua innocenza – le ustioni della persona che si sottopose alla prova in sua vece guarirono senza problema alcuno, ella uscì innocente dal giudizio divino. Lotario, pertanto, pressato dalla sua aristocrazia, riaccolse Teutberga, senza però proseguire la comunione matrimoniale, e la tenne sotto rigorosa custodia. Il processo si era svolto dinanzi a un tribunale composto da nobili lotaringi.

Lotario non accettò affatto l’esito, contestò l’ordalia e trascinò la questione davanti ad un sinodo, che si tenne nel gennaio dell’860 ad Aquisgrana. Dinanzi a questo sinodo, Lotario raccontò con voce mesta che la moglie aveva intenzione di entrare in convento, ritenendosi indegna del matrimonio con lui. Il motivo addotto per questa decisione fu che il re era venuto a conoscenza del fatto che, prima del matrimonio, Teutberga aveva commesso incesto con suo fratello Uberto. La stessa donna lo aveva confessato ai vescovi, i quali pertanto avevano proibito a Lotario di proseguire il matrimonio.

Durante il sinodo che si svolse ad Aquisgrana nel febbraio seguente con un numero anche maggiore di partecipanti, Teutberga ripeté la sua confessione, per cui fu condannata alla penitenza pubblica e mandata in un convento. Ma in tutto ciò non venne espresso alcun giudizio sulla validità stessa del matrimonio. Che quella confessione potesse corrispondere alla realtà appare, di fatto, abbastanza dubbio. Piuttosto, si deve presumere che fu fatta sotto una notevole pressione da parte di Lotario. I contemporanei, perlomeno, ne erano convinti.

Teutberga, intanto, riuscì a fuggire ed a raggiungere il fratello Uberto, il quale si era recato da Carlo il Calvo nel Regno dei Franchi occidentali per chiedere protezione e sostegno.

A questo punto intervenne Incmaro, figura dominante della Chiesa franca nella seconda metà del IX secolo. Dall’845 arcivescovo molto influente di Reims, grazie all’attività legislativa e politica, e soprattutto la zelante opera pastorale, si era assicurato un ruolo di guida tra l’episcopato franco. L’occasione per intervenire nella questione matrimoniale di Lotario gliela fornirono i vescovi lotaringi e i nobili del Regno, presentandogli una serie di domande a riguardo, alle quali Incmaro rispose con lo scritto De divortio Lotharii et Teutbergae. Questa ricca opera, la cui edizione critica è apparsa per la prima volta nel 1990, è indirizzata ai re della stirpe carolingia, agli altri vescovi ed a tutti i fedeli, ed è stata emanata a nome dei vescovi suffraganei della provincia ecclesiastica di Reims. In essa, il dotto canonista spiega, appoggiandosi alla Sacra Scrittura e ai suoi esegeti – i Padri – il diritto canonico e anche civile. La sostanza delle sue spiegazioni è il concetto che nessuno, fintanto che è in vita il legittimo consorte, può sposarsi di nuovo. Così la disputa fu elevata a principio. Incmaro chiese dunque un processo contro Lotario per adulterio e Teutberga si appellò al Papa.

Messo così alle strette, alla fine di aprile dell’862, Lotario riunì un nuovo sinodo ad Aquisgrana, ancora una volta costituito soltanto dai vescovi del suo dominio. Questi acconsentirono di permettere al re un nuovo vincolo matrimoniale, poiché quello con Teutberga era da considerarsi nullo a causa del già menzionato rapporto incestuoso. A tal fine fecero riferimento alla proibizione dei matrimoni incestuosi, sancita dal can. 30 del concilio di Epaone in Borgogna (ca. 517). Ovviamente a torto, poiché Teutberga, sempre che avesse avuto un rapporto incestuoso, certo non l’aveva avuto con Lotario.

Pare che all’interno del sinodo ci sia stata un’opposizione vana contro questa procedura più che discutibile. Di fatto, insieme ad essa è stata tramandata anche una perizia che porta ad un giudizio opposto. Ad ogni modo, alla fine dell’862 Lotario sposò ufficialmente Gualdrada e la fece incoronare regina.

Giunti a questo punto, intervenne il papa dopo le molteplici richieste di aiuto che Teutberga gli aveva rivolto. Convocò un sinodo a Metz nel giugno dell’863, da svolgersi sotto la presidenza di legati pontifici, al quale invitò espressamente soprattutto i vescovi della Franconia occidentale e di quella orientale. La sua intenzione fu però vanificata, giacché di nuovo vi parteciparono solo vescovi lotaringi. Le fonti che sono giunte fino a noi comunque non consentono di tracciare un quadro chiaro degli eventi. Ad ogni modo, ancora una volta la decisione fu favorevole a Lotario.

Con questo risultato, i vescovi lotaringi Tilgaldo di Treviri e Guntero di Colonia si recarono a Roma, certi di poter far valere, presentandosi direttamente al papa, il loro punto di vista, ovvero quello di Lotario. Il fatto che Niccolò I li fece aspettare tre settimane senza riceverli probabilmente smorzò un poco la loro certezza di vittoria. Poi però il papa convocò un sinodo, dinanzi al quale Tilgaldo e Guntero furono chiamati solo per ricevere la loro sentenza di deposizione con scomunica. Le decisioni del sinodo di Metz, che Niccolò paragonò a quello del famigerato brigantaggio di Efeso, furono cassate, e i suoi partecipanti parimenti destituiti, offrendo loro però la possibilità di chiedere la grazia, poiché considerati meramente conniventi. Alcune delle loro lettere di scusa a Niccolò I sono giunte fino a noi.

Profondamente indignati, gli arcivescovi si rifugiarono presso l’imperatore Ludovico II, che stava soggiornando a Benevento, riuscendo a convincerlo a schierarsi a favore di Lotario. Nel febbraio dell’864 entrò a Roma con il suo esercito.

Privo di qualsiasi protezione militare, Niccolò I ordinò un digiuno e rogazioni per implorare l’aiuto dal Cielo. Una di quelle processioni fu assalita dall’esercito di Ludovico mentre si dirigeva verso San Pietro, i partecipanti furono malmenati, le croci spezzate e le insegne strappate, ma soprattutto, una reliquia della croce fu gettata nel fango. Dinanzi a questa aperta violenza, il papa di nascosto si rifugiò presso la tomba di Pietro, dove trascorse due giorni e due notti in preghiera, senza acqua né cibo.

Tra i romani crebbe visibilmente l’indignazione per tutto ciò, e quando la persona che aveva oltraggiato la reliquia della croce morì all’improvviso e Ludovico stesso fu colto da febbre, l’imperatore fu pronto a mostrarsi conciliante. Grazie alla mediazione dell’imperatrice Engelberga, ci fu un colloquio a quattr’occhi tra il papa e l’imperatore, che a quel punto abbandonò i due arcivescovi che lo avevano cacciato nell’impresa e accettò il giudizio del papa su Lotario e il suo matrimonio. Tilgaldo e Guntero, ai quali ordinò di tornare in Germania senza che fosse stata loro tolta la scomunica, prima di partire per il Nord redassero una lettera di protesta contro Niccolò I, dal cui linguaggio altezzoso emergeva che il loro obiettivo era la creazione di una Chiesa nazionale indipendente da Roma. Guntero di Colonia incaricò suo fratello chierico Ilduino di consegnare la lettera al papa o, nel caso questi avesse rifiutato di riceverla, di deporla sulla confessio di San Pietro.

Poiché fu proprio questo ciò che avvenne, Ilduino, insieme a un gruppo di uomini armati, si recò a San Pietro, dove i chierici della basilica cercarono di impedire la loro impresa. Sfoderarono dunque le spade, ne stesero uno, gettarono il libello sulla confessio e fuggirono dalla basilica, aprendosi la via con le armi.

La permanenza dell’imperatore a Roma fu accompagnata da assassini, incendi, saccheggi e altre atrocità simili. Scrive il Gregorovius: «Tale tempesta non piegò però la forza di papa Niccolò. Con la fermezza di un antico romano, quello spirito fiero e inflessibile rimase in piedi. Minacciò con gli strali della scomunica, e furono temuti come veri fulmini: i vescovi della Lotaringia inviarono le loro dichiarazioni penitenti … il suo legato, con una mano condusse al re, che si ritraeva dinanzi allo strale della scomunica, la consorte ripudiata e con l’altra gli levò l’amante». Così la questione fu risolta, non di fatto e in modo definitivo, ma almeno di principio.

3. Lo scenario giuridico– Dopo questa descrizione sintetica degli eventi, ora verrà esaminato lo scenario nel quale si svolsero.

Per farlo, occorre anzitutto osservare che il matrimonio tra Lotario II e Teutberga era stato contratto per motivi del tutto politici. Il re si legava in tal mondo con la casata nobiliare che, nell’ambito dei valichi alpini, controllava importanti capisaldi. Poteva così sperare di migliorare la propria posizione di partenza per un intervento nel territorio burgundo. Il fratello di Teutberga era inoltre abate laico del convento di St. Maurice d’Agaune, che era situato in una posizione strategica. L’altra speranza nutrita da Lotario, ovvero quella di cacciare il fratello minore Carlo dalla Borgogna per salire sul trono, fu però vanificata quando papa Benedetto III, l’anno dopo il matrimonio tra Lotario e Teutberga, riuscì a risolvere in modo pacifico la lotta tra i due fratelli.

Così la ragione politica del matrimonio era diventata inconsistente. A ciò si aggiungevano l’antipatia personale, e forse anche un conflitto profondamente radicato, con la famiglia di Teutberga. Lotario tornò di nuovo da Gualdrada, con la quale prima aveva vissuto in una Friedelehe, dalla quale erano nati un figlio di nome Ugo e diverse figlie.

Si pone perciò la domanda sulla qualità giuridica, e dunque anche sacramentale, di questa prima unione. Se non si trattava di un matrimonio giuridicamente valido, e quindi sacramentale, il matrimonio con Teutberga sarebbe stato impossibile già in partenza. Ciò però può essere escluso, poiché Lotario ha davvero un valido contratto di matrimonio con Teutberga.

Che cos’era dunque la Friedelehe di Lotario con Gualdrada?

La letteratura della storia del diritto non offre un quadro chiaro ed univoco. Si può però stabilire quanto segue: la Friedelehe – da friedila, ovvero amante, consorte – si realizzava attraverso il consenso tra uomo e donna, il Brautlauf (termine con cui si definivano le usanze sponsali), ed il concubito. Con questa forma di comunione l’uomo non otteneva la Munt, ovvero la potestà coniugale sulla donna. Non veniva pagato un Muntschatz; era dunque un matrimonio senza dote. La donna riceveva però la Morgengabe, un regalo prezioso offerto la mattina dopo. In particolare laFriedelehe veniva scelta – parliamo qui dell’ambito giuridico germanico – quando vi era disparità di ceto, quando l’uomo entrava a far parte della famiglia della donna attraverso il matrimonio o in caso di rapimento. Questo tipo di matrimonio esisteva anche come matrimonio secondario. È dunque questo il tipo di rapporto nel quale convivevano Lotario e Gualdrada.

Da esso si distingueva in modo sostanziale la cosiddetta Muntehe, fondata su un contratto tra le due famiglie coinvolte, ovvero tra lo sposo e il padre o il tutore della sposa. In tal caso lo sposo riceveva la Munt della donna, ovvero la tutela, e come contropartita pagava il Muntschatz, cioè la dote, detto anche Wittum, ossia controdote. La conclusione di tale contratto era seguita da una serie di atti giuridici: la consegna solenne della ragazza, l’accompagnamento della stessa nella casa dello sposo (il cosiddetto Brautlauf), ed il concubito. Attraverso questo tipo di matrimonio, la donna assumeva la posizione di padrona della casa e la mattina dopo la prima notte di nozze riceveva la Morgengabe.

Ecco quel che vigeva nell’ambito giuridico franco-germanico. Ed era proprio questa la situazione di fronte alla quale si trovò la Chiesa nel suo sforzo di far valere l’esigenza di Cristo dell’unità e dell’indissolubilità del matrimonio. La lotta della Chiesa per un incivilimento ed una cristianizzazione del matrimonio non dovette ricominciare solo presso i Germani. Fu una lotta che – per motivi che qui non verranno approfonditi – iniziò relativamente tardi. Solo Bonifacio riuscì, con l’appoggio dei principi franchi Carlomanno e Pipino, a far sì che la legge di Dio acquisisse valore universale. I numerosi sinodi per la riforma, convocati da Bonifacio, offrirono un foro adatto a tal fine. A partire da quel momento s’impose il principio formulato da Benedetto Levita: «Nullum sine dote fiat coniugium nec sine publicis nuptiis quisquam nubere praesumat» (nessun matrimonio dovrà essere contratto senza dote, e nessuno deve osare sposarsi senza nozze pubbliche).

Sebbene possa apparire che la Muntehe, ovvero il matrimonio contrattuale, infine abbia prevalso, restano però molti dubbi se per questo sia stata abbandonata la Friedelehe. Paul Mikat vede in ciò undesiderata urgente della ricerca, e Werner Ogris, nel manuale della storia del diritto tedesco (Handwörterbuch zur deutschen Rechtsgeschichte), nonostante tutta l’incertezza sui dettagli, sostiene che «l’esistenza, nell’ambito germanico, di un matrimonio morganatico senza dote e senza potestà, difficilmente può essere davvero messa in dubbio».

Intanto, proprio sotto l’influenza della Chiesa, lo sviluppo andò in direzione del fatto che «laFriedelehe si distinse sempre più dalla Muntehe e quindi finì necessariamente con l’avvicinarsi all’unione sessuale non coniugale». Indicativo di ciò è l’utilizzo indistinto della parola concubinasia per la donna nella Friedelehe sia per la vera concubina.

Date le circostanze era urgentemente necessario verificare, nel caso specifico di Lotario, se prima di aver contratto matrimonio con Teutberga ne avesse contratto uno secundum legem et ritum (secondo la legge e il rito) con Gualdrada, come Niccolò chiese di fare ai suoi legati. Egli insistette in modo particolare sulla dotazione e sulla consacrazione del matrimonio: «Informaci al più presto se il re ha sposato Gualdrada con la consegna del dono nuziale dinanzi a testimoni, secondo diritto e costume, e se Gualdrada gli è stata data in matrimonio pubblicamente».

In più, non disponiamo di nessuna fonte che testimoni che la Chiesa abbia mai riconosciuto unaFriedelehe come matrimonio. Ciò trova riscontro anche nel fatto che non è stata sollevata nessuna obiezione da parte della Chiesa quando Lotario, dopo essersi separato da Gualdrada, ha contratto matrimonio con Teutberga.

Paul Mikat conclude così la sua profonda analisi Dotierte Ehe – rechte Ehe del 1984: «Lo sviluppo del diritto matrimoniale in epoca franca merovingia e anche nei secoli seguenti mostra quanto fosse difficile per la Chiesa far valere tra i germani la sua concezione del matrimonio e il suo diritto matrimoniale. Nel processo di affermazione, un particolare compito spettò al diritto sulla celebrazione del matrimonio, che però la Chiesa affrontò solo tardivamente e con titubanza. Non disponeva di un modello per la celebrazione del matrimonio ecclesiale e poteva accettare il diritto vigente ogniqualvolta questo rappresentava una forma di matrimonio che la Chiesa poteva riconoscere pienamente dal punto di vista teologico, ovvero quando la forma del matrimonio corrispondeva ai principi dell’indissolubilità e della comunità di vita monogama. Gli sviluppi avvenuti dalla metà dell’VIII secolo confermano chiaramente il carattere funzionale che la Chiesa attribuiva al diritto sulla celebrazione del matrimonio; essi dimostrano che l’influenza della Chiesa sul diritto relativo alla celebrazione del matrimonio era intimamente legata al suo sforzo per far valere la sua comprensione del matrimonio».

Partendo da questi presupposti, non si può considerare che coerente il fatto che Niccolò I abbia definito una grave empietà il tentativo di contrarre una Muntehe con Gualdrada. Cionondimeno egli volle soddisfare le esigenze della giustizia e per questo ordinò un’attenta indagine attraverso il già menzionato sinodo di Metz ed i suoi legati, Radoaldo e Giovanni. Il loro compito era, anzitutto, di scoprire se l’affermazione di Lotario di aver ricevuto Gualdrada in moglie da suo padre fosse corretta. Questo sarebbe stato il caso se Lotario avesse preso in moglie Gualdrada «dopo l’avvenuta consegna del dono nuziale dinanzi a testimoni, secondo diritto e costume». Se fosse stato questo il caso, sorgeva la domanda del perché poi l’avesse ripudiata e aveva sposato Teutberga. Se però Lotario affermava di aver sposato Teutberga per timore, allora bisognava domandarsi come un re tanto potente fosse arrivato a trasgredire il comandamento di Dio per paura di un uomo ed a cadere tanto in basso.

Se invece fosse emerso che Gualdrada non era affatto la sua legittima consorte, perché non era sposata con Lotario conformemente alle usanze con la benedizione di un sacerdote, i legati avrebbero dovuto far comprendere al re che doveva riprendere con sé Teutberga, se era senza colpa. Egli non doveva seguire la voce della carne, bensì obbedire al comandamento di Dio. Doveva temere di marcire nel fango della lussuria se avesse seguito il proprio volere, e ricordare che avrebbe dovuto rendere conto dinanzi al trono del Giudice. Il papa inoltre disse ai legati che Teutberga si era rivolta già tre volte alla Sede Apostolica, lamentandosi di essere stata cacciata ingiustamente e dichiarando di essere stata costretta ad una falsa confessione. Se Teutberga avesse accolto il suo invito a presentarsi dinanzi al sinodo, i legati avrebbero dovuto esaminare coscienziosamente la sua causa. Se ella avesse confermato l’accusa di essere stata costretta a detta confessione, ovvero di essere stata condannata da giudici ingiusti, essi allora avrebbero dovuto decidere secondo equità e giustizia, affinché ella non venisse schiacciata dal peso dell’ingiustizia.

Niccolò in tutto ciò – ed è questo un aspetto interessante – non ignora affatto il destino di Gualdrada. Accusa Lotario, infatti, di essersi comportato anche nei suoi confronti in maniera scellerata. In seguito, molti vescovi ricevettero delle lettere da parte del papa, nelle quali erano invitati ad esercitare la loro influenza su Lotario per farlo ritornare sulla retta via. A quest’ultimo scrisse alla fine dell’863: «Hai così tanto ceduto alle pressioni del tuo corpo, d’aver tolto le briglie alle tue voglie. Così proprio tu, che sei posto come guida del tuo popolo, sei diventato per molti causa di rovina!». Poiché questi e altri moniti furono vani, sia Lotario sia Gualdrada vennero scomunicati; quest’ultima il 13 giugno dell’866. Nell’ulteriore corso delle questioni che non poterono essere risolte durante la vita di Lotario II, la posizione del papa non cambiò su nessun punto.

Se esaminiamo nel complesso la presa di posizione di Niccolò I e di Incmaro di Reims in questa causa, appare anzitutto evidente che entrambi seguono la corrente della tradizione giuridica canonica e della fede nell’unità e nell’indissolubilità del matrimonio sacramentale.

Emerge anche un altro dato: nella misura in cui la Chiesa riuscì a far sì che questa concezione del matrimonio si affermasse, il matrimonio perse ogni funzione utilitaristica.

Sebbene non sia mai stato possibile evitare che venissero celebrati matrimoni (simulati) al servizio di interessi politici, dinastici o perfino finanziari, laddove di frequente la dignità della persona ed i diritti personali delle donne erano sacrificati, mentre gli uomini si sentivano spinti a rompere il matrimonio con una donna non amata, sia Incmaro di Reims sia, soprattutto, Niccolò I pongono la dignità ed i diritti di una moglie prima dell’arbitrarietà di un potente. Incmaro, facendo riferimento al diritto canonico, sottolinea espressamente che anche la sterilità della sposa non può essere un motivo per sciogliere un matrimonio valido, e ancor meno per contrarre un nuovo matrimonio.

A sua volta, Niccolò, che non ignora affatto le colpe di Gualdrada, la considera comunque una vittima della passione di Lotario. Attraverso le spiegazioni molto efficaci contenute in una lettera del 30 ottobre dell’867 a Ludovico il Germanico, zio di Lotario, il papa dà un’ulteriore testimonianza della sua visione personalistica, quasi anacronistica per l’epoca, del matrimonio. Chiede a questo zio di esercitare la propria influenza su Lotario, affinché non solo accolga Teutberga nuovamente come moglie e le restituisca i suoi diritti, cosa già ottenuta grazie al legato Arsenio, ma la tratti anche davvero come sua moglie. A che cosa serve, domanda Niccolò, se Lotario con i piedi del proprio corpo non si reca più da Gualdrada mentre con i passi dello spirito corre verso di lei? Ed a cosa serve se, separato esternamente da Gualdrada, intimamente continua ad essere fuso con lei? Infine anche Teutberga non può essere soddisfatta della vicinanza fisica del marito se non c’è vicinanza spirituale, giacché Gualdrada continua ad esercitare il suo potere come se fosse lei la regina!

Dinanzi ad affermazioni tanto chiare e nette ci si guarderà bene dall’aderire ad un cliché che definisce la comprensione del matrimonio d’amore basato su un legame spirituale solo come una conquista della tarda età moderna. Proprio questa presa di posizione di Niccolò I sul matrimonio di Lotario mostra quanto il concetto cristiano di matrimonio si distinguesse dalla visione – e dalla pratica – germanica precristiana. Pure sulla questione “donna e Chiesa”, ora tanto di moda, scende così una luce finora percepita a stento.

4. Imparare dalla storia– Se la storia, e anche la storia della Chiesa, non si accontenta di apparire come una raccolta di episodi più o meno edificanti, e di tanto in tanto anche divertenti o scandalosi, ma per i suoi risultati avanza anche la pretesa di una rilevanza teologica, allora occorre interrogarsi sulle conclusioni teologiche che emergono dalla disputa sul matrimonio di Lotario II appena raccontata. Non sarà però possibile tener conto di un aspetto dell’evento citato, ovvero la domanda sul tipo e sull’estensione dell’esercizio della giurisdizione papale da parte di Niccolò I. Ci limiteremo dunque alle affermazioni che possono essere fatte riguardo alla comprensione dell’indissolubilità del matrimonio.

Ernst Daßmann scrive in merito all’atteggiamento della Chiesa cristiana dei primordi su questo punto: «Una portata che difficilmente può essere sottovalutata per il configurarsi del matrimonio e della vita familiare cristiana la ebbero il divieto assoluto dell’adulterio, che valeva in egual misura per uomo e donna, nonché il diritto alla vita del bambino, anch’esso riconosciuto senza limitazioni … Per principio era respinto anche il divorzio; tuttavia a questo riguardo il giudizio variava sul modo in cui doveva comportarsi la parte cristiana nel caso di adulterio dell’uomo o della donna e se al coniuge tradito o abbandonato dovesse essere permesso un nuovo matrimonio». Come già detto, però, il problema si poneva solo in caso di matrimonio tra battezzati e non battezzati. Questa norma autenticamente cristiana non urtava solo contro la realtà di vita della società antica mediterranea greco-romana. Una situazione analoga risultava pure quando la comprensione sacramentale, e quindi l’esigenza di unità e di indissolubilità del matrimonio cristiano, da essa inscindibile, era messa a confronto con le strutture sociali precristiane dell’ambito culturale germanico-celtico.

Ebbe così inizio anche un processo nel corso del quale il concetto cristiano di matrimonio cercò d’imporsi sulle forme e sulle norme matrimoniali precristiane tramandate dalle popolazioni ormai convertite alla fede in Cristo. Considerando la posizione sociale delle persone coinvolte nel caso preso in esame e le dimensioni del conflitto, che abbracciava sia la politica sia la Chiesa, non è esagerato considerare la disputa sul matrimonio del re franco una pietra miliare nel lungo processo di affermazione delle norme matrimoniali cristiane.

Nell’esaminare le diverse tappe di tale processo, notiamo che sotto l’aspetto fondamentale, quello teologico, non vi erano dubbi, ma erano grandi le incertezze nell’applicazione dell’insegnamento cristiano sul matrimonio a casi concreti, che continuavano a presentarsi in una situazione sociale caratterizzata dalla tradizione pagana.

Di fatto, a questo proposito troviamo vescovi, sinodi, che hanno creduto di poter sciogliere matrimoni e consentirne di nuovi, proprio come è accaduto nel caso appena descritto. Quest’osservazione potrebbe portarci a ricordare una formula, forgiata dalla canonistica illuminista:Olim non erat sicun tempo non era così.

Applicato al presente: un tempo esisteva il permesso di risposarsi dopo il divorzio! C’è quindi un motivo che impedisce, nella situazione attuale e dinanzi alle difficoltà pastorali del presente, di ritornare ad una posizione già presa in passato ed ammettere una prassi “più umana” – come si direbbe oggi – di divorzio e nuovo matrimonio?

Si pone così una domanda di grande portata teologica. La sua importanza emerge quando ricordiamo che già nell’ambito della teologia ecumenica si è argomentato in modo analogo. Non si potrebbe – è questa la domanda in quell’ambito – convincere più facilmente l’ortodossia alla riunificazione se si ritornasse allo stato dei rapporti tra Oriente e Occidente prima delle scomuniche del 1054?

Già intorno alla metà del XVII secolo, inoltre, è chiamato in causa – e più precisamente dai teologi della cosiddetta ortodossia luterana e della scuola di Helmstädt, più vicina a Melantone –, il modello di riunificazione del cosiddetto consensus quinquesaecularis: ritorno, cioè, a quella situazione della dottrina della fede e della Chiesa che vigeva nei primi cinque secoli e riguardo alla quale oggi non esistono controversie!

Idee davvero affascinanti! Ma offrono veramente una chiave per risolvere il problema? Solo in apparenza! Non per niente la storia li ha ignorati e la loro legittimazione teologica poggia su piedi d’argilla. La tradizione nel senso tecnico-teologico del termine non è una fiera delle antichità dove poter scegliere e acquistare determinati oggetti ambiti!

La traditio-paradosis è piuttosto un processo dinamico di sviluppo organico conformemente – mi sia consentito il paragone – al codice genetico insito nella Chiesa. Si tratta però di un processo che non trova corrispettivi adeguati nella storia profana delle forme sociali umane, negli Stati, nelle dinastie e così via. Proprio come la Chiesa stessa è un’entità sui generis priva di analogie, anche le sue scelte di vita non sono paragonabili, sic et simpliciter, con quelle di comunità puramente umane e mondane. Piuttosto, qui sono decisivi i dati della rivelazione divina. Da questa risulta l’indefettibilità della Chiesa, ovvero il fatto che la Chiesa di Cristo, per quanto riguarda il suo patrimonio di fede, i suoi sacramenti e la sua struttura gerarchica fondata sull’istituzione divina, non può avere uno sviluppo che mette in pericolo la sua stessa identità.

Ogniqualvolta si prende sul serio nella fede l’azione dello Spirito Santo, che abita nella Chiesa e che, secondo la promessa del Divin Maestro, la guiderà alla verità tutta intera, appare ovvio che il principio olim non erat sic non appartiene alla natura della Chiesa e pertanto non può essere determinante per lei!

Ma se i sinodi sopramenzionati, allora, effettivamente autorizzarono Lotario II a risposarsi, non era anche quella una decisione guidata dallo Spirito Santo? Non era forse espressione della paradosis?

A ciò risponde la domanda sulla forma concreta e la competenza di quei sinodi. È vero che essi non hanno preso decisioni dottrinali, né hanno emanato leggi, tuttavia, hanno preteso di giudicare, e questo non in materia puramente giuridica, bensì sacramentale. Nel caso esaminato, però, i sinodi non erano affatto liberi, e data la pressione subita da parte del re, indubbiamente dovevano essere considerati di parte, se non addirittura corrotti. La loro dipendenza da Lotario II portò ad una accondiscendenza tale ai desideri del re, da spingere i vescovi perfino a violare il diritto ed a corrompere dei legati pontifici.

Tenuto conto delle circostanze e di altre irregolarità, era evidente che questi sinodi avevano fatto tutto tranne che amministrare la giustizia. Proprio da questo genere di esperienza derivava la norma del diritto canonico che toglieva ai tribunali ecclesiastici territoriali la competenza per le cause riguardanti i detentori del massimo potere dello Stato ed indicava quale unico foro competente il tribunale del papa (can. 1405 c.i.c. 1983). Nel caso illustrato, si aggiunge come ulteriore criterio decisivo la valutazione negativa, senza compromessi, del papa su tali sinodi, al loro modo di procedere ed al loro giudizio finale.

Non si può quindi pensare neanche lontanamente che questa assemblea – ed altre similari – possa essere un luogo dove cogliere la tradizione autentica e vincolante della Chiesa.

Certo, non solo i concili generali ma anche i sinodi particolari possono formulare la paradosis in modo vincolante. Tuttavia, possono farlo solo se corrispondono essi stessi alle esigenze sia formali sia contenutistiche della tradizione autentica. Questo, però – è bene ribadirlo – non era il caso per quanto concerne le assemblee di vescovi qui esaminate.

5. Conclusione – Nel trarre le fila del ragionamento appena esposto, in conclusione, consentitemi di rispondere ad una possibile obiezione che taluno potrà sollevare e che corrisponde allo schema interpretativo di una “storia dei vincitori”, più vicino al pensiero storico marxista. Con ciò s’intende dire che lo sviluppo effettivo della dottrina, del sacramento e della costituzione della Chiesa non doveva svolgersi necessariamente, ovvero per forza di cose, come di fatto si è svolto. Che altre impostazioni, forse opposte, non siano riuscite ad imporsi, è piuttosto il risultato di congiunzioni storiche, ovvero di rapporti di poteri, casuali. Naturalmente, questo modo di considerare gli eventi della storia della Chiesa, ed i risultati degli stessi, consentirebbe di ritenere questi ultimi quali meri prodotti casuali della relatività loro propria. In altre parole, si potrebbe ribaltarli in qualsiasi momento ed imboccare altre vie.

Ciò però non è possibile se alla base si pone la comprensione autenticamente cattolica della Chiesa, così come espressa da ultimo nella costituzione Lumen gentium del concilio Vaticano II.

A tal fine è necessario – come già osservato – che la Chiesa possa essere certa dell’aiuto costante dello Spirito Santo, che è il suo principio vitale più intimo, il quale garantisce ed opera la sua identità nonostante tutti i cambiamenti storici.

Così, dunque, lo sviluppo effettivo del dogma, del sacramento e della gerarchia del diritto divino non sono prodotti casuali della storia, ma sono guidati e resi possibili dallo Spirito di Dio. Per questo è irreversibile e aperto solo in direzione di una comprensione più completa. La tradizione in tal senso ha pertanto carattere normativo.

Nel caso esaminato, ciò significa che dal dogma dell’unità, della sacramentalità e dell’indissolubilità, radicati nel matrimonio tra due battezzati, non c’è una strada che porti indietro, se non quella – inevitabile e per questo da rigettare – del ritenerli un errore dai quali emendarsi.

Il modo di agire di Niccolò I nella disputa sul nuovo matrimonio di Lotario II, tanto consapevole dei principi quanto inflessibile ed impavido, costituisce una tappa importante sul cammino per l’affermazione dell’insegnamento sul matrimonio nell’ambito culturale germanico. Il fatto che il papa, come anche suoi diversi successori in occasioni analoghe, si sia dimostrato avvocato della dignità della persona e della libertà dei deboli – per la maggior parte erano donne – ha fatto meritare a Niccolò I il rispetto della storiografia, la corona della santità ed il titolo di Magnus.

 

[1] http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/1350815?sp=y

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *