El n. 60 de la Relación final del Sínodo de 2014 aborda lo que denomina “uno de los desafíos fundamentales” de la familia: la educación. El texto dice: “Uno de los desafíos fundamentales a los que hoy en día se enfrentan las familias es seguramente el educativo, desafío que la situación cultural actual y la gran influencia que ejercen los medios hacen más arduo y complejo.Hay que tener en la debida consideración las exigencias y las expectativas de unas familias capaces de ser, en su vida diaria, lugares de crecimiento, de transmisión concreta y esencial de las virtudes que forjan la existencia. Ello implica que los padres puedan escoger libremente el tipo de educación a impartir a sus hijos, de acuerdo con sus propias convicciones”. Uno de los puntos más delicados de esta educación es, sin duda alguna, el de la educación sexual de los niños, adolescentes y jóvenes. Precisamente sobre este punto, considero que en el actual debate sobre la educación sexual hay por lo menos tres puntos que sustancialmente se encuentran desenfocados: (a) el de los sujetos a quienes debe apuntar primeramente (aunque no exclusivamente) la educación sexual: no es primariamente a los niños, adolescentes y jóvenes, sino a sus padres, para que éstos eduquen a sus hijos; (b) en dependencia, del anterior punto, el de los agentes de la educación: son los padres los principales agentes de la educación de sus hijos, y a ellos se los debe ayudar en esta tarea, pero no suplantar y menos usurpar su derecho; y (c) el objeto de la educación: la sexualidad es un elemento integral del cuadro más amplio que podemos llamar el “corazón” o la “afectividad”; consecuentemente no se puede plantear una “educación de la sexualidad” sino una “educación del corazón” que deberá dirigir la sexualidad de la persona.
Trataré de desarrollar esos temas en las páginas que siguen a continuación.
Una consideración previa sobre la educación
En nuestro tiempo se habla con demasiada frecuencia de “educación” de la sexualidad, usando no sólo equívocamente el término educación, sino abusivamente, es decir, desencajado de su verdadero significado. No tenemos aquí el espacio para discutir el problema de la educación, pero creo que una mente libre de prejuicios estará de acuerdo con la definición de la educación como “promoción del hombre al estado perfecto de hombre en cuanto hombre, que es el estado de virtud”[1]. Creo que cualquier tradición educativa clásica coincidirá sustancialmente con ella. La educación consiste en llevar a la perfección a un sujeto; educar viene de “e-dúcere”, educir, sacar las potencialidades que hay en un sujeto para llevarlo a la perfección. Miguel Ángel educía de la piedra perfecciones que estaban en potencia en ella, y un bloque bruto de mármol cobraba una maravillosa introspección en el David y dramatismo en cualquiera de sus tres Pietà conocidas. Pero el David y las Pietà son perfecciones de la piedra que, sin dejar de ser piedra, adquiere una forma estética más perfecta. En el hombre lo que se debe educir o sacar es la perfección propiamente humana que está en potencia en él; por eso se dice que hay que llevarlo al estado de perfección humana que le corresponde (de “hombre en cuanto hombre”) que lo distingue de los minerales, las plantas y los animales, aunque tenga elementos comunes con todas estas realidades. Y este estado de perfección es el estado de virtud, como se puede ver en toda la tradición judeo-cristiana, la del paganismo greco-romano, la de cualquiera de las grandes civilizaciones orientales o, si preferimos enmarcarnos en una dimensión puramente patria, en las máximas redactadas por don José de San Martín para su hija que son, en definitiva, una lista de virtudes con las que el Libertador consideraba que debía adornarse toda mujer de valor. Se podrá discutir y objetar cuáles son las virtudes que perfeccionan al hombre o el orden de las mismas, pero no el que perfección y virtud sean sinónimos.
Educar, pues, significa perfeccionar, y perfeccionar equivale a “hacer virtuosos” a los educandos. El eminente psiquiatra Gianfrancresco Zuanazzi, expresaba de modo más moderno la misma idea, al decir: “educar significa no sólo hacer partícipe al sujeto de un mundo de valores (…) sino volverlo capaz de recrear en sí estos valores”[2].
Una segunda confusión u olvido lamentable es la reducción de la perfección educativa a una perfección cognoscitiva: educar, en muchos ambientes actuales, es visto como perfección del conocimiento. Pero el ser humano no tiene solamente una cabeza, ni es una máquina de archivar datos. Educación puramente cognoscitiva (no me atrevo a decir “intelectual” pues este término tiene una connotación que le queda demasiado grande a nuestro actual sistema educativo) no es educación sino información. La lectura de una enciclopedia no hace a un hombre perfecto; lo convierte simplemente en enciclopédico; y como los primeros enciclopedistas puede hacerlo partidario de la guillotina para quienes no piensen como él, porque la amplitud del conocimiento no garantiza la rectitud del corazón; puede significar hipertrofia del conocimiento e hipotrofia del corazón. Por las mismas razones, el dictado de un conocimiento enciclopédico durante los años de la infancia, adolescencia y juventud no puede ser llamado por sí solo “educación”.
La educación debe ser integral apuntando tanto a la inteligencia como a la voluntad y a los afectos, con el objeto propio de cada potencia: la verdad a la inteligencia, el bien a las facultades apetitivas, espiritual y afectivas. Sólo la verdad intelectual —asimilada— puede ser guía de una voluntad que quiera seguir el bien, y sólo una voluntad que quiera seguir el bien puede garantizar el recto uso de las verdades intelectuales, como notó ya Aristóteles, porque las virtudes intelectuales (ciencias y artes) son virtudes imperfectas que dan una excelencia a la inteligencia, pero no garantizan por sí mismas su recto uso (¿o los creadores de las bombas atómica y bacteriológicas no fueron, acaso, luminosos intelectuales de la física y la química?) sin la prudencia (virtud anfibia, mitad intelectual y mitad moral) y las virtudes morales, que garantizan el amor del bien y la armonización entre la verdad y la bondad.
El tema daría para mucho, pero baste lo dicho para poder hacer las aplicaciones necesarias en nuestro campo.
Una situación altamente compleja
Nuestra sociedad es una “civilización enferma”[3] que no comprende lo que es el misterio del hombre, de la vida, del amor, de la entrega. Si nos dejamos llevar por sus principios, no puede producir más que perturbaciones. Si pretendemos hablar de educación de la sexualidad, debemos tener en cuenta las dificultades con que nos enfrentamos en nuestros tiempos[4]:
-La desaparición de modelos culturales tradicionales que en el pasado desempeñaban un trabajo educativo en la medida en que (sin negar muchas de sus deficiencias) estaban impregnados de cierto respeto por valores fundamentales como el pudor, la castidad, la familia, la caballerosidad, la virginidad, etc. Aun cuando muchas familias no pudiesen dar una educación positiva, ese ambiente general contribuía en algo a producirla. Su desaparición en nuestra cultura ha dejado un vacío que ni padres ni educadores saben llenar.
-Debemos sumar el oscurecimiento de la verdad sobre el hombre, considerado ahora como algo puramente físico, banalizado en su sexo, en su corporeidad y, por tanto, en su persona misma. El concepto individualista de la libertad en lugar de liberar al hombre lo ha aislado de la sociedad, haciendo al hombre “lobo del hombre”.
-La presión de los mass-media que agigantan con su poderosa capacidad de repercusión un concepto pesimista del hombre y de la mujer: inmanente, cerrado a la trascendencia, materializado, sexualizado, cosificado.
-La misma escuela que, víctima de una idea reductiva de la educación, ha venido a suplantar educación del corazón con educación sexual y, a su vez, educación sexual con información sexual deformando (en muchos casos) las conciencias de los educandos. Puede verse a este respecto la presentación que hace el Dr. Jorge Scala, quien después de analizar varios manuales escolares muestra cómo el objetivo pedagógico de los mismos apunta a la perfecta asimilación de seis principios básicos: 1º Cada alumno debe elaborar su propia moral sexual, diferente a la de sus padres; 2º Hay muchos tipos de unión sexual, todas de idéntico valor social: matrimonio, concubinato, cohabitación, apareos ocasionales, homosexualismo o lesbianismo, etc.; 3º La única diferencia entre una mujer y un hombre son las anatómicas de sus genitales (no la femineidad y la maternidad ni la masculinidad y la paternidad); 4º El sexo sirve fundamentalmente, para procurarse cada uno el máximo placer; secundariamente, se utiliza para reproducirse; 5º El sexo es bueno (también moralmente), sólo en la medida en que me da placer; por ello deben eliminarse los miedos al embarazo y a las enfermedades de transmisión sexual, a través del “sexo seguro” (que es en definitiva el objetivo final de la materia); 6º La única irresponsabilidad e inmoralidad sexual es el uso de los genitales sin la debida protección, contraceptiva o preventiva de enfermedades venéreas. Por eso, algunos de estos manuales promueven positiva y explícitamente la masturbación, las relaciones sexuales homo y heterosexuales, el bestialismo, la anticoncepción, la esterilización y el aborto, exigiendo que se garantice a los jóvenes la privacidad y confidencialidad, sin el conocimiento o permiso de los padres[5].
Si así están las cosas, no resultará extraño que las cosas que diremos aquí vengan a contrapelo con la actual corriente “educativa” mundial.
Quiénes deben educar y a quiénes educar
Decía E. de Marchi que “el mejor modo de educar a los hijos es educar a los padres”. Creo que aquí está la base de la que se debe partir al hablar de educación sexual por parte de los entes educativos (sea la escuela o las autoridades gubernativas o educativas, nacionales o privinciales). El motivo es muy simple: la educación de los hijos, máxime en el terreno donde se toca su identidad sexual y su madurez psicosexual, es un derecho de los padres: esencial (porque está relacionado con la transmisión de la vida humana), original y primario (respecto del deber educativo de los demás entes) e insustituible e inalienable (porque ni lo pueden delegar totalmente ni puede serle usurpado por otros)[6]. Y no sólo es un derecho, sino que constituye también un deber: si los padres no educan a sus hijos se hacen culpables de su deformación, así como si tolerasen una formación inmoral o inadecuada impartida a los hijos fuera del hogar.
Los principales educadores son los padres y precisamente por ser tales: “son educadores por ser padres”. La educación de los hijos es una continuación de la generación, la cual conoce dos momentos: el de la generación de la vida humana y el de la generación de la personalidad del hijo. Hay padres que no abortan a sus hijos en la primera generación, pero lo hacen en la segunda dejándolos afectivamente inmaduros e incapaces de enfrentar la vida.
En esta tarea los padres pueden ser ayudados, pero no sustituidos, salvo cuando existan graves razones de incapacidad física o moral para educar a sus hijos. Por eso todo otro colaborador debe actuar en nombre de los padres, con su consenso y, en cierta medida, incluso por encargo suyo[7].
Es más que evidente que muchos padres muchas veces no pueden enfrentar esta tarea solos, a veces por falta de preparación, de tiempo o por inmadurez. Por eso es necesario que se capaciten y se hagan ayudar. A ellos debería, pues apuntar toda educación (verdadera).
Hay situaciones, y cada vez se ven con mayor frecuencia, de padres que no sólo no desempeñan esta tarea sino que corrompen a sus hijos. Sólo en estas situaciones extremas, por el bien de los hijos, estos pueden ser quitados de la tutela paterna para ser educados por quien pueda llevar a cabo de modo integral esta misión. Pero esta incapacidad debe ser probada en cada caso y con argumentos irrecusables; de lo contrario el derecho natural ampara a los padres.
Y los padres deben tener conciencia de sus derechos y deberes en este campo y de la obligación estricta de hacerlos respetar: educando preventiva y críticamente a los hijos, es decir, procurando que sepan discernir y que no se pongan en ocasiones de pecado, denunciando valientemente ante las autoridades todo intento de educar mal, o enfrentándose con las mismas autoridades (no con violencia sino con la resistencia pasiva de la que los inviste el derecho natural) cuando son estas autoridades las que usurpan sus derechos respecto de sus hijos y pervierten sus corazones.
Este es un asunto demasiado serio, donde no puede haber medias tintas.
Como ya dijimos, que se trate de una tarea primordial e indeclinable no significa que los progenitores puedan realizarla solos. Deben ser ayudados, y en esta ayuda intervienen en el orden natural el Estado y la Escuela, y en el sobrenatural la Iglesia. Pero esta ayuda cae dentro del principio de subsidiariedad que ordena, como su nombre lo indica, subsidiar la tarea paterna; subsidiar significa colaborar, ayudar, pero no suplantar ni usurpar ni violentar. Donde los padres no lleguen (por falta de capacitación, de tiempo, de medios) todos estos organismos deben ayudarlos. En el caso de la educación de los hijos ayudando a los padres a que alcancen esos medios necesarios para tal educación; por eso, en caso de la educación sexual, es a los padres (y siempre y cuando sea necesario), a los que se debe fundamentalmente apuntar, y ellos deberán luego acomodar lo recibido a la psicología, edad, madurez y capacidad receptiva de cada uno de sus hijos, a quienes nadie como sus propios padres conocen.
Por este motivo, hablar de “educación sexual en la escuela”, es una expresión ambigua. En la escuela debe impartirse, como es lógico, una instrucción (“prudente”) de la biología humana; en este contexto es donde —con el mayor recato y delicadeza— deben ubicarse las necesarias referencias a la fisiología de la reproducción, para la cabal compresión de la corporeidad humana. Pero esta instrucción debe ser dada en el momento oportuno, y debe ser equilibrada con la que se da sobre los demás temas de la biología y fisiología humana. Cuando se habla de “educación sexual en la escuela”, por lo general no se entiende así, sino de una enseñanza focalizada en la problemática sexual, genital y reproductiva, y en general con una orientación dudosa o explícitamente reprobable. No es ésta la función de la escuela[8].
Educación del corazón o educación sexual
Un serio problema está constituido por la homologación de “educación sexual” con “educación del uso del sexo” o “del comportamiento sexual”. Lo que demuestra que el término es inapropiado. Todo ser humano necesita que se lo eduque para el amor, por tanto la educación debe tener por objeto el “corazón” o la vida afectiva general de la persona, de la cual su sexualidad y genitalidad es una parte.
El problema de los reduccionismos es sumamente serio, y aquí estamos ante una triple reducción: la de la persona a su dimensión corporal, la de afectividad a sexualidad y la de sexualidad a genitalidad. La campaña que en muchos países se lleva a cabo bajo el eslogan de “sexo seguro” es una muestra: se trata de una campaña para que se usen los genitales del hombre y de la mujer sin riesgo de embarazo.
Esto demuestra que la actual controversia sobre la educación sexual es un camino sin salida si no se discute previamente y se aclaran muchas nociones previas que pertenecen no a la sexología sino a la antropología y a la ética.
La orientación de toda educación sexual está necesariamente condicionada por la concepción antropológica y moral que subyace en la mente del educador (y de las autoridades gubernativas). Por eso, a menos que se respete al hombre en su integridad, como una unidad substancial de alma espiritual y cuerpo, con una jerarquía de facultades en que la inteligencia y la voluntad priman sobre los afectos o pasiones, y por debajo —e íntimamente unidos— tenemos las tendencias biológicas de la persona, no podremos decir qué es educar el corazón o la sexualidad. Para llevar a la perfección un ser, es necesario que sepamos cuál es el estado de perfección de ese ser. Y si, a la ignorancia de estos conceptos, sumamos la confusión introducida por la llamada “ideología del género” que rechaza la diferencia sexual enraizada en la construcción bio-psíquica de la persona, promoviendo la idea de los “roles” sexuales, quedamos empantanados en una anarquía educativa[9].
La perfección del ser humano es el bien integral que lleva a pleno desarrollo todas sus potencias. Siendo el hombre un compuesto de potencias que tienen objetos muy distintos (la verdad y el bien, el bien común y privado, el bien sensible y el espiritual, el bien natural y el sobrenatural), su perfección “integral” tiene una analogía con el “bien común” de la sociedad. En una sociedad es normal que cada miembro deba renunciar a algunos de sus bienes legítimos pero privados en razón del bien común, como debemos dar la vida por la patria, nuestro legítimo descanso por la atención de los hijos, parte de nuestros bienes para los más necesitados, etc. Si cada uno se preocupara sólo por sus bienes privados —aun los legítimos— la sociedad se anarquizaría y terminaría por disgregarse. El tutelar el bien común es lo que postula la necesidad de la autoridad y del gobierno. Pero ese bien común, a su vez, constituye el mayor bien y perfección de cada una de las partes, a pesar de que éstas hayan tenido que sacrificar algo de sus bienes particulares para contribuir al bien común. Así funciona una sociedad, así funciona una empresa, así funciona una familia en donde unos se sacrifican por los otros y reciben a cambio el bien del sacrificio que los demás les brindan.
También nuestro bien integral es una forma reducida de bien común (y eso es lo que quiere decir “integral”). Nuestra inteligencia quiere conocer la verdad, nuestra voluntad quiere el bien espiritual, nuestros apetitos sus bienes emotivos que los perfeccionan, nuestros sentidos los bienes materiales hacia los que están inclinados. Pero un científico apasionado no puede dedicar veinticuatro horas al estudio, sin comer ni dormir; ni un místico enamorado de Dios puede rezar ininterrumpidamente abandonando totalmente el trabajo, ni podemos comer sin respirar, ni respirar sin dejar un momento para llevarnos un bocado al estómago. Debe haber una “renuncia”, una medida (toda medida implica renuncia). Y esta medida la dicta la prudencia (perfeccionada con el estudio moral) y siguiendo la jerarquía de las facultades: los sentidos externos e internos, y los afectos, deben buscar su perfección pero subordinados al bien propio de las potencias espirituales. Y las potencias todas, especialmente las espirituales (inteligencia y voluntad) y las afectivas (apetito sensible y concupiscible), adquiriendo los hábitos perfectivos que llamamos “virtudes” morales e intelectuales.
La educación sexual, reducida a la información sobre las funciones y posibles usos de la genitalidad (en el mejor de los casos, cuando no se despierta la curiosidad de niños y adolescentes, o se deforma su conciencia llamando bien al mal y mal al bien, y se los incita al uso ilícito —pero dudosa o falsamente “seguro”— de su genitalidad), no es educación, sino deseducación; y en algunos casos puede encuadrarse en la corrupción de menores (porque el despertar la mala curiosidad, excitar la concupiscencia y/o enseñar el uso de la sexualidad extramatrimonial a niños y adolescentes es “corromper” sus conciencias).
El verdadero contenido de la educación sexual[10]
El contenido de una auténtica educación sexual es la enseñanza de la “vocación al amor” y de la educación de la castidad que no equivale, como algunos con supina ignorancia repiten, a simple abstinencia (tiene diversos regímenes, porque una es la castidad del casado, otra la de los consagrados, otra la de los viudos y otra la de los solteros y novios).
El hombre ha sido creado para amar. La educación del corazón, debe ser, pues educación del amor. Pero hay dos tipos de amores: uno de concupiscencia y otro de amistad o entrega. El primero sólo busca objetos en los cuales satisfacer sus propios apetitos; y si bien no puede ser suprimido totalmente por ser una inclinación del apetito natural que busca el propia bien, deberá ser asumido y superado por el amor de amistad o benevolencia. Pero el amor propiamente humano es el segundo amor, por el que somos capaces de conocer y amar a las personas en sí mismas y por sí mismas. Lo llamamos de amistad u oblativo; perfectamente encarnado en Jesucristo (“tanto amó Dios al mundo que le dio a su propio Hijo”: Jn 3,16; “me amó y se entregó por mí”: Gal 2,20), pero realizado en todos los que saben “darse”. Y este amor se aprende, se educa; es exigente y en esta exigencia radica su belleza.
Esta vocación al amor se vive de dos maneras diversas según el distinto llamado divino: la vocación al amor virginal y la vocación al amor conyugal.
La virginidad consagrada significa la renuncia voluntaria y perpetua al uso de la propia sexualidad por un motivo superior: para los cristianos es la entrega total del corazón a Dios y el seguimiento perfecto de Jesucristo virgen. Es un acto de entrega total a Dios que exige un corazón indiviso, separado no sólo del pecado sino de muchos bienes verdaderos y nobilísimos, como el mismo amor conyugal, por un bien más nobilísimo aún: la dedicación total y exclusiva a Dios. Hay también otros motivos nobles pero humanos para vivir una renuncia análoga (la pasión por la investigación, por la dedicación altruista a los demás, por la atención de los propios padres o hermanos enfermos, etc.).
El amor conyugal se vive en la total comunión entre un hombre y una mujer para siempre. Funda la comunión de personas en la que Dios ha querido que viniera concebida, naciera y se desarrollara la vida humana. Sólo a este amor pertenece el derecho de la donación sexual entre el hombre y la mujer; donación sexual que sólo es plenamente humana cuando forma parte integrante del amor espiritual, psíquico, físico y comprometido hasta la muerte. El signo revelador de la autenticidad del amor conyugal es la apertura a la vida, es decir, el fructificar en vida, en hijos: “tu mujer es como una vid fecunda –dice el Salmo (128,3-4)– y tus hijos como retoños de olivo junto a tu mesa”.
Educar el corazón es enseñar a los jóvenes —y a los que ya no lo son— esta doble vertiente del amor.
Pero hay más. Tanto la virginidad como la conyugalidad requieren, para poder vivirse, el hábito —o virtud— de la castidad, que es aquella “dimensión espiritual que libera el amor del egoísmo y de la agresividad”[11]. La castidad es la virtud por la cual la persona humana sólo usa del sexo dentro de su legítimo matrimonio y según las leyes de Dios. Significa, equivalentemente, la abstención total del uso sexual fuera del matrimonio y antes del matrimonio (aunque sea en vistas del matrimonio); y dentro del matrimonio significa el abstenerse de hacer las cosas al margen de la ley natural (que es ley de Dios).
La castidad presupone el aprendizaje del dominio de sí; es decir, el aprender a conseguir la libertad humana, porque “o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado”[12]. Es, por tanto, capacidad de dominio e implica tanto el evitar las ocasiones de provocación al pecado, cuanto el superar los impulsos instintivos de la propia naturaleza.
La castidad torna a la personalidad armónica, madura, y llena de paz interior. No siempre es fácil. Algunos se encuentran en ambientes donde la castidad es ofendida y desacreditada deliberada y sistemáticamente; por lo cual, vivirla exige una lucha exigente y hasta heroica. Pero con la gracia de Cristo todos pueden vivirla. Los jóvenes tienen natural inclinación al heroísmo; éste no será pues el principal problema; en todo caso, el problema fundamental lo constituyen los que los convencen de que el heroísmo es un sacrificio inútil: los desencantados que siembran el desencanto en el mundo.
También debemos recordar (¡nunca se hace de modo suficiente!) que las virtudes o están conectadas entre sí o no pueden subsistir de ninguna manera; para vivir plenamente la castidad se requiere adquirir otras virtudes subsidiarias como la fortaleza, la templanza, la mortificación y la caridad.
Objetivos de la educación de la sexualidad
De todo esto podemos deducir que la educación sexual de los niños, adolescentes y jóvenes, siendo educación del corazón a la castidad, debe apuntar a tres objetivos fundamentales. El primero es producir y conservar en la familia un clima positivo de amor, de virtud y de respeto a los dones de Dios; particularmente al don de la vida. El segundo es ayudar gradualmente a los hijos a comprender el valor de la sexualidad y de la castidad y sostener su desarrollo con el consejo, el ejemplo y la oración. El tercero, consiste en ayudarlos a comprender y descubrir la propia vocación al matrimonio o a la virginidad; la familia tiene un papel fundamental en el descubrimiento de la vocación de sus hijos, la cual, como ya hemos dicho, puede ser vocación al matrimonio o a la virginidad o celibato.
Este último punto tiene mucha importancia y es parte fundamental de la educación del corazón, pues cualquiera de las dos elecciones que el ser humano haga exigen preparación y ayuda para que se realicen con plena libertad.
La mayoría de las personas (como las estadísticas y la observación común nos permiten percibir) seguirá en la vida la vocación matrimonial; pero para que no se equivoquen en este camino, deben aprender que el matrimonio es una vocación; y, en cuanto tal ha de ser una elección meditada. Los padres deben plantear a sus hijos la verdad del matrimonio, para que puedan elegirlo maduramente. Deben enseñarles que se trata un amor singular (humano –a la vez sensible y espiritual– total, fiel y fecundo), que para dos bautizados es un sacramento; que tiene dos dimensiones inseparables (la unión de los esposos y la procreación), que sólo puede ser vivido maduramente si se vive la castidad (es decir, si los cónyuges tienen dominio de sus instintos y capacidad de darse por entero con sacrificio). Para esto, los padres deben formar la castidad de los hijos en vista del matrimonio. También es necesario advertir a los jóvenes de los simulacros del amor y sus consecuencias (esterilización, aborto, sexualidad extraconyugal, relaciones prematrimoniales) tales como son, es decir, como amenazas al amor y no como variantes o circunstancias del mismo.
Pero otros seguirán en su vida la vocación del celibato o la virginidad (algunos libremente, especialmente cuando se trata del celibato y la virginidad consagradas y religiosas, y otros porque las vueltas de la vida no harán posible para ellos encontrar la persona con la que puedan formar una familia). Los padres deben preparar el terreno para que los llamados por Dios a consagrar su virginidad comprendan esta vocación, y para que quienes no puedan casarse (aun queriéndolo, como en el caso de muchos enfermos físicos o psíquicos y otros que por diversas circunstancias quedan solteros) comprendan que su vida no es un fracaso sino un modo legítimo aunque misterioso de realizarse. En cualquiera de los casos, deben prepararlos para que la vivan con alegría y madurez su estado célibe.
Los medios para educar la voluntad y la afectividad
La “afectividad ordenada”, dentro de la cual tiene su lugar la educación sexual no puede ser cultivada de cualquier manera. Exige un ambiente muy propicio, como las flores de invernadero. Como ya hemos insistido el lugar normal y originario es la familia, porque en la afectividad ordenada (por la virtud de la templanza y, en particular, la castidad) se integran armónicamente elementos físicos, psíquicos y espirituales que requieren un clima muy especial.
En este orden, educar consiste positivamente en apoyar (y crear las ocasiones) de las virtudes que ordenan la afectividad y la sexualidad bajo la sombra perfectiva de la castidad. Se trata, pues, de crear un ambiente positivo que a su vez suscite actos positivos de los que brotarán los hábitos buenos. Educar la sexualidad o la afectividad, no es una tarea negativa limitada a evitar que los hijos ingresen al camino de la drogadicción, de la prostitución o de la delincuencia, sino ayudarlos a caminar por el sendero de la virtud. La mayoría de los padres que han visto su misión restringida a un “aislamiento” de sus hijos de las ocasiones peligrosas, han terminado por verlos ingresar, a pesar de sus esfuerzos, en esos mismos ambientes; sencillamente porque no se los puede “sacar del mundo”. Pero creando virtudes positivas en ellos, introducen en su corazón el instrumento para que estando en el mundo, el mundo no los seduzca. Aún así, siempre debemos tener en cuenta el misterio de la libertad humana que no garantiza a ningún educador el uso de la libertad que hará su educando.
Pero al menos podemos indicar algunos elementos claves en este proceso educativo:
(a) El primer elemento que deben procurar los padres (y que deben subsidiar los educadores y las autoridades gubernativas) es crear un clima afectivo sano. Todas las ciencias psicológicas, pedagógicas y la experiencia destacan la importancia decisiva –en orden a una válida educación sexual– del clima afectivo que reina en la familia, especialmente en los primeros años de la infancia y de la adolescencia y, tal vez, incluso en la fase prenatal. Los desequilibrios, discusiones, discordias, infidelidades, etc., entre los padres son factores capaces de causar en los niños traumas emocionales y afectivos que pueden marcarlos para toda la vida. Para crear este clima, los padres deben encontrar el tiempo para estar con los hijos y para dialogar con ellos, porque educar “no se trata de imponerles una determinada línea de conducta, sino de mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos, que la recomiendan”[13]. No hay educación posible si los padres no comprenden que “los hijos son su tarea más importante…, más que el trabajo, más que el descanso, más que la posición social”[14].
(b) Deben a su vez crear un ambiente ejemplar. Los niños, y esto vale también para los adolescentes y jóvenes, están dispuestos a vivir según las verdades morales practicadas por sus padres. El olvido de este principio fundamental de la educación tiene consecuencias trágicas. Vivimos en una sociedad preñada de antimodelos y escasa de modelos verdaderos y moralmente buenos y heroicos. Entre un educador y un “enseñante” hay un abismo. Decía Alberto Hurtado que “es mucho más fácil enseñar que educar; para lo primero basta saber algo, para lo segundo, es menester ser algo. La verdadera influencia del educador no está en lo que dice, hace o enseña sino en lo que el educador es. La verdadera educación consiste en darse a sí mismo como modelo viviente, como lección real. Jesucristo así lo hizo”. Muchos padres se limitan a ser “enseñantes” de sus hijos; y lo mismo se diga de maestros y profesores. No dudamos de las buenas “enseñanzas” que muchos dan a sus hijos: por lo general les explican que deben ser buenos, generosos, perdonadores, ordenados, corteses, estudiosos, aplicados, amables, caritativos, fieles… pero muchas veces también les dan ejemplo en sus propias vidas de vivir bajo el signo del capricho, la revancha, la rivalidad, el materialismo, la infidelidad, la mentira, la inconstancia. ¿Cómo sorprenderse de que crezcan malas hierbas en lugar de manzanas si hemos pasado años sembrando malas hierbas al tiempo que recitábamos: “no se deben sembrar malas hierbas sino manzanas”? Los padres cosecharán en sus hijos —salvo las excepciones que no faltan nunca— lo que hayan sembrado con sus ejemplos de vida aunque estos hayan sido viudos de palabras, y no lo que hayan arrojado al voleo con bellas palabras viudas de ejemplos. Y lo mismo digamos de todos los educadores en general. El educador que olvida que el principal pizarrón en el que escribe las verdades que enseña por convicción es su propia alma y sus propios actos, ignora el principio más básico de la educación.
Insistamos en este punto clave. Decía Marcelino Champagnat, hablando del pedagogo: “Para enseñar la virtud, o mejor para infundirla y comunicarla, es necesario ser virtuoso; lo contrario es hacerse charlatán y mentiroso de profesión, lo cual es el extremo del envilecimiento”. Y citaba los consejos de un sabio pastor: “Para llegar a ser santo el que está encargado de la educación de la juventud, basta que no sea hipócrita ni mentiroso. Basta que ponga en práctica lo que dice, y siga sus propios consejos: recomienda usted a los niños la pureza de costumbres, sea usted mismo muy puro e irreprochable; los excita al amor de la verdad, a la obediencia, a la humildad, a la piedad, sea usted mismo veraz, humilde, dócil, piadoso; sea para ellos un modelo de todas las virtudes. Dar a los niños lecciones de prudencia, y contradecir con malos ejemplos las máximas que se emiten es una vergüenza y un crimen, es acariciar con una mano y pegar con la otra. Las palabras han de estar acordes con las acciones: si la conducta está en oposición con las palabras, ningún provecho traerán éstas al niño, y sólo servirán para condenación del maestro”[15]. ¿No es éste el drama de muchas familias actuales y sobre todo de muchas escuelas que piden peras al olmo? Si tenemos una generación de educadores sin virtud, por más que enseñen el evangelio en sus aulas, la próxima generación será de viciosos, porque sus maestros han borrado con el codo lo que iban escribiendo con la mano.
(c) En tercer lugar, la educación debe ser global e integral, como ya hemos dicho más arriba; es decir, debe apuntar al mismo tiempo, al espíritu, a la sensibilidad y a los sentimientos. Es educación, en general, de un conjunto muy amplio de virtudes (más concretamente, de “todas” las virtudes): porque es necesario el dominio de sí, la templanza, la modestia, el pudor, la caridad cristiana, la capacidad de sacrificio, la fe, la oración, etc.
(d) En cuarto lugar, si hablamos principalmente de la educación sexual, debemos determinar con toda claridad que esta educación comienza creando un clima adecuado de pudor y modestia. El pudor “designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado… Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas… El pudor es modestia”[16] . Se da tanto en relación con el cuerpo como con los sentimientos. Esto se hace particularmente más urgente en nuestro tiempo por la violenta amenaza de los medios de comunicación y en particular de Internet que no sólo amenazan destruir el sentimiento de reserva del corazón, sino que descargan un aluvión de pornografía jamás visto y de un riesgo de adicción patológica inaudito (en 2001, se calculaba que en Estados Unidos el 6% de los 148,8 millones de usuarios que había en ese momento, tenía problemas de compulsión sexual, es decir 9 millones de personas; mientras que unos 15 millones mostraban signos iniciales de compulsión sexual). Ay, pues de los padres que descargan el cuidado de sus hijos en la televisión, en el Internet o en las salas de ciberjuegos.
(e) En quinto lugar, hay que enseñar el autodominio porque ésta es la única forma de que un ser sea capaz de poseerse y de darse. Sólo puede darse quien se posee a sí mismo. Autodominio significa la capacidad de decir y decirse a sí mismo “no” en determinados deseos; o de obligarse a hacer cosas sin el incentivo del gusto o de la recompensa. Exige, evidentemente, sacrificio y energía espiritual. Un ser sin autodominio es caprichoso, egoísta y a la larga, incontinente.
La educación del conocimiento en plano sexual
También toca a los padres hacer conocer a los hijos los misterios de la vida humana y su transmisión. Es una de las tareas más delicadas, que puede prestarse a imprudencias por parte de los educadores e incluso de los mismos padres; por eso, indicaré primero los principios fundamentales que deben guiar esta educación y luego cómo ha de desarrollarse según las etapas del niño.
(a) Los principios que deben guiar a los padres (y, por extensión, a otros educadores cuando les cuadre a ellos) en esta tarea son cuatro[17]:
-Ante todo, la formación debe ser individual, porque todo niño y todo adolescente es una persona única e irrepetible; de ahí que el momento oportuno en que cada niño debe recibir su formación e información sea diverso y dependa del proceso de madurez. Además porque debe hacerse a través de un diálogo personalizado. Por otra parte, este diálogo se realiza mejor cuando el progenitor es del mismo sexo que el niño, es decir, cuando los padres hablan a los varones y las madres a las niñas. Plantear, pues, una educación sexual masiva y escolar, indiscriminada y mixta, contraría todas las reglas de la prudencia y de la sensatez educativa.
-En segundo lugar, la valoración moral siempre debe formar parte de las explicaciones sobre sexualidad. Si se habla de la castidad, ha de ser presentada como virtud positiva; si del uso del sexo, ha de ser colocado en el contexto de la unión conyugal, etc. Los padres deben enseñar el bien y el mal sobre el uso de la sexualidad según la ley natural y divina. Además, han de mostrar con claridad que ciertos comportamientos están mal porque van contra la naturaleza del hombre y contra la ley divina revelada por Dios y no sólo porque pueden traer consecuencias sociales indeseadas (como madres solteras, abortos, casamientos de apuro, etc.). La sexualidad humana ha de ser presentada según la ley natural (y, para nosotros los católicos, según la enseñanza doctrinal y moral de la Iglesia, que es expresión privilegiada de esa ley natural, enseñando que, por causa del pecado original, el hombre está debilitado y necesitado de la gracia de Dios para superar las tentaciones).
-En tercer lugar, la educación a la castidad y la información sobre la sexualidad deben ser ofrecidas en el contexto de la educación al amor. Es decir, que no basta con informar sobre el sexo y dar principios morales objetivos; es necesario también ayudar a que los hijos crezcan en la vida espiritual, esto es, que aspiren a la virtud. Educar la sexualidad es educar la castidad y ésta es una virtud que se da de modo perfecto si se dan todas las demás virtudes; por tanto se trata de hacerlos virtuosos (y por ende, castos) o dejarlos librados al vicio.
-Finalmente, la información sexual debe ser dada con extrema delicadeza, en forma clara y en el momento oportuno. Hay que respetar cada momento del desarrollo del niño o del joven; no hay que quemar etapas. Para poder hacerlo los padres deben pedir luz a Dios, hablarlo entre ellos y aconsejarse. La información no debe entrar en muchos detalles, pero tampoco debe ser vaga o imprecisa; ha de ser decente, es decir, salvaguardando la virtud de la castidad. También hay que darla a tiempo, porque si se retrasa excesivamente, la curiosidad natural del niño hace que pregunte a quien no corresponde arriesgándolo a recibir una información errónea.
(b) A la luz de estos principios, ¿qué es lo que conviene enseñar en cada momento del desarrollo humano?[18]
-Los años de inocencia (desde los 5 años a la pubertad) son un período de serenidad que no debe ser turbado por una información sexual innecesaria. Hay que preparar al amor casto de un modo indirecto. En esta etapa conviene, más bien, enseñar a los niños a ser auténticos varones y auténticas mujeres (evidentemente, doy por supuesto el error radical de la llamada “ideología de género” a la que aludí de pasada más arriba). Deben aprender que los varones y las mujeres han de comportarse de modo distinto y desempeñar tareas diversas; hay que enseñarles las virtudes propias de la caballerosidad y de la delicadeza femenina. Los padres deben fomentar en los niños el espíritu de colaboración, obediencia, generosidad, abnegación y favorecer la capacidad de autorreflexión. Ésta no es una tarea fácil en nuestro tiempo, amenazado de graves tormentas como los intentos programados y predeterminados de imponer una información sexual prematura (especialmente en la escuela); el bombardeo sexual (y pornográfico) de los mass-media que llega incluso a los más pequeños (cuando esto ya ha tenido lugar, los padres deberán limitarse por el momento a corregir la información inmoral y errónea o controlar el lenguaje obsceno); los cada vez más frecuentes casos de violencia sexual sufridos por muchos niños, etc.
Con la pubertad comienza la fase inicial de la adolescencia. Es el momento del descubrimiento del propio mundo interior. Es la edad de los interrogantes profundos, de las búsquedas angustiosas, de desconfianza hacia los demás y del repliegue peligroso sobre sí mismos. Los padres deben estar atentos a la educación religiosa de los hijos que es donde encontrarán las últimas respuestas a estas cuestiones. Este es también el momento importante para la educación a la castidad. Se hace necesario explicar la genitalidad en el contexto de la procreación, del matrimonio y de la familia. En este momento, a las niñas habrá que enseñarles a recibir con alegría el desarrollo de la fecundidad (física, psicológica y espiritual); normalmente también se podrá hablarles de los ciclos de la fertilidad y de su significado. Pero no es necesario hablar –a menos que lo pregunten expresamente– sobre la unión sexual. A los varones se les debe ayudar a comprender su desarrollo fisiológico antes de que obtengan la información de compañeros o personas sin recto criterio. Siempre aludiendo en estos temas al contexto del matrimonio, la procreación y la familia.
Los padres deben imbuir a sus hijos de una visión serena de la sexualidad, resaltando la belleza de la maternidad y de la procreación, así como el profundo significado de la virginidad. De este modo se les ayudará a oponerse a la mentalidad contraceptiva y abortista hoy tan extendida. También deben ser conscientes los padres de que en este período los hijos son muy vulnerables a las tentaciones de experiencias sexuales. Por eso deben estar cerca de ellos, corrigiendo la tendencia a utilizar la sexualidad de modo hedonista y materialista. Es éste el momento de formarles la conciencia presentándoles los mandamientos divinos como camino de vida y como don de Dios.
A las preguntas de los hijos –que son muchas en este período– los padres han de ofrecer argumentos bien pensados y crear criterios que los independicen de las modas, especialmente las que banalizan la sexualidad en el vestir y en el hablar.
-La adolescencia representa el período de la proyección de sí y también del descubrimiento de la propia vocación. Hay que hablarles del matrimonio, de la virginidad y del celibato como vocaciones divinas, entre las que ellos deben descubrir el llamado de Dios. En este tiempo los problemas sexuales se tornan más evidentes. Más que nunca hace falta el consejo prudente y el llevarlos a vivir la castidad, la oración y los sacramentos (especialmente la confesión regular y la comunión frecuente). También hay que enseñarles en este tiempo los puntos esenciales de la moral cristiana: la indisolubilidad del matrimonio, el amor y la procreación, la inmoralidad de las relaciones prematrimoniales, del aborto, de la contracepción y de la masturbación.
Hay que explicarles también la razón profunda que hace que los pecados libres y deliberados contra la sexualidad sean siempre pecados objetivamente graves, es decir: implican una visión egoísta de la sexualidad; además, el desorden del uso del sexo tiende a destruir progresivamente la capacidad de amar de la persona, haciendo del placer –en vez del don sincero de sí– el fin de la sexualidad; reducen a las otras personas a cosas y objetos ordenados a la propia satisfacción; cierran a la vida y lleva al desprecio de la vida humana concebida que se considera como un mal que amenaza el placer personal[19].
A los hijos se los ayuda si éstos evitan las ocasiones de pecado. Esto exige, de los padres, que sepan decir “no” cuando sea necesario, enseñándoles a caminar contra las modas sociales que sofocan el verdadero amor, enseñándoles a cultivar el gusto por todo lo que es bello, noble y verdadero.
-Pasada la adolescencia los padres todavía siguen teniendo obligaciones en la educación de sus hijos: promoviendo el sentido de responsabilidad, poniendo cuidado en que no disminuyan sino que intensifiquen la relación de fe con la Iglesia. En particular hay que ayudarles también en la etapa del noviazgo para que sea una verdadera preparación a un matrimonio serio.
Orientaciones conclusivas
De lo que hemos dicho, se deduce con claridad que hay un derecho inviolable de todo ser humano, y en particular del niño, del adolescente y del joven, a vivir su propia sexualidad de modo virtuoso. Se trata de algo vital para su desarrollo psicológico y espiritual. Este derecho brota de la inclinación natural hacia la propia perfección; pero debe ser enseñado, porque es ignorado por el niño o el joven. Por la misma razón el niño y el joven tienen derecho a ser informados adecuadamente para que puedan vivir castos y sólo para que pueda vivir castos. Es un crimen enseñarles un uso de la sexualidad que atente contra su integridad, sea sugiriéndoles un uso fuera del matrimonio o antinatural.
Por su parte, los padres deben garantizar que sus hijos se formen según los principios naturales (y cristianos). Para esto, deben informarse de manera exacta sobre los contenidos y las modalidades con que se imparte la educación de sus hijos en los colegios. Y deben, también, saber que pueden, por derecho natural, exigir estar presentes en estas clases; e incluso retirar a sus hijos cuando la educación no corresponda a sus principios.
En cuanto a los métodos que se proponen para la educación sexual, debemos decir que el método normal y fundamental es el diálogo personal e individual entre los padres y los hijos, en el ámbito de la familia. Eventualmente puede encargarse de una parte de la educación en el amor a otra persona de confianza, cuando hay cuestiones que exceden la competencia de los padres. Este método incluye una catequesis sobre la moral familiar. Evidentemente que esto exige capacitar primero a los mismos padres.
A su vez, debe evitarse la educación sexual secularizada y antinatalista, que pone a Dios al margen de la vida y considera el nacimiento de un hijo como una amenaza. Este método se basa en sofismas ideológicos como la “amenaza de la superpoblación”, “salud reproductiva”, “derechos sexuales y reproductivos”, etc. Apunta a difundir la práctica del aborto, la esterilización y la anticoncepción. También debe considerarse nociva aquella educación sexual que apunta a enseñar a los niños todos los detalles de las relaciones genitales (y en concreto las falaces campañas para educar en el “sexo seguro”, aun con la legítima y comprensible intención —que puede animar a algunos— de evitar los riesgos de enfermedades venéreas, porque en el fondo no hacen otra cosa que esconder los intereses de las grandes industrias del preservativo y de la anticoncepción). Es igualmente reprobable el método por el que se anima a los jóvenes a que reflexionen, clarifiquen y decidan las cuestiones morales con la máxima autonomía, ignorando la realidad objetiva de la ley moral; de este modo, se infunde en los jóvenes la idea de que ellos deben crear su código moral, apuntando a implantar una cultura moral relativista y permisiva.
Todo esto parecerá tirado de los pelos a quienes no compartan aquella idea del gran educador de la juventud que fue Marcelino Champagnat, quien decía: “la educación no es obra de especulación, ni un oficio; es un verdadero apostolado que busca almas para conducirlas a Dios”. Pero quienes sean educadores de corazón no encontrarán difícil su comprensión.
NOTAS:
[1] Es de Tomás de Aquino (Suma Teológica, Suplemento, q. 41, a.1).
[2] Gianfrancesco Zuanazzi, L’educazione sessuale nella scuola: implicazioni pscologiche, en: L’educaziona sessuale nella scuola, A cura de G.F. Zuanazzi, p. 83, Ed. Salcom, Verona 1988.
[3] Juan Pablo II, Carta a las familias, 2 de febrero de 1994, AAS 86 (1994), pág. 917, n. 20.
[4] Cf. Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: Verdad y Significado, 8 de diciembre de 1995.
[5] Cf. Jorge Scala, “IPPF. La multinacional de la Muerte”, J.C. Ediciones, Rosario 1995, especialmente al hablar de “La educación sexual permisiva en las escuelas” (pp. 252-262).
[6] Cf. Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 36.
[7] Cf. Sexualidad humana…, op. cit., n. 23.
[8] Sobre los problemas éticos de la educación sexual en las escuelas, puede verse: Lino Ciccone, L’educazione sessuale nella scuola: poblemi etici, en: L’educazione sesualle nella scuola, op. cit., pp. 297-321; también: Norberto Galli, Orientamenti per l’educazione sessuale nella scuola pubblica, ibidem, pp. 147-184.
[9] Sobre este punto importantísimo, en el que no entro por razones de espacio, puede verse: Conferencia Episcopal Peruana, Comisión Ad-hoc de la mujer, La ideología de género. Sus peligros y alcances, Rev. “Diálogo” 34 (2003), 51-78. También: Marcuello-Elósegui, Sexo, género, identidad sexual y sus patologías, www.bioeticaweb.com/content/view/192/48/.
[10] Téngase en cuenta que hablo como educador católico, dirigiéndome a padres y educadores católicos. Quienes no profesen la fe católica, podrán igualmente servirse de estos elementos, adaptando las alusiones a la Iglesia, a la revelación divina a la ley de Dios, según sus principios religiosos, siempre y cuando acepten la normativa de la ley natural, a la cual todos podemos llegar por la luz de nuestra razón. Pero si no están de acuerdo con la existencia y contenido sustancial de la ley natural, lo que sigue (y lo que antecede) no tendrá sentido. Esta es la razón por la que en muchos ambientes, la discusión previa que debe establecerse es sobre el punto concreto de la ley natural.
[11] Cf. Sexualidad humana…., n. 16.
[12] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2339.
[13] Cf. Sexualidad humana…, op. cit., n. 51.
[14] Ibidem.
[15] En su obra “Sentencias, enseñanzas avisos”, Ed. HME, Bs. As., 1946; capítulo “El pedagogo”, p. 622.
[16] Catecismo de la Iglesia católica, n. 2521-2522.
[17] Cf. Sexualidad humana…, op. cit., n. 65-76.
[18] Cf. El artículo ya citado de Zuanazzi, L’educazione…, pp. 83-115.
[19] Cf. Sexualidad humana…, op. cit., n. 103-105.